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domingo, 31 de octubre de 2010

La locomotora humana

El extraordinario corredor de fondo y campeón olímpico checo Emil Zátopek, al que se llamó en los años cincuenta del siglo pasado la “Locomotora Humana”, protagoniza un libro de reciente aparición del escritor francés Jean Echenoz, titulado Correr.
Así lo informa el Diario Vasco de San Sebastián (capital de la provincia vasca de Guipúzcoa, al noreste de España).
Zátopek, corredor de maratón (40 kilómetros), plusmarquista, ganó una medalla de oro en las Olimpíadas de Londres en la categoría de 10000 metros en 1948, otra de plata en los 5000 y tres más de oro en Helsinki en 1952, en 5000, 10000 metros y maratón.
Fue uno de los primeros deportistas de fama mundial que entrevisté, en 1967, cuando empezaba mi carrera de periodista.
Le encontré en el aeropuerto internacional de Barajas de Madrid con su mujer, Dana. Venían de las Olimpíadas de México y en su regreso a Praga, vía Zurich, hicieron una escala en Madrid.
Hablamos en francés, porque yo no dominaba todavía el inglés tanto como para mantener una conversación prolongada. Además de su lengua natal, Zátopek hablaba fluidamente húngaro y francés.
Era entonces un hombre de 45 años, de estatura apenas superior a la mediana, calvo, delgado pero fuerte, de ojos azules. No se separó ni un momento de su mujer, que era también una destacada atleta, lanzadora de jabalina, medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1952 y de plata en Roma, ocho años más tarde.
Repaso mi entrevista, publicada en el diario SP de Madrid. Los europeos no habíamos quedado muy bien en las Olimpíadas de México. Zátopek señaló que a veces las cosas no se dan “sur la marche” tan bien como uno quisiera.
Zátopek, coronel del ejército de la Checoslovaquia soviética, alejado ya de las pistas, se dedicaba a promover actividades deportivas entre los jóvenes que nutrían las filas de la milicia checa.
Un año después de entrevistarle, en 1968, Zátopek apoyó al presidente Alexander Dubcek, introductor de reformas políticas favorables al pueblo checoslovaco en la llamada primavera de Praga (1). Fue expulsado del Partido Comunista y degradado. Sufrió todo tipo de calamidades e incluso tuvo que trabajar una temporada como barrendero para ganarse la vida. Forzado a retractarse en público en 1975, el régimen comunista le rehabilitó parcialmente.
Amante de la paz, hombre de carácter firme pero amable, humilde, Zátopek dijo ser un hombre ordenado, consecuente y afecto a la disciplina. Su mujer confesó que admiraba su fuerza de voluntad y su tesón.
Sigo repasando las hojas impresas de mi entrevista, ya un poco amarillentas por los efectos del tiempo, que no perdona nada, ni a nadie. Y a la vez voy recordando.
Zátopek admiraba a Ron Clarke, un corredor australiano especialista en pruebas de fondo y semifondo, medalla de bronce en Tokio, en 1964.
El maratonista checo iba vestido con un suéter azul, abierto sobre una camisa del mismo tono, un poco más clara; corbata a rayas anchas, azules y grises y pantalón color tiza; calzaba zapatos negros, muy usados pero relucientes.
Su mujer, también retirada, había ganado unos kilos al dejar de entrenarse, pero le sentaban muy bien. Tenía el pelo oscuro y una mirada dulce en los ojos claros –nunca me olvidaré- que mantuvo clavados en su marido durante toda la entrevista.
Al atleta le gustaba la vida de hogar. Reveló que leía bastante y veía televisión. El matrimonio, que no tenía hijos, se reunía con amigos los fines de semana. Paseaban mucho juntos. Los dos nadaban y esquiaban regularmente.
En aquella época llevaban casados veinte años. Habían celebrado su vigésimo aniversario en México, durante las Olimpíadas.
El gran Zátopek, como también se le llamaba, era una fuerza de la naturaleza. Decían que su corazón latía más lentamente que el de los demás seres humanos. Tenía un estilo heterodoxo, corría desmadejado, se tambaleaba. Parecía que se iba a caer de un momento a otro, pero llegaba siempre el primero a la meta.
Disputó 334 carreras, de las que ganó 261. Estableció 18 plusmarcas mundiales en distintas categorías. Fue una de las luminarias más brillantes del deporte del siglo veinte.
Se retiró en 1958, a los 36 años, después de ganar el Cross Internacional de San Sebastián en el hipódromo de Lasarte (Guipúzcoa).
Copio el final de mi entrevista:
- Señor Zátopek, la juventud…
- Se va para no volver, como dijo el poeta.

