lunes, 18 de febrero de 2013

Tanagras



Son de barro, como somos todos, como fuimos todos, o de donde procedemos, según nos dice la Biblia.
Las terracotas llamadas tanagrinas estuvieron de moda en el mundo griego durante todo el siglo IV a. de C. Los primeros ejemplares se descubrieron en Tanagra, en la periferia de la Grecia central.
Son unas estatuillas de barro cocido que vieron la luz en los talleres de los escultores –alabastro y agua de río, ¿por qué no del río del Devenir de Heráclito?-.
Tanagra: un nombre que se pronuncia con las papilas gustativas y cataliza la invención poética, no exenta de un cierto exotismo barroco.
Una denominación completamente femenina y apta, a su conjuro, para comenzar un idilio de más o menos urgencia.
¿Quién no ha dicho alguna vez –fuera de la ciudad de Tanagra, donde no tendría gracia decirlo- a una mujer que es sutil y al mismo tiempo rotunda como una tanagra?
- Eres clara y oscura como una tanagra; ¡y tan hermosa…!
- Eres un escultor de sueños.
¿Quién no ha tenido una tanagra sobre una biblioteca en una casa junto al mar?
Juan de Ávalos movía en Cuelgamuros grupos escultóricos de más de veinte kilos con la gracia y el arte de ágiles tanagras, se asombraba Villarta en Rutas.
La vitrina de las tanagras me da altos consuelo, decía César González-Ruano -lo cito siempre, ya lo sé- a la salida de la casa de Eugenio Montes después de entrevistarle para el diario Arriba y camino del bar del Palace, tosiendo por las esquinas.
Uno tuvo varias tanagras en su vida, que perdió en mudanzas, alguna regaló, otras se rompieron y otras se las hurtaron.
Las echamos de menos. Alguna nos trajo buena suerte, otras nos alegraban la vista, en especial las que representaban mujeres desnudas.
Ahora tenemos una computadora: una máquina cuyo nombre suena a cómputos y otras operaciones aritméticas; nada poético, aunque la geometría, que es otra cosa, se explique en un soneto.
En la computadora –que en España se llama ordenador- escribimos hoy desordenadamente sobre tanagras frente a la pantalla azul y nos chirría el alma.

© José Luis Alvarez Fermosel

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