lunes, 30 de diciembre de 2013

¡Feliz 2014!




¡Que seas muy feliz en 2014, amigo!
Se empeñen quienes se empeñen en hacerte desdichado, nadie podrá quitarte la alegría de vivir si te esfuerzas en mantenerla contra viento y marea, amigo, amiga.
Saborea las nuevas horas como los españoles las doce uvas de la suerte.
Bailemos todos, amigos, la danza de las horas con fe y con ilusión. La vida empieza siempre.
Las ruedas del carro de la verdad y del amor aplastarán en el camino polvoriento las uvas podridas, desgajadas del racimo de las uvas de la suerte, que son los males que nos aquejan.
Demos ejemplo, “urbi et orbi”, de honradez, de moralidad, de templanza.
Extendemos nuestros buenos deseos a todos aquellos que están en otras latitudes, algunos disfrutando de Navidades Blancas, otros con calor y dificultades.
Que conjuren las crisis los paises del mundo que reciben al nuevo año todavía sumidos  en ellas.
Y para todos, amigos, buena salud, prosperidad, logros.
Unámonos todos para tratar, por lo menos tratar de que en el año 2014 el mundo sea mejor. El mundo que nos merecemos.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 28 de diciembre de 2013

Caos en Buenos Aires



Faltan la luz, el agua y las comunicaciones están interrumpidas en extensas zonas de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires (cinturón suburbano que rodea la capital).
Dicen que es por el calor –de 30 a 40 grados al sol-. Como todo el mundo utiliza artefactos eléctricos la tensión sube y los generadores revientan, dicho en el lenguaje del pueblo.
La gente se ha echado a la calle para protestar, percutiendo cacerolas, por una situación que se repite todos los veranos y de la que se responsabiliza a las empresas privadas que abastecen de energía eléctrica a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA).
Las protestas alcanzan a las autoridades de los gobiernos de la ciudad y la nación, a las que se considera afectadas por una mefítica combinación de incompetencia y desidia.
Más de 8.000 tiendas tuvieron que cerrar sus puertas –en plenas fiestas de Navidad y Año Nuevo-, sobre todo las que expenden alimentos que necesitan ser mantenidos en neveras y refrigeradores. No funcionan los semáforos en infinidad de calles. Varios hospitales de zonas céntricas y barrios, entre ellos el Hospital de Niños, trabajan a medio gas.  
Durante seis días yo no he tenido teléfonos ni Internet y hoy tuve un corte de luz de cinco horas.
Por tanto, no pude comunicarme, para desearles una felices fiestas, con familiares y amigos a los que aún no había escrito al respecto.
Me considero afortunado, empero, y casi me da vergüenza contar ésto cuando hay gente que lleva dos semanas sin energía eléctrica ni agua en populosas barriadas de Buenos Aires. Mucha de esa gente es anciana, o tiene niños recién nacidos, o de muy corta edad.
Algunas de las personas que pasan por ese trance, entrevistadas por televisión, dijeron que ninguna de las autoridades, portavoces de empresas encargadas de la provisión de energía eléctrica y otros organismos oficiales les dijeron algo más alentador que el problema no tiene una solución inmediata. “Los cables están muy viejos y no aguantan”, explicó uno de los voceros.
- Es por el calor -me dicen-. Todos los años pasa lo mismo. Buenos Aires colapsa en verano. Pero hay otras ciudades en el mundo en las que también hace calor en verano –que es lo suyo-, y más que aquí. Y no faltan la luz ni el agua, ni se interrumpen las comunicaciones.
Mi interlocutor no quiere dar su nombrs. Le pregunto si el caos estival bonaerense de ritual se debió, todos estos años, a la falta de previsión y la dejadez de los encargados de que no se plantéen esos problemas en el estío de Buenos Aires, y de que si se plantean, resolverlos
- ¡Claro! –responde con una sonrisa, dando por sentado que todos los veranos tiene que pasar lo mismo, que todo es y será siempre así.
Ah, una funcionaria del gobierno de la provincia de Buenos Aires, declaró en Twitter: "Se cortó la luz en Recoleta!!... Bien ahí!! A LOS ENEMIGOS GORILAS NI JUSTICIA!!"
La Recoleta es un elegante distrito de Buenos Aires donde hay varias embajadas, hoteles y restaurantes de lujo, joyerías y comercios de ventas de artículos de regalo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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sábado, 21 de diciembre de 2013

Navidad



Si los ánimos están bajos, la moral –y lo moral- deben estar en alza para que en esta Navidad predominen, sobre otros sentimientos, el amor al prójimo, la justicia, la honradez, el respeto, la bondad, la decencia, la humildad, las ganas de estar todos unidos brindando por un mundo mejor en el que podamos vivir en armonía y paz todos, cada uno con sus creencias, su forma de ser, sus puntos de vista.
Que la Navidad nos impulse, al menos, a dejar atrás todo lo negativo que da lugar a resentimientos, pugnas, malas acciones, abusos, agravios, injusticias.
Felicidad, júbilo, paz y bien para todos en amor y compañía.