(1) La primavera de Praga empezó el cinco de enero de 1968 con una revuelta estudiantil. Accedió al poder Alexander Dubcek. Inmediatamente tomó una serie de medidas que favorecían a los sectores más pobres de la sociedad y ampliaban sus libertades y derechos. El 20 de agosto, los tanques rusos entraban en Praga y marcaban el principio del fin del sueño libertario checoslovaco, mostrando un comunismo violento e intransigente que no se había manifestado hasta entonces.

Foto:
© Luis Millán (EFE)

© José Luis Alvarez Fermosel


Nota relacionada:

Zátopek, un campeón de novela

sábado, 14 de noviembre de 2009

El momento más importante de la vida de Sean Connery

¿El momento más importante de mi vida?- Y Sean Connery -alto, fuerte, bronco, tostado por el sol-, dudó un instante y se puso a juguetear con la cinta de su sombrero Stetson gris claro, mirando a lo lejos.
Estábamos en Almería, o exactamente a 29 kilómetros de esta ciudad, una de las ocho que conforman la sureña provincia española de Andalucía. El sol brillaba en el cielo, pero la mañana, casi el amanecer, era fresca, cosa rara en esas latitudes. Por eso yo me había puesto un suéter.
Caballos y destellos acerados que venían de cañones de rifles emboscados. Todo, o casi todo, era de guardarropía.
Se rodaba Shalako, una superproducción de Edward Dmytryk, producida por Euan Lloyd, filmada en setenta milímetros, en technicolor y widescreen, que distribuiría Palomar Pictures en los Estados Unidos y Anglo Amalgamated en Inglaterra. (Copio estos datos del block en que los anoté, que todavía conservo; no crean que tengo una memoria prodigiosa).
Sean Connery había sustituído temporalmente el esmóquin blanco y la Walter del 7'65 de James Bond por la cazadora de ante y el Colt 45 del llanero, o habitante de las Grandes Llanuras norteamericanas de finales del siglo XIX.
Compartían honores estelares con él, Brigitte Bardot, Stephen Boyd -de quien me hice muy amigo, pero ésta es otra historia-, Peter Van Eyck, Jack Hawkins, Honor Blackman y Woody Strode. Un elenco bueno para una película mala.
- ¿El momento más importante de mi vida?-, repitió Sean Connery, mirándome de hito en hito. Y luego, sonriendo, me dijo:
- ¿Y ha venido usted hasta aquí para preguntarme esto?
- Bueno
-le contesté-, no supondrá usted que he venido, como todos, a preguntarle qué piensa de James Bond...
Sonrió otra vez e hizo un ademán ambiguo con la mano diestra:
- ¡Al diablo con James Bond...!
Después de permanecer callado durante unos segundos, me dijo lo siguiente, que copio del block que usé entonces, en el que todavía se leen mis anotaciones, hechas con una pluma estilográfica muy rara, pero muy funcional, que me regaló un amigo japonés y perdí al cabo de algunos años, como he perdido tantas otras cosas.
“Yo creo que el momento más importante de mi vida fue cuando me licencié de la Marina. Me enrolé en ella a los dieciséis años y pasé muchos tratando de hacerme un lobo de mar, sin conseguirlo. Surqué los siete mares y conocí ciudades remotas, tipos curiosos y me familiaricé con costumbres extrañas. Pero nada de todo esto me hizo vibrar de un modo especial. Lo mío no era el mar, ni los barcos. El día en que me encontré en un muelle con mi petate a cuestas, libre al fin, con el mundo por frontera, el cielo sobre mi juventud, ganas de hacer algo importante y una vocecilla que me decía al oído que era el dueño de mi destino por primera vez en mi vida, comprendí que ese momento era crucial en mi existencia. Se abría ante mí la posibilidad de hacer algo que definiera mi devenir posterior, la posibilidad de 'ser alguien', cosa que siempre ambicioné. Allí estaba, sólo conmigo mismo, con la facilidad de ir adonde quisiera, de hacer lo que me viniera en gana, bajo aquel sol agobiante y con el peso de una experiencia anormal a mis años que, indudablemente, me iba a venir muy bien en el futuro. He recordado después, muchas veces, aquel momento y he llegado a la conclusión, al cabo de los años, de que fue el momento más decisivo, más importante de mi vida. Yo me he hecho a mí mismo, ¿sabe? Todo lo que tengo ahora me lo debo a mí y a nadie más que a mí. Soy realista y duro. Lo he pasado mal en la vida. ¿Sabe que he sido camionero y he descargado cántaros de leche en Escocia? Por eso ahora, que he llegado, conservo los pies sobre la tierra y no me dejo deslumbrar por nada. La vida es así, amigo mío. En pleno siglo veinte, más cerca del final que del principio, no puede uno andarse con romanticismos ni con tonterías. Y ahora, perdóneme, pero tengo que volver a rodar".
Dijo Sean Connery. Luego se fue adonde estaba su caballo, un magnifico alazán, montó en él ágilmente y partió al trote largo hacia las cámaras.
La última vez que vi a Sean Connery, precisamente en Buenos Aires, volví a hacerle la misma pregunta y me dio la misma respuesta.



© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 17 de mayo de 2008

El humo azul de mi pipa de artista..."

Para fumar en pipa hay que marcar un ritmo de fueye. Esto dice el experto Bernardo Schneider, nacido en Argentina de padre austríaco, madre inglesa y casado con una lituana de noble origen, que tiene una tienda llamada Antinoo en la porteña Galería del Sol, en pleno centro de Buenos Aires. (Antinoo, entre paréntesis, fue un joven griego de Bitinia, de gran belleza, esclavo del emperador Adriano, que hizo de él su favorito.)

“No es que la vaya de poeta y hable en verso..., pues no es precisamente... verso, como sinónimo de engaño lo que quiero transmitir”, sonríe Schneider, un hombre corpulento, de edad imprecisa y pelo gris, palabra fácil y una cordialidad que cuesta mucho encontrar hoy día en el ambiente del comercio capitalino.

-- Hay gente que se lo fuma todo en pipa, amigo Schneider.
-- Pero, seguramente, se lo fuma mal.
-- Muy bien, ¿pues cómo hay que fumar en pipa?
-- Primero hay que tomar una pequeña cantidad de tabaco entre los dedos, formar con él una bolita y depositarla en el fondo de la cazoleta de la pipa. Con el llamado trío o pisador
--una especie de cucharita--,
añadir otro poco de tabaco hasta llegar al tope deseado; si se quiere fumar mucho más se pondrá más cantidad de tabaco que si se quiere fumar poco, como es natural. Eso sí, lo que se coloque en la cazoleta hay que fumarlo hasta el final. Una vez cargada la pipa, encender un fósforo de madera, acercarlo a la cazoleta y aspirar profunda y tranquilamente hasta que la llamita del fósforo sea superada por la lumbre que sale de la cazoleta, a fin de exhalar el humo después con mucho cuidado y lentitud. También hay que acomodar la ceniza, tratando de formar una pequeña cúpula que ayudará a mantener la pipa encendida hasta el final.

“Para ser un buen fumador de pipa -añade Schneider-
hay que elegir bien el tabaco y, desde luego, la pipa, cuya limpieza y mantenimiento son fundamentales. Cazoleta grande, pequeña, curva, recta... Tabaco dulce, seco, natural, latakia... La cazoleta y el tubo se limpian con papel tisú. Y para que fumar en pipa constituya un placer y no afecte la salud, no hay que hacerlo por las mañanas. La primera pipa debe disfrutarse con el café y la copa, después del almuerzo. Y luego otras cuatro distribuídas a lo largo del día”.

Pipas de todas clases en anaqueles, cajas de habanos, de tabaco para pipa danés, inglés, holandés, norteamericano, centroamericano, escocés, alemán, de Sumatra...
Tabacos argentinos como el Ranelagh, que a pesar de su nombre viene de la provincia de Misiones. Encendedores, tabaqueras.
Y las pipas, claro. Pipas de todos los tamaños, colores y de maderas de brezo, almendro, cerezo -una hecha en Vietnam durante la guerra con parte de la raíz de un árbol de la jungla, que no sabemos qué nombre tendrá-. Hay también pipas como las que se ven en antiguos grabados holandeses.
En un estante, arriba, una réplica en madera oscura de un galeón español, con su mesana y cañones en las dos bandas, la de estribor y la de babor.
Schneider, que practicó lucha grecorromana, donó sangre y jirones de su piel al Instituto del Quemado, fundó instituciones como la Fundación de Sordomudos Domingo Faustino Sarmiento, del barrio suburbano de Barracas, de la que es profesor. Tiene un cierto aire de marino retirado de cuento de Conrad, o de boxeador de película de John Ford. Es un hombre simpático y parlanchín.
Schneider, curioso personaje de la Buenos Aires posmoderna, recuerda al final de la entrevista una frase del poeta español Emilio Carrere:
“Yo te guardo un devoto amor, magia del humo azul de mi pipa de artista, fiel amiga...”.
Pero ya no se fuma, ni siquiera en pipa. Los datos de Schneider servirán sólo como una curiosidad del pasado. No se fuma en ningún lugar público por ley. De ahí que se vea a mucha más gente que antes fumando por la calle, sobre todo a mujeres. Las veredas y la calzada rebosan de colillas de cigarrillos aplastadas.



