lunes, 2 de diciembre de 2013

El toro de la Dehesa de la Villa



Estaba sentado en una piedra, a la vera de un frondoso pino, más o menos a cierto recaudo del sol quemante del mediodía madrileño, en plena Dehesa de la Villa de Madrid.
Me entregaba a la tarea de sacarle punta a un palitroque con una navaja marinera.
La ocupación, y más que nada la navaja marinera, me hacían sentir como un personaje de Mark Twain, si bien el paisaje no tenía nada que ver con los de las obras del creador de Tom Sawyer y Huck Finn.
La Dehesa de la Villa es un pinar inmenso, con ciertas características de bosque en alguno de sus tramos.
La navaja me la había dado Chiqui, el hijo de Pepe, el del alquiler de bicicletas, a cambio de una colección de revistas infantiles de El Guerrero del Antifaz.
De ponto llegó mi hermano Manolo, corriendo a todo correr y balbuceando:
- ¡Un toro, un toro…!
- ¿Un toro?
- ¡Sí, sí, un toro negro, enorme, con unos cuernos así de grandes, y a no más de cien metros de aquí!
Conociendo la portentosa imaginación de mi hermano, y su irreprimido sentido del humor, pensé en principio que se trataba de una de sus bromas, y le tomé el pelo un rato.
Pero insistió e insistió, con tal convencimiento, que decidí escucharle, por lo menos.
- Bueno, ¿y dónde está ese toro? -le pregunté-. 
- No lejos de la carretera, cerca de la caseta de los guardias -me respondió-.

Los guardias

Los guardias eran una especie de somatenes de garabatillo que llevaban una casaca verde con insignia, cruzada por una bandolera de cuero y colgadas del hombro herrumbrosas carabinas cargadas con cartuchos llenos de granos de sal gruesa, que no penetraban en la piel como los perdigones de plomo de las escopetas de caza, si te alcanzaba un disparo, sino que dejaban roja y ligeramente dolorida la zona del impacto.
Los destinatarios de esos tiros -casi salvas-, eran arrapiezos que se subían a los pinos y los despojaban de sus frutos: grandes piñas verdes prietas de pulpa lechosa y piñones. Los depredadores arrojaban las piñas al suelo alfombrado por agujas de pino, donde las recogía el ”socio”, que había elegido el trabajo más fácil.
Esas piñas se vendían luego por unas pocas pesetas en las bocas del metro.
En aquella época de prohibiciones, arramblar con las piñas de los pinos constituía un robo y los guardabosques tenían la obligación de perseguir y detener a los…”ladrones”, aunque fuera a tiros de sal.

El “beau geste“ de Xavier Domingo

Hablando de la venta clandestina de piñas a los pasajeros del metro, recuerdo por una asociación de ideas el “beau geste” de Xavier Domingo.
Domingo y yo trabajamos en la France Presse (AFP), en París y en Buenos Aires.
Una mañana gris –tan frecuentes en la Ciudad Luz-, Xavier Domingo, que andaba cerca de la salida de una estación de metro, no recuerdo ahora cuál, observó que la gente salía con cara de sueño, con mala cara. ¡Naturalmente! ¿Quién sale riéndose del metro para ir a trabajar un día en que va a llover, después de haberse levantado muy temprano?
Xavier, ni corto ni perezoso, se fue a uno de los muchos bares de los Campos Elíseos de los que era cliente habitual, contrató a un camarero y se lo llevó al metro provisto de un cubo con hielo, una botella de champán y unas copas. A cada persona que salía le ofrecía una.
Pero volvamos al toro, el verdadero protagonista de esta historia.

El verdadero protagonista

Ni mi hermano ni yo habíamos visto más cornúpetas que los que nos mostraba la televisión cuando transmitía corridas de toros, que se veían del tamaño de conejos.
O sea, que sólo de pensar en ver un toro de cerca nos subía la adrenalina a niveles altísimos, por no decir que nos entraba un canguelo (1) de no te menées.
Pero había que hacer de tripas corazón y acercarse al toro. Sobre todo yo, que tenía que demostrar a mi hermano –seis años menor- que a mí no me asustaba nada ni nadie, como él creía.
De modo que abrí la marcha, camino del toro, apretando poco menos que convulsivamente en mi mano el palo que no había terminado de afilar.
El balsámico aroma de la resina de los pinos se mezclaba con el de las hojas de los eucaliptos –el manjar favorito de los kohalas-, que no faltaban en el gran parque.
El sol pegaba de firme. Un lagarto verde y naranja que dormía la siesta al lado de un árbol, se despertó bruscamente, al sentir que se acercaba alguien, y corrió a su madriguera.
Unos pasos más y el toro apareció ante nuestros ojos.