© J. L. A. F.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Especialmente Malena



Si Malena hubiera existido no habría cantado el tango como ninguna. Fue Nilda Vattuone, conocida artística y universalmente como Nelly Omar quien cantó esa popular y querida composición del dos por cuatro como ninguna.
Especialmente “Malena”, que dicen que un grande del tango, Homero Manzi, escribió para ella.
Se nos ha ido, a los 102 años, después de una etapa de padecimientos y confinamiento en una silla de ruedas.
No puedo reprimir un escalofrío: mi madre murió a la misma edad y en silla de ruedas sus últimos años. Le encantaba el tango. Cuando viajaba a Madrid le traducía los términos en lunfardo que salpican casi todos los tangos.
El férreo carácter de Nelly y su determinación la impulsaron a seguir cantando hasta el final, a pesar de sus limitaciones físicas. Ultimamente actuaba sólo en determinados acontecimientos y en festivales.
Era frontal y valiente. Soportó el exilio político y la tristeza del amor secreto: no hay peor sufrimiento.
Dice Horacio Salas en su libro “Homero Manzi y su tiempo”, en el capítulo “Nelly Omar: un largo adiós”:
“Durante muchos años, por atendibles razones de discreción, la cantante Nelly Omar se mantuvo en silencio respecto de su dilatada relación sentimental con Homero Manzi”.
Divorciada en 1943 del doctor Antonio Molina, Nelly comenzó su idilio con el escritor, político, periodista, cineasta y amante de la radio, la noche, el juego y el amor: uno de los personajes que más admiré siempre.
Nelly Omar bordaba la canción, cualquier tipo de canción, no sólo el tango. Pero, lógicamente, ponía todo su sentimiento en los tangos que Manzi escribió para ella: “Torrente”, “Fuimos”, “Solamente ella”, “Después”, “Sur”…
La llamada “La Gardel con pollera” recibió premios y honores y fue nombrada Embajadora del Tango en 2002.
“Malena” y “Sur” son para mí, que soy un gran aficionado al tango, los dos mejores.
Ya no podré escuchárselos a Nelly Omar, una extraordinaria artista y un extraordinario ser humano, cuya muerte me entristece profundamente.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 18 de diciembre de 2013

O'Donnell y "Chester"





Hablaba yo aquí hace unos días en clave de humor –con su miajita de ironía- de los intelectuales a la violeta que se enchinchan cuando alguno de los suyos, o de los intelectuales de verdad escriben de vez en cuando en las redes sociales, o donde sea, de mascotas, esas cosas maravillosas del comercio y el bebercio y de árboles, incluídos los de Navidad, que tanto se ven por todas partes en estas fechas.
Traía yo a colación a Pacho O´Donnell –prestigioso doctor en Medicina especializado en Psiquiatría y Psicoanálisis, historiador, dramaturgo y polígrafo- como capaz de escribir sobre cualquiera de los temas citados antes sin que se le cayeran los anillos.
Hoy releo su brillante y emotivo relato –o una de sus versiones- sobre su exilio en Madrid durante parte de los años del gobierno militar argentino.
Es una clase magistral publicada en la revista Noticias de Buenos Aires el 7 de octubre de 2006, con el título El exilio político y económico, una constante de la Argentina contemporánea.
En un párrafo de ese excelente trabajo O´Donnell menciona el jamón de Jabugo español. ¡Gastronomía!
En cuanto a las mascotas, copio al pie de la letra otra parte del texto de O´Donnell:
“Chester” era un labrador negro de pura raza que una desaprensiva inglesa que regresaba a su país y no deseaba llevarlo consigo lo arrojó en su apuro hacia el aeropuerto en brazos de mis hijas que jugaban en la vereda. Una ayuda de Dios, seguramente conmovido por nuestro infortunio. Era extraordinariamente inteligente e intuitivo y cumplió varios roles a la perfección: guardián de la familia porque aprendió a ser bravo y temible para los demás, reemplazó a las abuelas de nuestras pequeñas cuando salíamos y quedaban a su cuidado con nuestra absoluta confianza, fue el mejor compañero de juegos de Camila y Agustina sustituyendo a los varios primos que habían quedado lejos, también un muy entretenido compañero de viaje que alegraba con sus ocurrencias. Cuando regresamos por fin a la Argentina con “Chester” todos esos roles fueron reasumidos por aquellos a quienes les correspondían y por eso fue razonable, pero lamentable, que una noche desapareciera para siempre. Su misión había sido cumplida como un maravilloso ángel de la guarda y su memoria siempre se carga de emoción y gratitud.
Hay otras cosas en qué fijarse y acerca de las cuales escribir, además de la política, la economía y lo que ahora ha dado en llamarse filosofía.
Tratar de cosas de la vida, de las que le pasan a uno o de las que ve en la calle, de cocina, de  mascotas, de árboles de Navidad o de cualquier árbol –la Argentina tiene unos árboles preciosos- no es fútil, ni vacuo, ni trivial.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

lunes, 16 de diciembre de 2013

¡Adiós, Mister Chips!