© José Luis Alvarez Fermosel

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“El último organito” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/02/el-ltimo-organito.html)


sábado, 23 de febrero de 2008

El último organito

El último organito de Argentina no se rinde. Des­grana sus notas lentamente, con pereza, con nostalgia, en los días azules de Lujan, a 70 kilómetros de Buenos Aires, donde están la Basílica y un museo del transporte que exhibe La Porteña, la primera locomo­tora argentina y el frágil y heroico aeroplano Plus Ultra, con sus alas casi de libélula y el fuselaje blanco.
Cherry es Hugo Damonte, el último organillero de estos pagos, que trajina su bohemia alegre a la usanza de los viejos titiriteros españoles que recorrían su país de punta a punta haciendo de todo, incluso extrayendo muelas en las verbenas... "¡sin dolor y con música!".
Cherry acciona el manubrio en la plaza lujanera y el pianito caminador, de gastada madera pintada de escar­lata, gotea una música alegre de “kermesse”. En el cercano colegio de los Maristas se materializan los versos de Antonio Machado:

“Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales...”

Dos cotorritas de un verde chillón, Juanita y Bartolo, moran en la terraza de la vieja pianola de ruedas grises -"(...) las ruedas embarradas del último organito..."-.
"¡Viva el amor!", dice Juanita con voz de loro de pirata. "iMamita!”, le responde Bartolo, entre erótico y socarrón.
- Pero, hombre, Cherry, ¿qué hace usted?
- Pues ya lo ve, le doy a la manivela, divierto a los turistas domingueros, adivino la suerte -la buena suerte- de los novios: cumplo con mi destino de musiquero.
Haciendo caso omiso de la profecía de Homero Manzi, que dijo en uno de sus tangos que "tendrá una caja blanca el último organito/ y el asma del otoño sacudirá su son", Cherry se hizo organillero en cuanto estrenó pantalones largos. Antes había lustrado zapatos en bares y plazas y vendido figuritas, fotos de artistas y maní tostado.
Cherry sonríe bajo el bigote espeso, el sombrero negro con su cinta blanca en la cabeza, la camisa blanca de manga corta. Desgrana sus recuerdos.
"Un día entró en la santería de mi padre un organillero turco. Yo me quedé duro de emoción porque ahí, con su entraña de madera y pintado de mil colores, estaba estacionado el mejor de mis sueños: un organito y una cotorrita encima que silbaba un vals...".
- ¿Y?
- Encaré al turco, que era muy simpático. Le pregunté que cómo podía conseguir cotorritas que trabajaran conmigo y dónde podía comprar un organito como el suyo. La lorita me miraba extrañada. Después de un rato gritó: "¡Viva Pepito!". Luego sacó con el pico uno de los papeles de colores que llevaba el turco en la pianola y me lo puso en las manos. Entonces comprendí que mi suerte estaba echada.
El turco le dio a Cherry la dirección de un viejo taller de reparación de organitos. Y allí se fue Cherry y allá encontró el que iba a ser el suyo, por el que pagó todo el dinero que había ahorrado durante muchos años.
"Cuatro cotorritas me esperaban en mi casa de la calle Sócrates, aquí, en Luján –rememora Cherry-. Me esperaban a mí y al organito. ¡Cuántas serenatas les di mientras las enseñaba a convertirse en las cotorritas de la suerte!".
Está ahora Cherry en Luján con sus cotorritas de la suerte que comen huevo duro y beben Coca Cola, deleitando a los turistas con los compases del tango "Mate Amargo", la marcha "Viejos Camaradas” y el fox-trot “Titina”.
(El organito de Cherry es una réplica de antiquísimas pianolas de origen alemán que los hermanos La Salvia remodelaron a finales del siglo XIX. Una de ellas fue a parar a un teatro de Buenos Aires, ya demolido por la piqueta del progreso).
Cherry acude todos los años con su organito y sus cotorritas a la fiesta de la Virgen de Itatí, en Corrientes; recorre otras provincias como Misiones, La Rioja, Santiago del Estero, Córdoba...
Ahora está en la plaza principal de la ciudadela centenaria con su organito, con Juanita y Bartolo, rodeado de parejas de novios y palomas.