El toro era enorme

El toro era enorme –o al menos así nos pareció a nosotros-. Y negro, del mismo color negro de los cuervos, negro con reflejos azules. Tenía una estrella blanca en la frente.
Nos detuvimos en el acto. Y nos quedamos petrificados, como si una hada maléfica de alguno de los cuentos de los hermanos Grimm nos hubiera convertido en estatuas.
El toro tenía quietud, solemnidad y empaque de tótem. Parecía estar limpio y cuidado, eso sí. Su pelaje brillaba al sol, como bruñido. Daba una tremenda impresión de solidez, de imponencia.
Tenía la cabeza baja y se veían claramente sus cuernos grandísimos y agudos, de un color entre grisáceo y marfileño.
Mi hermano se recobró antes que yo:
- Bueno, ¿y ahora qué hacemos? –preguntó-.
- Pues acercarnos… y presentarnos –le respondí, extrayendo el sentido del humor de no sé dónde.

Avancé unos pasos…

Avancé unos pasos y mi hermano me siguió, siempre pegado a mí.
Ganamos terreno lentamente, hasta plantarnos muy cerca del toro, tan cerca que debió olfatearnos, porque levantó la cabeza, clavando su mirada en nosotros.  
Los ojos abultados, bajo cortas pestañas más claras que el pelo, eran ambarinos, a pesar de no darles la luz del sol, que aclara el color de los ojos, convirtiendo los negros en castaños oscuros. En realidad no hay ojos negros, sino color café más o menos cargado, a la luz del sol o de cualquier otra, siempre que sea intensa.
El toro que a nosotros nos parecía inmenso era en realidad un ejemplar de regular tamaño, más bien grande, pero nuestro miedo le agigantaba.
Se limitó a mirarnos y a mover la cola, lo cual podría haberse interpretado como un gesto de saludo… ¡o de impaciencia!
Permanecimos unos minutos frente a él. Lo mirábamos y nos miraba: él sin aparente animosidad, más bien con cierta displicencia.

Una manifestación de medalaganismo

Al cabo, el toro defecó mayestáticamente. El acto fue para mí una clara y rotunda manifestación de medalaganismo, de indiferencia total por cuanto le rodeaba, que no era mucho, incluidos mi hermano y yo. Como si pensara: Yo hago lo que quiero cuando quiero, como quiero y donde quiero; y el que venga detrás, que arrée.
El astado exhaló un suspiro de satisfacción, bajó otra vez la cabeza y empezó a mordisquear algunos hierbajos.
- Bueno, pues ya está. El toro, tenías razón. Ya lo hemos visto; se ha cagado en nosotros, al menos simbólicamente. Creo que ya podemos irnos –le dije a mi hermano, que había cambiado de posición y estaba ahora a mi derecha.
- Buenos, vámonos –dijo sin mucho entusiasmo, se ve que el toro le había caído bien.
Dimos media vuelta y nos fuimos.
A partir de ese momento, íbamos todos los días a hacerle una corta visita al toro, que parecía habernos tomado cierta simpatía que expresaba moviendo el rabo, resoplando y dejándonos que le acariciáramos.
Nos hicimos amigos después de la enésima visita.

Me armé de valor…

Un día me armé de valor y le rasqué la testuz, justamente donde tenía el mechón de pelo blanco en forma de estrella. El toro giró un poco la cabeza, sacó una enorme lengua gris y me dio tres o cuatro lametones en la mano.
Mi hermano fue más lejos: le tocó el hocico. El toro sacó otra vez la lengua y le lamió también la mano a mi hermano.
Así nos enteramos de que como los perros, los gatos y otros animales, los toros expresan también su simpatía y su afecto mediante lametazos, cosa que nunca hubieramos creído.
Como tampoco creímos que fueramos a hacernos un día amigos de un toro en la Dehesa de la Villa.
Un día el toro no estaba, se había ido. O, lo más seguro, se lo habían llevado. ¿Quiénes? Pues los que lo trajeron y lo dejaron ahí -como quien guarda un coche en un estacionamiento-, nunca supimos por qué ni para qué.
Y nosotros nos quedamos sin nuestro toro, el primer animal – y no un perro ni un gato-, con el que mi hermano y yo tuvimos contacto.

Una mascota a tiempo completo

Después vimos otros toros, más o menos cerca de nosotros. Pero ninguno fue como el nuestro –porque llegamos a considerarlo de nuestra propiedad-.
Hasta que no fuimos mayores, ni mi hermano ni yo tuvimos una mascota a tiempo completo.
A lo largo de nuestra adolescencia, pasada en el campo y en la sierra, nos familiarizamos con varias especies de animales, incluidos los saltamontes, las lagartijas, las mariposas y otros de mayor tamaño, como cabras, liebres, zorros y algún burrito de grandes orejas y ojos bondadosos que nos hacía evocar al Platero de Juan Ramón Giménez.
Ninguno nos impresionó tanto como nuestra primera mascota -porque fue nuestra mascota-, Aunque no pudiéramos tenerlo en casa ni jugar con él en el jardín, aquel toro grande y bonachón de la Dehesa de la Villa, que daba lengüetazos como los perros, fue el primer animal con el que nos topamos en nuestra infancia y por el que sentimos el respeto y el afecto que sentiríamos después por todos los calificados por San Francisco de Asís de nuestros hermanos menores.

(1) Miedo en el argot barriobajero madrileño.

© José Luis Alvarez Fermosel

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