No es que siempre hiciera de “gentleman”, es que era un “gentleman”. En la pantalla y fuera de ella.
A pesar de ser irlandés hablaba el inglés británico con la pronunciación que hubiéramos querido tener todos los que hablamos ese idioma. La película de dibujos “Ratatouille” merece la pena verse también por escuchar su voz en “off”, encarnando a un atrabiliario crítico de gastronomía.
Me estoy refiriendo al gran actor y caballero “debonair” y elegante Peter O’Toole, muerto ayer en un hospital de Londres.
Dicen que murió del corazón. Siempre se muere uno finalmente del corazón -aunque en realidad se muera del hígado-, en cuanto el músculo cardíaco deja de hacer fuerza.
Murió longevo, a pesar de haber vivido y bebido desaforadamente. Quizás habría muerto antes si hubiera hecho una vida sana y ordenada. Así que a él también… ¡que le quiten lo “bailao”!
Se consagró haciendo del enigmático, retorcido y heroico militar, espía, arqueólogo y escritor inglés Thomas E. Lawrence, que luchó en el frente turco durante la Primera Guerra Mundial.
La película se titulaba “Lawrence de Arabia” y fue dirigida por David Lean en 1962.
Parte de ella se rodó en Sevilla y otras ciudades de Andalucía, en el sur de España. Dicen que cuando se acabó el rodaje y O’Toole y su amigo Omar Shariff se fueron, subió el precio del jerez.
Se consagró con su papel en “Lawrence de Arabia”. Llegó al rodaje con poca experiencia, pero fue nominado al Oscar por su excelente interpretación. Fue seleccionado ocho veces y al final le dieron uno por trayectoria en 2003.
Insufló la misma vida y el mismo carisma a Mister Chips, el entrañable profesor de “Adiós, Mister Chips”, en una segunda versión del film de Sam Wood de 1939, que protagonizaron  entonces Greer Garson y Robert Donat.
Dio en el clavo con su Lord Jim, el contradictorio y paradójico héroe de Josep Conrad.
El, O’Toole, quizás fuera un personaje de sí mismo; un muchacho extravertido, simpático y juerguista pero de buen corazón a quien llamaban en los estudios “el loco irlandés”.
Seguro que le hubiera caído bien a Thomas de Quincey, quien dijo que pensaba con placer y cariño en todos los golfos que conoció, que no fueron pocos.
¡Qué pena que se haya ido! ¡Qué pena que se vaya gente así!
¡Adiós, Mister Chips/O’Toole!

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 15 de diciembre de 2013

Para leer en domingo



Para leer en domingo. Podría ser el título de un nuevo rubro para este blog, u otro conjunto de escritos –pequeños ensayos, tal vez-.
De cualquier modo, hay, o yo creo que hay –digamos, mejor- lecturas especiales para el domingo: un día tan traidor como el escorpión. Apenas comienza el crepúsculo vespertino te clava su aguijón y te inocula el síndrome del domingo por la tarde, que ha causado tantas víctimas.
El domingo hay que leer humor, cuanto más intenso, cuanto más disparatado, mejor. Por  ejemplo: Pierre Daninos, Mark Twain, Chesterton, Wodehouse. ¿Y por qué no Groucho Marx, O´Henry, Borges, Wenceslao Fernández Flórez, Enrique Jardiel Poncela…?
A mí el domingo pasado me fue muy bien releyendo el Sartor Resartus de Carlyle, de quien Borges –ya que le hemos citado- dijo que “(…) escribió proféticamente, en pleno siglo diecinueve, que la democracia es el caos previsto de urnas electorales y aconsejó la conversión de las estatuas de bronce en útiles bañeras de bronce”.
Leí por primera vez a Thomas Carlyle en inglés -su idioma- en Londres. La edición de Corregidor de Sartor que tengo ahora está impecablemente prologada, acotada y traducida por Enrique L. Revol. (¡Al fin, un buen traductor!)
Este domingo me dispongo a regocijarme con Del asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey: una edición de Nueva Caledonia Editora, prologado nada menos que por André Breton y aceptablemente traducido por Diego Ruiz.
En general, los raros individuos que provocaron mi desagrado en este mundo eran personas florecientes y de renombre. En cuanto a los pillastres que conocí, y no son pocos, pienso en todos ellos sin excepción, con placer y cariño.