©José Luis Alvarez Fermosel
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miércoles, 9 de enero de 2008

Cabeza de Dalí

Vi a Dalí por primera vez en el café Varela de Madrid, cuando era un café de tertulianos y no un moderno y luminoso “restó”, como se dice ahora, al que iban poetas, pintores, actores y gente de la noche. Finalizaba la gloriosa década del 60.
Mi socio y entrañable amigo Fernando Montejano le estaba haciendo una entrevista, A su término, Dalí pidió un vaso de leche. Cuando se lo trajeron, lo tomó con gran cuidado, lo miró atentamente y acto seguido lo vació en el bolsillo superior de la chaqueta. La leche rebosó por todas partes, dejándole el consabido traje a rayas hecho un desastre.
Indiferente, intemporal, hierático, el gran pintor dio media vuelta con marcialidad militar y se fue, cabe suponer que a cambiarse de ropa.
Montejano me comentó que a Dalí le gustaba mucho el tango, y que se sabía de memoria las letras de algunos, entre ellos, “Barrio reo”, “Dandy” y “Rosa peregrina”. El pintor catalán Jordi Curós y el crítico Ignacio Gómez de Liaño, también español, lo confirmaron.
Estaban en España en esa época Agustín Irusta –un argentino de origen vasco-, el uruguayo mezcla de vasco y catalán Santiago Fugazot y el porteñísimo discípulo de Vicente Scaramuzza, Lucio Demare. Habían incursionado con éxito en el cine y en el mercado del disco.
Volví a ver a Salvador Dalí, muchos años después, en el bar del hotel Palace, también en Madrid. Había envejecido y tenia los bigotes más cortos. Llevaba un traje a rayas.
El genio me dijo textualmente: "Soy un pintor mediocre y un pésimo escritor: claro que el "divino Dalí" era mejor que nadie, ¡porque todos los pintores son, infinitamente malos, en comparación con los grandes maestros.! Reconozco que Velázquez es el monarca de espacio"
Después revelaría que "mis monstruos son un producto del exceso de la claridad mediterránea... El nombre de Salvador Dalí no está destinado mas que a salvar la pintura moderna de la pereza y el caos. Nadie puede esclarecer mi vida: ni siquiera Salvador Dalí, que acaba de escribir su "Diario de un Genio"; pero lo importante es que mi personalidad es cósmica".
A renglón seguido se estableció el siguiente diálogo surrealista, como no podía ser de otra manera:
-- ¿Por qué no me ha traído usted un cuerno de rinoceronte?
-- La verdad, maestro, es que se me ha olvidado; le pido mil perdones.
-- Está usted perdonado, jovencito, pero que no vuelva a ocurrir.
-- Le prometo que no volverá a pasar, querido maestro.
Dalí se levantó, terció su bastón, ganó a buen paso la puerta del hotel e inmediatamente se incorporó a la rutilante mañana de primavera, mientras yo pagaba la cuenta.
En esa oportunidad nadie bebió, ni se tiró leche encima.


© José Luis Alvarez Fermosel
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jueves, 8 de noviembre de 2007

Toros y pisco

Le digo a Raúl Mondesi, que fue cocinero de Costa Verde, uno de los mejores restaurantes de Lima, que deben estar por empezar las corridas de toros en Perú.

-¡Estamos en plena temporada! ¡La plaza de Acho (1) está al rojo vivo!, se entusiasma.

A Juan Falce, español como yo, le brillan los ojos. Si hubiera más gente en esta tertulia se suscitaría enseguida la clásica discusión acerca de las corridas de toros, un espectáculo maravillosamente absurdo en un mundo racionalista de mataderos y frigoríficos.
Hemos disfrutado de un festín de comida peruana en el Hotel Panamericano de Buenos Aires.
Perú, como todos los países de gastronomía regional, tiene una cocina muy variada y sabrosa. Una muestra de ella son las papas a la huancaína, que se cuecen y se mezclan con crema de queso; se les añade cebolla, huevo duro picado, aceitunas verdes y cogollitos de lechuga.
Hicimos los honores al cebiche a la limeña, a base de pescado macerado en jugo de lima, con picante y cebolla a la pluma, servido con choclos, camotes y papas. El cau cau es un guiso muy popular de la costa peruana, cuyo ingrediente principal es mondongo cortado en tiras y alegrado con perejil picado y arroz blanco, ese arroz tan en su punto que se come en los chifas, o tabernas de chinos que proliferan en los barrios populares de Lima.
Le pregunto a Juan Falce, que también es cocinero, que cómo se llega a ser “chef”, un número uno en el oficio, como él.

-- ¡Trabajando!
-- Y siempre al lado de uno que sabe, ¿no?
-- Desde luego.
-- ¿Es verdad que se empieza pelando patatas?
-- Y lavando platos. Se llega a aprender con el tiempo. Yo empecé a los 15 años y ya llevo 40 entre sartenes y cacerolas. Y sigo aprendiendo...

Falce es cocinero de hotel. Trabajó en el Jockey Club de Buenos Aires -cuando tenía 8.500 socios-. Ha llegado a cocinar para 3.500 personas. Dice que lo suyo es una mezcla de coraje y amor. O sea, que le pasa lo mismo que a los toreros. Al hombre le devora una extraña sed que sólo se apaga con emoción y belleza.
Vienen Adrián Sigal y Jorge Oliveira y se unen a la tertulia. Yo pienso en las bellas limeñas de ojos insondables de los reservados de la plaza de toros de Acho, con sus mantillas españolas sobre los desnudos hombros morenos y en los vendedores de anticuchos, que se hacen precisamente con el corazón del toro, y en los picarones de harina de camote y miel.
Pienso también, por enésima vez, que América es un continente mágicamente españolizador que recrea, entre otras cosas, la tertulia española en la mesa de café, en la que se habla de fútbol y de toros y se bebe coñac. En esta oportunidad estamos bebiendo pisco peruano.
En cuanto a los toros, Falce recuerda que el toreo no es un deporte que exija una buena musculatura. Un torero puede ser raquítico y torpe pero extraordinario en su arte, ya que el único músculo que cuenta en la lidia es el corazón.
Las corridas de toros no son un espectáculo teatral ni circense. En el ruedo se muere de verdad.
El toreo, en todo caso, es danza. Un ballet con la oscura música de fondo de la Muerte, como decía Agustín de Foxá.
Las plazas de toros se utilizaron más de una vez para otras cosas que nada o poco tuvieron que ver con el toreo. Y así, se ofrecieron, y se siguen ofreciendo en ellas combates de boxeo y espectáculos folklóricos, musicales y circenses.
Recuerdo que una vez, hace muchos años, alguien tuvo la luminosa idea de poner a luchar en la Plaza de Toros de Madrid a un elefante y a un toro. Ambos animales, razonablemente, se negaban a la confrontación. El público, que quería ver fluir sangre a toda costa, desahogó su frustración y su cólera lanzando naranjas al ruedo. El sensato paquidermo, sordo a la humana locura, iba recogiendo las naranjas con la trompa y comiéndoselas con fruición. El toro, a su lado, se había echado en la arena y dormía plácidamente.
¡Qué gran lección de buen juicio!



(1) La Plaza de Toros de Acho, enclavada en el Rimac y declarada Monumento Histórico de Lima, es la tercera más antigua del mundo después de la Maestranza de Sevilla y la de Zaragoza. Se inauguró en el año 1776 por iniciativa de Agustín Landaburu, que había conseguido el correspondiente permiso del virrey Manuel Amat. La primera corrida de toros en la Plaza firme del Hacho, como se denominaba entonces, se efectuó el 30 de enero de 1776, reveló Aurelio Miro Quesada, que fue director del diario decano de la prensa peruana, El Comercio. Los toreros peruanos Pisi, Gallipavo y Maestro de España lidiaron toros de la ganadería Gómez de Cañete. A la corrida, que se celebró estando aún pendiente el permiso del rey de España, entonces Carlos III, asistió el virrey Amat.


© José Luis Alvarez Fermosel
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viernes, 12 de octubre de 2007

De conde a conde

Sisita Pastega Milans del Bosch le dijo un día en mis barbas a Paco Umbral en Madrid: “Mira, Paco, hay que comer soufflé porque el soufflé es francés y no te cuenta su vida. En España comemos mucha fabada, y la fabada tiene demasiado mensaje”.
En Argentina comemos mucha carne: carne asada, claro. ¿Tendrá mensaje el asado? Se me ocurrió preguntarle al conde de Lafourchette.

--La Argentina es una inmensa llanura donde se dan unos productos estándar que originan una cocina estándar. ¿Mensaje?. No lo sé. No creo…

Hablamos de cocina y de otras cosas largo y tendido el conde de Lafourchette ante un whisky y un jugo de naranja en el bar del Hotel Libertador de Buenos Aires, por cuyos grandes ventanales se colaba un sol de adelantada primavera.
El conde de Lafourchette es en realidad el escritor y “gourmet” chileno Enrique Lafourcade, que no es conde, sino que utiliza el “nom de plume” de conde de Lafourchette para firmar las deliciosas crónicas sobre gastronomía, y otros temas, que escribe los domingos en el diario El Mercurio de Santiago de Chile. Tampoco yo soy conde, si vamos a eso. Mi compatriota, el “restaurateur” Pepe “Fechoría” empezó a llamarme conde apenas nos conocimos, recién llegado yo a Buenos Aires, porque me encontraba cierto parecido con Jaime de Mora y Aragón, que tampoco era conde.
Lafourcade me contó cosas que poca gente sabe. Como, por ejemplo, que el chileno José Eizaguirre, “Tío Pepe”, casado con Juanita del Carril, contribuyó a educar el paladar de los argentinos. Editó la revista Saber Vivir. Residió durante muchos años en París. De allí se trajo a los primeros cocineros franceses que se establecieron en Buenos Aires.