Capacidad crítica

Eso dijo De Quincey, un escritor inglés enjuto y sufrido, con una enorme capacidad crítica; de la literatura inglesa de su época y de la sociedad en general.
De vasta cultura de fundamento grecolatino pasó por el periodismo como otros, como casi todos; llegó a ser editor de The Westmoreland Gazette.
(¡Qué vidriera tan deseada, en la que se instalaron y aun se autoadmiraron tantos es el periodismo, o mejor dicho, el columnismo!)
Bien. Sigamos con Thomas de Quincey, un autor excepcionalmente original para su época (el Romanticismo). Estuvo influido por Allan Poe y Baudelaire. Este último le consideraba más merecedor que cualquiera de la singularización de humorista con todas las de la ley.
Quizás ésta sea la clave de la obra de Thomas de Quincey, un excelente escritor de pluma buída que despreció por sistema las reputaciones establecidas.
Su camino no estuvo precisamente alfombrado de rosas, pero no fue un resentido. Al contrario: quizás nadie mejor que él se haya compadecido tan profundamente del sufrimiento humano.
Conservó hasta el fin de sus días la hermosa costumbre de bromear en medio del dolor.  
El asesinato considerado como una de las bellas artes es una de sus obras más leídas y celebradas. Contiene punzantes reflexiones sobre el que considera arte de hacer pasar a mejor vida al prójimo.
Evita cuidadosamente caer en la vulgaridad, el peor de los crímenes para De Quincey.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 11 de diciembre de 2013

De intelectuales, mascotas y arbolitos



Al intelectual leído y… “escribido”, como mandan los cánones, que antes tenía tertulia en el bar La Paz –donde todo el mundo pedía guerra- y en otros de los llamados “cafés de artistas”, no le parece muy ortodoxo que quienes escriben lo hagan, aunque sólo sea alguna vez, sobre temas que él considera de escaso, o nulo interés como la gastronomía, perros y gatos –los de uno y los de otros-, obras de pintores famosos y atardeceres con árboles que un fotógrafo hábil y con buen gusto convierte en cuadros.
Hay que escribir sobre cosas serias como, en primer lugar, la política, la economía; y luego la filosofía, la literatura. Los arbolitos de Navidad bien están para los “Christmas”.
La literatura de ayer, de hoy y de siempre que cultivaron con excelsitud Proust, Thomas Mann, Milton, Fernando Arrabal y, ¡naturalmente!, James Joyce, con su “Finnegans Wake”. Borges, no: no fue lo suficientemente oscuro. Además, era de derechas.
La literatura es una cosa muy fuerte, no es cuestión de debilitarla con bagatelas. La literatura es privativa de los intelectuales.
Siempre que oigo la palabra intelectual, no es que saque la pistola –que no tengo-, sino que se me enciende el pelo.
Entonces me pongo a leer a Juan José Sebreli, un pensador que supo enfrentar, con conocimiento de causa y decisión, las corrientes políticas e intelectuales que metieron tanto ruido en su día, para caerse enseguida a pedazos, como recordó el periodista Jorge Fernández Díaz –lo cito casi al pie de la letra-. 

La cultura

Pacho O’Donnell, que escribe en estos días sobre treinta años en la vida y la cultura argentinas, sostiene que a pesar de que le han definido como intelectual de acción, aborrece la palabra intelectual. Asegura que, en todo caso, se identifica con Jauretche, que se definía como un intelectual reo, y dice de sí mismo que abjura de los preceptos y las pautas de la intelectualidad argentina, tan europeizada.
A O’Donnell -prestigioso médico argentino especializado en psiquiatría y psicoanálisis, historiador, político y escritor- no se le caerían los anillos por escribir un día sobre mascotas, o sobre gastronomía, si es que no lo ha hecho ya.
He leído -entre otras obras de O’Donnell-, un exhaustivo y emocionado relato de su exilio en Madrid, donde habla muy bien de los españoles, que le acogieron con los brazos abiertos y le dispensaron su simpatía y su afecto. Contaba anécdotas menudas, cosas de la calle y hechos de interés humano con un estilo suelto, sencillo y colorido.
Escritores de primerísima línea españoles, argentinos, latinoamericanos y de otras nacionalidades escribieron frecuentemente sobre cocina, mascotas y árboles de Navidad y de los otros, como Antonio Gala, Francisco Umbral, Manuel Vázquez Montalbán, Rosa Montero, Maruja Torres, Manuel Vicent, Xavier Domingo, Nestor Luján…; Nicolás Cócaro, Osvalo Soriano y Roberto Fontanarrosa –los tres argentinos, ya desaparecidos, por desgracia-; el peruano Vargas Llosa, el chileno Jorge Edwards, el mexicano Carlos Fuentes… 
Baudelaire escribión un poema titulado “Los gatos”.