--Los argentinos, es decir, los porteños son devoradores. Lo pasan todo por la parrilla, quiero decir, por el tamiz del “goût”. A una mujer bella la llaman budín, churro. Le dicen: “¡Te como toda!”. Asocian el placer de contemplar una hermosa señora con el de comerse un bife de chorizo todo rojo por dentro, bien jugoso.
-- Es que la carne argentina es magnífica.
-- Y las mujeres también.
-- Desde luego.

Las mujeres, eso sí, no cocinan ahora tan bien como antes. Lafourcade coincidió conmigo en ésto. Y añadió que hoy en día la mayoría de las amas de casa no sabe hacer salsas.

-- Antes las mujeres aportaban al menos tres cosas al matrimonio: virginidad, arte culinario y dote.

(Creo que ahí nos echamos encima los dos condes de guardarropía a las feministas, que habrán ardido en deseos de darnos candela).

-- De cualquier manera, las mujeres están siempre bien. En la cocina y fuera de la cocina.

Lafourcade asintió. Recuerdo el brillo de sus ojos oscuros bajo las cejas tupidas. De vez en cuando bebía un sorbo de su zumo de naranja y yo le daba un tiento a mi whisky.
Hablamos de comida y erotismo –no está lejos la una del otro- en aquella entrevista, que propició el entonces agregado de prensa a la embajada de Chile en Buenos Aires, Enrique Gandásegui. Lafourcade preparaba un libro que se titularía “La cocina erótica del conde de Lafourchette”. No sé si lo habrá terminado. Iba a contener recetas eróticas, casi todas de pescado y mariscos que, según la leyenda, son afrodisíacos.

-- ¿Me da una de esas recetas, querido conde?
-- Con mucho gusto, querido conde.
-- Tome usted nota.
-- Venga.
-- Ostras Tongoy, Ayden y de Chiloé, picorocos (1) y lenguas de erizo. Todo pasado por la batidora y convertido en crema.
-- ¿Y eso es afrodisíaco?
-- Yo creo que no. ¡Pero es tan rico...!
-- Entonces, usted no cree que haya comidas afrodisíacas.
-- Francamente, no. Y, además, no creo que las comidas afrodisíacas sean necesarias. Todo hombre que cuenta con los estímulos naturales se pone erótico, incluso comiendo arroz con leche.

Lafourcade se casó tres veces y se separó otras tantas. Tiene tres hijos, dos de los cuales vivían fuera de Chile en la época en que se hizo esta entrevista, que ve ahora la luz, después de tantos años. Recuerdo que el escritor se calificó de devoto absoluto de la literatura.
“Pero no desdeño la vida, soy muy vital: soy una mezcla de biblioteca y acción”.
“El libro de Karen” (Premio Nacional Martínez), “Pena de muerte”, “Antología de nuevos cuentos chilenos”, “Asedio”, “Para subir al cielo”, “Cuentos de la generación del 50” (Premio Municipal), “El príncipe y la oveja” (Premio Gabriela Mistral), “Fábulas de Lafourcade”, “Novela de Navidad”, “Pronombres personales”, “Frecuencia modulada”, “Palomita blanca” (que vendió un millón de ejemplares y de la que se hizo una película dirigida por Raúl Ruiz), “El gran taimado”... Sus últimas novelas, “Mano bendita” y “Cristianas viejas y limpias” fueron finalistas del Premio Internacional Planeta en 1992 y 1997.
Enrique Lafourcade, autotitulado anarquista sentimental y católico en estado salvaje, es uno de los escritores más fecundos, polémicos e influyentes de Chile. Ha sido profesor de diversas universidades chilenas, cronista, director de talleres literarios y comentarista de televisión.
Figura representativa de la llamada generación del 50 en Chile, Lafourcade goza, a los 80 años, de una merecida agerasia, lo cual le permite seguir escribiendo. Es, junto con Jorge Edwards, uno de mis escritores chilenos favoritos

-- ¿Qué le gusta?
-- Viajar, la pintura…
-- ¿Deportes?
-- No, deportes, no. No me interesa el deporte “per se”. Pero juego al tenis y he practicado el ciclismo.
-- ¿Música?
-- Los barrocos alemanes.
-- Hombre, a George Smiley, el espía de John Le Carré, o sea a John Le Carré le gustan los poetas barrocos alemanes. A usted los músicos barrocos alemanes. Qué coincidencia.
-- Pues, sí.
-- Adiós, querido conde.
-- Adiós, querido conde.


(1) Marisco chileno, alargado, que viene incrustado en una suerte de roca o formación calcárea.