La intelectualidad

La literatura es un arte y su instrumento es la palabra, o el conjunto de saberes que nos permiten leer y escribir correctamente. (Entre paréntesis, lo último es muy infrecuente, en la actualidad).
La literatura, los libros están presentes en la red de redes, que aglutina grupos de libreros y difunde mucha literatura.
- Pero, la Intelectualidad…, ¿qué es la intelectualidad?
- Para la revista “Noticias” –que se edita en Buenos Aires- la palabra, el concepto de  intelectual está más vapuleado que los títulos nobiliarios. Quizás quiera decir que la intelectualidad va y viene y los que se creen y autotitulan intelectuales son legión; y a ellos también los traen y los llevan, y los vapulean -¡en sentido metafórico, naturalmente!-.
A continuación, y después de repasar parte del brillante historial de Pacho O’Donnell, el semanario de Jorge Fontevechia califica el término intelectual aplicado a O’Donnell de mote.
Según el diccionario de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, intelectual viene de inteligente.
El poeta y dramaturgo español José María Pemán dijo en un artículo publicado en el diario monárquico español ABC: “El hombre, aun habiéndose intelectualizado y civilizado tanto, tropieza a menudo con seres animales, vegetales y minerales que parecen mejor dotados por la Providencia”.
No creo, pues, que sea desdoroso, fútil o frívolo para un intelectual dar una receta de cocina o escribir de vez en cuando sobre mascotas y árboles, que son, por otra parte, de mucha utilidad para el hombre, intelectual o no.

“… En Chicote un agasajo postinero,
con la crema de la intelectualidad,
y la gracia de un piropo retrechero,
más castizo que la calle de Alcalá.”

¿Por qué no definir la intelectualidad como la palabra que figura en la parte final del chotis “Madrid”, de Agustín Lara?

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 5 de diciembre de 2013

Murió Madiba invicto



Ha muerto Nelson Mandela, Madiba para su pueblo. Un líder libertario que queda en la historia como un hito. Fue, como en su poema favorito, “Invicto”, señor de su destino y el capitán de su alma. Quizás el epitafio que se grabe en su tumba pueda ser el poema en cuestión del escritor inglés William Ernest Henley.

Lejos de la noche que me envuelve
como un pozo, negra de polo a polo,
agradezco al dios que exista
por mi espíritu inconquistable.

Atrapado entre las garras de esta circunstancia
No hice un gesto de dolor ni lloré en voz alta
Ante las puñaladas que me deparó el azar
Mi cabeza sangra, pero no se inclina.

Más allá de este lugar de ira y lágrimas
no se avecina más que el horror de la sombra,
Pero la amenaza de los años por pasar
me encuentran y me encontrarán sin miedo

Ya no importa cuán estrecha sea la puerta
ni cuantos castigos acumule.
Yo soy el señor de mi destino
Yo soy el capitán de mi alma.

Este poema fue el predilecto del heroico y sufrido líder pacifista sudafricano Nelson Mandela, quien ocupa un sitial de honor en la historia universal por haber terminado con el oprobio del “apartheid”.
Mandela tuvo siempre consigo el poema durante sus 28 años de cárcel.
En un momento de la película “Invictus”, dirigida por Clint Eastwood, con Morgan Freeman como Mandela, éste se lo da a Matt Damon, que personifica a Francois Pienaar, capitán de la selección sudafricana de rugby que ganó el campeonato del mundo en 1995. Fue un discurso de Theodore S. Roosevelt lo que Mandela dio a Pienaar al entregarle el trofeo.
El 24 de junio de 1995, los “Springboks” de Sudáfrica, capitaneados por Pienaar, obtuvieron la Copa Mundial de Rugby al derrotar a los “All Blacks” de Nueva Zelanda por 15 a 12 en el estadio Ellis Park de Johannesburgo.
Mandela, luciendo una camiseta de los “Springboks”, entregó la copa a Pienaar; y a continuación, el discurso de Roosevelt. El jugador dijo al recibirla que no era sólo para los 60000 aficionados que abarrotaban el estadio Ellis Park, sino para 43 millones de sudafricanos.
Esa afirmación fue considerada como un simbólico punto final de la campaña lanzada por Mandela contra la ignominiosa segregación racial en Africa del Sur.
La película “Invictus” se basa en el libro “Playing the enemy” (Jugando con el enemigo) del escritor inglés John Carlin.

© José Luis Alvarez Fermosel

Traductores


Encuentro unos cuantos libros en un rincón de la biblioteca que creía que se habían perdido en la mundanza.
Casi todos son novelas y relatos policiales, de aventuras y alguno que otro de espionaje, escritos por Bret Harte, Hermann Melville, Jack London y otros más cerca en el tiempo, como Graham Greene, Simenon, Larry Collins, John Le Carré…
Abro algunos, los hojeo y encuentro anotaciones hechas por mí en los márgenes la última vez que los leí.
Son correcciones a errores de traducción, o lisa y llanamente a malas traducciones. Vaya el primer ejemplo: Sus palabras estaban diseñadas para comunicar valor a sus mariscales… Quizás hubiera sido mejor decir: Sus palabras estaban destinadas a infundir valor a sus mariscales.
En otro libro se lee: Viejo Oporto rancio por vino de Oporto añejo.
Abundan las cacofonías y los hiatos, como pequeña peña o una enmarañada tela de araña. Choque de eñes.
Y palabras, expresiones y nombres extranjeros mal escritos, como “leit motif por “leit motiv”, y Van Dike. El verdadero apellido del gran pintor flamenco es Van Dyck –que, entre paréntesis, creó la moda que se conserva hasta ahora de usar bigote y perilla, o “chivita”, en vez de barba completa-.
Un ingeniero eléctrico es en realidad un ingeniero electrónico, alférez no es un título, sino un grado militar y un desagüe no se emboza, sino que se atasca, se atranca, se tapa o se obstruye.

Confesión

Confesionario y no confesonario.
El agente estaba detrás mío. Se dice el agente estaba detrás de mí.
Con los dientes, descorchó una botella de Chambolle Mussigny. ¡Dios mío, qué dentadura!
Maquillista para mí es maquillador. Pero vaya uno a saber si la Real Academia Española, que tanto y tan bien contribuye a la confusión general, habrá adoptado ese término.
Como siempre, casi todos los traductores de novelas policíacas, por no decir todos confunden revólver con pistola –¡qué increible!- y degradan a Maigret llamándole inspector, cuando es comisario
Hay traductores muy buenos, como Josefina Delgado, Giménez Jr., Julio Gómez de la Serna, Torrente Malvido, López Pacheco, Fernández de Castro, Sánchez Dragó, Ernest Jordá…
Otros, en cambio, son bastante chapuceros, perdón. Lo más raro es que, al parecer, cuando terminan sus traducciones nadie les echa un vistazo final para ver si hay algún error. Dan por sentado que todo ha de estar bien. Y hacen mal, porque ya se sabe que errar es humano.
Escribir bien no es difícil, ni fácil. Sencillamente, hay que saber. Hoy en día se escribe mucho y muy mal.
Habría que quedarse más tiempo en casa, leyendo, estudiando y aprendiendo. Ya lo dijo Pascal: “La mayoría de los problemas que se les plantean a los hombres es por no quedarse solos y tranquilos en sus casas”.

© José Luis Alvarez Fermosel

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miércoles, 4 de diciembre de 2013

Atardecer en Escobar



Parecen los achaparrados árboles de la sabana africana; pero son árboles de los pagos de Escobar, alineados casi de cara al sol débil del crepúsculo vespertino, que tan buen juego da a escritores, pintores y fotógrafos.
Escobar es uno de los 135 partidos de la provincia de Buenos Aires. Dista 50 kilómetros de la Capital Federal. Recibió durante el gobierno de Arturo Illia la poética denominación de Capital Nacional de la Flor. Todos los años se celebra en esta ciudad la Fiesta Nacional de la Flor.
La fotografía resalta hábilmente el claroscuro, que desde Polignoto no deja de ocupar un lugar destacado en la pintura. Fotografiarlo parece más fácil que pintarlo, porque el claroscuro es fotogénico. Pero no cualquier fotógrafo puede hacer un cuadro de una foto, aunque luces y sombras estén a su favor.
Claroscuro. Luces tamizadas. En una parte del cielo, el sol parece disgregarse y caer en partículas sobre el paisaje, como cayó Júpiter, convertido en lluvia de oro, sobre el vientre de Danae para seducirla.
Otro retal del pálido cielo azul va tornándose rosa; y esta fusión cromática es ornamental y melancólica a la vez: lo último porque significa, o certifica que el día toca a su fin.
En cualquier caso, la foto es muy buena. Entre otras cosas porque demuestra que un paisaje humilde –apenas unos pocos árboles, retazos de cielo- puede ser tan grato a la vista y tan entrañable como cualquier otro lujoso de baobabs, cataratas, oscuras nubes preñadas de tormenta y otro cielo de color lapislázuli, condecorado por el prendedor de diamantes de la Cruz del Sur. 

Foto: © M. S. A. F.   