© José Luis Alvarez Fermosel
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domingo, 30 de septiembre de 2007

El títere y el viento


Por la calle de los fantasmas, del brazo del Dormilón, va “Guaira” Castilla al casamiento del Zorro, con un esmóquin de hojas de margaritas, flanqueado por niños y muñecos azules.
“Guaira” Castilla es en realidad Gabriel Castilla, el mejor titiritero de América, o por lo menos de la América de habla española. Pero todo el mundo le llama “Guaira”.
(“Guaira” quiere decir viento en quechua, el dulce idioma del indio altiplánico, primitivamente hablado en Bolivia, Perú, Ecuador y difundido después de la conquista española por Colombia y el norte de Chile y de la Argentina.)
Nacido en Salta –en el noroeste argentino, en la frontera con Bolivia-, de poco más de 50 años, Gabriel Castilla es titiritero por definición, vocación y herencia, ya que su padre, Manuel Castilla, movía en la década del ’40 con Carlos L. García Bes por Argentina, Bolivia y Perú, tiernos muñecos de trapo a mano limpia en retablillos rústicos y entrañables.
Movía los títeres, el padre del “Guaira”, como el mismo “Guaira”: “con manos fáciles y alegre corazón, con manos fáciles para asir y retener, para retener y soltar...”, como en los versos de “El Caballero de la Rosa”.
“Guaira” Castilla, o “El Guaira”, desempeñó mil oficios, entre los cuales el de bibliotecario. Pero lo que más le gustó siempre fue viajar, siempre con sus títeres para chicos y grandes a cuestas, representando obras de Carlos L. García Bes, del clásico entre los clásicos, el inolvidable Javier Villafañe, Carlos Vaca y su hermano Leopoldo Castilla, titiritero y poeta como él.
Su currículo es impresionante. Viajes por Uruguay –en el Río de la Plata se hacen los mejores títeres de América y quizá del mundo-, Bolivia, Brasil, Venezuela, Puerto Rico, República Dominicana, toda la Argentina, de norte a sur y de este a oeste, casi toda España y otros países de Europa. La Secretaría General de la Unión Internacional de Marionetas le recomendó para trabajar en Nueva York. Fue invitado a varios festivales internacionales de títeres.
De estatura media, fuerte, de pelo negro y rizado, con algunas canas y el ademán escueto, “Guaira” envaina un vaso de vino tinto. Estamos en “La Parrillita”, en el populoso barrio de Villa Crespo de Buenos Aires. Nos llegan retazos de la zamba salteña “La López Pereira”, en la voz potente de Héctor Corvalán.

-- “Guaira”, ¿qué es el títere?
-- Una mística del gesto, el escorzo hecho poesía, la mímica hablada sin palabras. Es, también, un mensaje, una forma de expresión artística, un método de comunicación. Y, para mí, la razón de mi vida.
-- “El títere –añade “Guaira” Castilla- es, o significa un código de acercamiento al hombre, al que se brinda todo lo que se puede brindar con otro medio de expresión artística. Con el títere se puede hacer lo que se hace con los pinceles, la pluma o el buril”.

Su técnica es la del guante, la más difícil. Hace cualquier cosa, cualquier maravilla con una mano, con un pequeño fragmento de madera noble. Sostiene que Argentina ha heredado la técnica del guante de García Lorca, que es la mejor de Latinoamérica y se está perdiendo, por su dificultad.
“Guaira” se reconoce discípulo de Villafañe, al que califica de “gran maestro”, gran difusor del títere en América Latina, uno de los pocos que han paseado el títere argentino por todo el mundo.
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-- ¿Hay títeres para niños y títeres para adultos?
-- No, hay títeres, simplemente. Lo que pasa es que el niño participa más, constituye el público más puro y, a la vez, el más exigente. Te marca el clima. Y te lo puede romper, también.
-- ¿Qué se necesita para ser titiritero?
-- Pasión. Y luego, claro, dominio de la expresión, habilidad manual.

“Guaira” revela que su género es la pantomima, que investiga y estudia constantemente. Sus obras favoritas son “Celos”, “El hipo”, “El dormilón”, “Historia con las flores”. Sus personajes, “La gallina que pone huevos”, “El vampiro”, con el que empezó a experimentar.
Escribe relatos de sus experiencias de titiritero trotamundos: una suerte de memorias adelantadas, hojas sueltas de su rica bitácora viajera. Toca la guitarra. Es “amiguero” por devoción. Lee constantemente poesía, sobre todo –“me he criado entre poetas...”-

-- ¿Mensaje?
-- Habría que ser niño o titiritero.

“El Guaira”. El viento...


© José Luis Alvarez Fermosel