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 2 de diciembre de 2013

El toro de la Dehesa de la Villa



Estaba sentado en una piedra, a la vera de un frondoso pino, más o menos a cierto recaudo del sol quemante del mediodía madrileño, en plena Dehesa de la Villa de Madrid.
Me entregaba a la tarea de sacarle punta a un palitroque con una navaja marinera.
La ocupación, y más que nada la navaja marinera, me hacían sentir como un personaje de Mark Twain, si bien el paisaje no tenía nada que ver con los de las obras del creador de Tom Sawyer y Huck Finn.
La Dehesa de la Villa es un pinar inmenso, con ciertas características de bosque en alguno de sus tramos.
La navaja me la había dado Chiqui, el hijo de Pepe, el del alquiler de bicicletas, a cambio de una colección de revistas infantiles de El Guerrero del Antifaz.
De ponto llegó mi hermano Manolo, corriendo a todo correr y balbuceando:
- ¡Un toro, un toro…!
- ¿Un toro?
- ¡Sí, sí, un toro negro, enorme, con unos cuernos así de grandes, y a no más de cien metros de aquí!
Conociendo la portentosa imaginación de mi hermano, y su irreprimido sentido del humor, pensé en principio que se trataba de una de sus bromas, y le tomé el pelo un rato.
Pero insistió e insistió, con tal convencimiento, que decidí escucharle, por lo menos.
- Bueno, ¿y dónde está ese toro? -le pregunté-. 
- No lejos de la carretera, cerca de la caseta de los guardias -me respondió-.

Los guardias

Los guardias eran una especie de somatenes de garabatillo que llevaban una casaca verde con insignia, cruzada por una bandolera de cuero y colgadas del hombro herrumbrosas carabinas cargadas con cartuchos llenos de granos de sal gruesa, que no penetraban en la piel como los perdigones de plomo de las escopetas de caza, si te alcanzaba un disparo, sino que dejaban roja y ligeramente dolorida la zona del impacto.
Los destinatarios de esos tiros -casi salvas-, eran arrapiezos que se subían a los pinos y los despojaban de sus frutos: grandes piñas verdes prietas de pulpa lechosa y piñones. Los depredadores arrojaban las piñas al suelo alfombrado por agujas de pino, donde las recogía el ”socio”, que había elegido el trabajo más fácil.
Esas piñas se vendían luego por unas pocas pesetas en las bocas del metro.
En aquella época de prohibiciones, arramblar con las piñas de los pinos constituía un robo y los guardabosques tenían la obligación de perseguir y detener a los…”ladrones”, aunque fuera a tiros de sal.

El “beau geste“ de Xavier Domingo

Hablando de la venta clandestina de piñas a los pasajeros del metro, recuerdo por una asociación de ideas el “beau geste” de Xavier Domingo.
Domingo y yo trabajamos en la France Presse (AFP), en París y en Buenos Aires.
Una mañana gris –tan frecuentes en la Ciudad Luz-, Xavier Domingo, que andaba cerca de la salida de una estación de metro, no recuerdo ahora cuál, observó que la gente salía con cara de sueño, con mala cara. ¡Naturalmente! ¿Quién sale riéndose del metro para ir a trabajar un día en que va a llover, después de haberse levantado muy temprano?
Xavier, ni corto ni perezoso, se fue a uno de los muchos bares de los Campos Elíseos de los que era cliente habitual, contrató a un camarero y se lo llevó al metro provisto de un cubo con hielo, una botella de champán y unas copas. A cada persona que salía le ofrecía una.
Pero volvamos al toro, el verdadero protagonista de esta historia.

El verdadero protagonista

Ni mi hermano ni yo habíamos visto más cornúpetas que los que nos mostraba la televisión cuando transmitía corridas de toros, que se veían del tamaño de conejos.
O sea, que sólo de pensar en ver un toro de cerca nos subía la adrenalina a niveles altísimos, por no decir que nos entraba un canguelo (1) de no te menées.
Pero había que hacer de tripas corazón y acercarse al toro. Sobre todo yo, que tenía que demostrar a mi hermano –seis años menor- que a mí no me asustaba nada ni nadie, como él creía.
De modo que abrí la marcha, camino del toro, apretando poco menos que convulsivamente en mi mano el palo que no había terminado de afilar.
El balsámico aroma de la resina de los pinos se mezclaba con el de las hojas de los eucaliptos –el manjar favorito de los kohalas-, que no faltaban en el gran parque.
El sol pegaba de firme. Un lagarto verde y naranja que dormía la siesta al lado de un árbol, se despertó bruscamente, al sentir que se acercaba alguien, y corrió a su madriguera.
Unos pasos más y el toro apareció ante nuestros ojos.

El toro era enorme

El toro era enorme –o al menos así nos pareció a nosotros-. Y negro, del mismo color negro de los cuervos, negro con reflejos azules. Tenía una estrella blanca en la frente.
Nos detuvimos en el acto. Y nos quedamos petrificados, como si una hada maléfica de alguno de los cuentos de los hermanos Grimm nos hubiera convertido en estatuas.
El toro tenía quietud, solemnidad y empaque de tótem. Parecía estar limpio y cuidado, eso sí. Su pelaje brillaba al sol, como bruñido. Daba una tremenda impresión de solidez, de imponencia.
Tenía la cabeza baja y se veían claramente sus cuernos grandísimos y agudos, de un color entre grisáceo y marfileño.
Mi hermano se recobró antes que yo:
- Bueno, ¿y ahora qué hacemos? –preguntó-.
- Pues acercarnos… y presentarnos –le respondí, extrayendo el sentido del humor de no sé dónde.

Avancé unos pasos…

Avancé unos pasos y mi hermano me siguió, siempre pegado a mí.
Ganamos terreno lentamente, hasta plantarnos muy cerca del toro, tan cerca que debió olfatearnos, porque levantó la cabeza, clavando su mirada en nosotros.  
Los ojos abultados, bajo cortas pestañas más claras que el pelo, eran ambarinos, a pesar de no darles la luz del sol, que aclara el color de los ojos, convirtiendo los negros en castaños oscuros. En realidad no hay ojos negros, sino color café más o menos cargado, a la luz del sol o de cualquier otra, siempre que sea intensa.
El toro que a nosotros nos parecía inmenso era en realidad un ejemplar de regular tamaño, más bien grande, pero nuestro miedo le agigantaba.
Se limitó a mirarnos y a mover la cola, lo cual podría haberse interpretado como un gesto de saludo… ¡o de impaciencia!
Permanecimos unos minutos frente a él. Lo mirábamos y nos miraba: él sin aparente animosidad, más bien con cierta displicencia.

Una manifestación de medalaganismo

Al cabo, el toro defecó mayestáticamente. El acto fue para mí una clara y rotunda manifestación de medalaganismo, de indiferencia total por cuanto le rodeaba, que no era mucho, incluidos mi hermano y yo. Como si pensara: Yo hago lo que quiero cuando quiero, como quiero y donde quiero; y el que venga detrás, que arrée.
El astado exhaló un suspiro de satisfacción, bajó otra vez la cabeza y empezó a mordisquear algunos hierbajos.
- Bueno, pues ya está. El toro, tenías razón. Ya lo hemos visto; se ha cagado en nosotros, al menos simbólicamente. Creo que ya podemos irnos –le dije a mi hermano, que había cambiado de posición y estaba ahora a mi derecha.
- Buenos, vámonos –dijo sin mucho entusiasmo, se ve que el toro le había caído bien.
Dimos media vuelta y nos fuimos.
A partir de ese momento, íbamos todos los días a hacerle una corta visita al toro, que parecía habernos tomado cierta simpatía que expresaba moviendo el rabo, resoplando y dejándonos que le acariciáramos.
Nos hicimos amigos después de la enésima visita.

Me armé de valor…

Un día me armé de valor y le rasqué la testuz, justamente donde tenía el mechón de pelo blanco en forma de estrella. El toro giró un poco la cabeza, sacó una enorme lengua gris y me dio tres o cuatro lametones en la mano.
Mi hermano fue más lejos: le tocó el hocico. El toro sacó otra vez la lengua y le lamió también la mano a mi hermano.
Así nos enteramos de que como los perros, los gatos y otros animales, los toros expresan también su simpatía y su afecto mediante lametazos, cosa que nunca hubieramos creído.
Como tampoco creímos que fueramos a hacernos un día amigos de un toro en la Dehesa de la Villa.
Un día el toro no estaba, se había ido. O, lo más seguro, se lo habían llevado. ¿Quiénes? Pues los que lo trajeron y lo dejaron ahí -como quien guarda un coche en un estacionamiento-, nunca supimos por qué ni para qué.
Y nosotros nos quedamos sin nuestro toro, el primer animal – y no un perro ni un gato-, con el que mi hermano y yo tuvimos contacto.

Una mascota a tiempo completo

Después vimos otros toros, más o menos cerca de nosotros. Pero ninguno fue como el nuestro –porque llegamos a considerarlo de nuestra propiedad-.
Hasta que no fuimos mayores, ni mi hermano ni yo tuvimos una mascota a tiempo completo.
A lo largo de nuestra adolescencia, pasada en el campo y en la sierra, nos familiarizamos con varias especies de animales, incluidos los saltamontes, las lagartijas, las mariposas y otros de mayor tamaño, como cabras, liebres, zorros y algún burrito de grandes orejas y ojos bondadosos que nos hacía evocar al Platero de Juan Ramón Giménez.
Ninguno nos impresionó tanto como nuestra primera mascota -porque fue nuestra mascota-, Aunque no pudiéramos tenerlo en casa ni jugar con él en el jardín, aquel toro grande y bonachón de la Dehesa de la Villa, que daba lengüetazos como los perros, fue el primer animal con el que nos topamos en nuestra infancia y por el que sentimos el respeto y el afecto que sentiríamos después por todos los calificados por San Francisco de Asís de nuestros hermanos menores.

(1) Miedo en el argot barriobajero madrileño.

© José Luis Alvarez Fermosel