miércoles, 30 de enero de 2008

Otras historias de frontera


Jorge R. Servent vuelve con sus “Otras Historias de Frontera” a tocar un tema que le es familiar y querido, al que se refirió in extenso en sus “Historias de Frontera”, que obtuvo en 2002 La Faja de Honor de la Sociedad de Escritores de la provincia de Buenos Aires.
Historias de fogatas de campaña, de vida de guarnición, de selva, de montaña, de mar…
No en vano Servent, nacido en Tinogasta, provincia de Catamarca, se desempeñó durante 33 años en la Gendarmería Nacional Argentina como oficial superior, retirándose con el grado de comandante mayor.
La palabra frontera y todo cuanto se relaciona con ella tiene magia, romance, intriga. La gente de la frontera es muy particular, tiene algo de vivencial y enigmático y ese no sé qué viril, duro, de la gente que ha estado en peligro.
Este nuevo libro de Servent sobre las fronteras cuenta historias de gentes congregadas alrededor del fogón, junto a la rueda de mate, al pie de la inmensidad de la cordillera o a la orilla de los lagos del sur. Hay emoción y hay anécdota.
Servent compatibilizó su carrera de gendarme con la de escritor. Le fue bien en ambas.
De este libro que comentamos hoy se ha dicho que en sus páginas late la plenitud de la memoria y del sentimiento repartido entre el cielo y la tierra, cuando los hombres se sienten más unidos y abiertos para compartir sus vivencias y sus sentimientos.
“Otras Historias de Frontera” fue editado por Vinciguerra en 2005. Tiene 167 páginas y los dibujos de la tapa e interiores son de Néstor Olivera.
Otro jefe de la gendarmería, Luis Gasulla Fernández, con cuya amistad nos honramos, ganó el prestigioso premio español de novela Nadal, en su edición de 1974, con “Culminación de Montoya”, que editó Destino.


© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 27 de enero de 2008

Rubaía 22

—¿El día que pasó?
¡Olvídalo!
—¿El día que no ha llegado?
¡No le temas!
¡Amigo!
No tortures el corazón
en la expectativa del día por nacer,
no quieras vivir
lo que todavía no sucedió,
y no busques lamentar
el día que ya se fue.

Sosiega,
y no corrompas la vida
con temores y quimeras.

Entre los pliegues del pasado
y el dintel del porvenir,
en esa maraña de creencias,
en medio de los engaños del mundo
y los terrores del más allá,
mantente libre
y sé feliz.


© Omar Khayyam

Omar Khayyam, o Khaiame, Kheyyám, Jayyam o de otra manera, nació en 1040 en Nisapur, en la antigua Persia. Fue un poeta excelso, vital por sobre todas las cosas, amante de la naturaleza, el vino, las mujeres, las flores, los niños, los pájaros...
Se calcula que murió en su ciudad natal a los 85 años, lúcido y sabio.
Fue también matemático, físico, astrónomo y filósofo. Vivió atribulado por la incógnita del ser.
Se refugiaba a veces en la taberna, donde el vino color rubí quizás consiguiera hacerle sentir menos apretado el dogal con que le apretaba la estolidez de los contemporáneos.
Así nacieron, probablemente, las rubaiatas –rubaía en singular-, concisas composiciones sentenciosas pero impregnadas de una sutil poesía sobre la brevedad de la vida y el destino humano, pero en clave optimista: deslumbrantes acuarelas de naturaleza, ardientes efusiones de amor, sabiduría auténtica totalmente desprovista de solemnidad, fatuidad y yoísmo. Corrían épocas con más vigor intelectual y físico que “glamour” y la moda era esquemática.
La rubaía 22, reproducida en persa sobre estas líneas, está incluída en una excelente edición de “Las rubaiatas”, traducida y prologada por el portugués Cristovam de Camargo.
La editorial Losada dio a la luz esta edición, incorporada a la Biblioteca Clásica y Contemporánea.
El diario La Nación de Buenos Aires dijo: “Camargo renunció a una traducción que siguiera la estructura rimada del original, a favor de un texto muy ajustado al pensamiento de Khayyam y su riqueza de expresión lírica. Este propósito derivó en un material de intensa belleza”.

Un hombre bajo y probablemente rico y poderoso

La casilla de “paddock” está situada en un extremo de la pista. Desde ahí se ven los caballos –de carreras, a las que va la gente a jugarse el dinero y lo pierde, como uno, o de salto de vallas y otros obstáculos-.
Erigimos aquí nuestra casilla de “paddock” a modo de garita de centinela, de ventanal que da a la calle, de esquina para ver pasar la gente y la vida.
Pues bien, iba uno ayer por la calle Florida –buen mirador-, camino del sotabanco de un zapatero remendón que le arregla a uno los zapatos, cosa ésta de llevar los zapatos a que les pongan medias suelas, o tacones, que no es propia de gente paqueta “cool”. Uno no lo es, no es paquete “cool” y lo confiesa a los cuatro vientos y a son de trompeta.
De pronto, destacándose entre la gente que iba en dirección contraria a la de uno, venía un hombre muy bajo, de espaldas anchas como las que suelen tener algunos hombre bajos, a quienes pareciera que la Naturaleza hubiera querido compensar.
El transeúnte en cuestión era feo, la verdad. Tenía la cara ancha, la nariz roma, la mandíbula enorme y la boca muy grande, que mantenía entreabierta. Mascaba chicle, se las arreglaba para mascar chicle teniendo la boca semicerrada. La goma de mascar iba y venía de un lado a otro entre los dientes, grandes y amarillos.
El hombre bajo, que representaba poco más de 50 años, tenía ese desenfado, ese caminar seguro y ese aire un poco desafiante de muchos bajitos. La expresión de sus pequeños ojos oscuros era la de alguien que no hace mucho que se ha topado con la riqueza y, por tanto, con el poder, con una cierta cuota de poder, al menos.
Era la imagen viva de la pujanza y la potencia, casi de la prepotencia. Pasó al lado de uno rozándole. Si uno le hubiera estorbado en su caminar rápido y seguro, quizás le hubiera empujado.
El hombre bajo, de tez rosácea y pelo entrecano, iba vestido de cualquier manera, con un trajo pardo, barato y arrugado y no tenía, desde luego, el aire casual y distinguido de un “chargé d’affaires”, o el aspecto relajado de quien practica judo. No alcanzaba un nivel estético ni siquiera mediano en la escala de Mercalli.
Si es verdad que los hombres de menguada estatura tienden a sobrecompensar, éste sobrecompensaba a conciencia, dueño de sí mismo y Dios sabe de cuántas personas más. Caminaba a grandes trancos, manoteando, tan derecho que parecía incapaz de doblarse, y mucho menos aún de doblegarse. Daba la impresión de ser uno de esos hombres que le espetan a uno cada dos por tres:
“Yo siempre digo…”.
Hay hombres altos, delgados, apuestos, que van por la vida con sordina, con sus dudas, su esplín y su nostalgia, sin poder y sin gloria, diremos parafraseando el título de aquella novela de Graham Greene (1).
La pinta es lo de menos, decía una cancioncilla muy popular en los años 70. Es verdad. “La belleza es una carta de recomendación que de antemano gana los corazones”, dijo Schopenhauer (2). ¡Bah, cosas de filósofos!
Los versos de Joaquín Sabina (3):

La belleza es un rabo de nube
que sube de dos en dos las escaleras,
un carné exclusivo de socio
del pingüe negocio de la primavera…

(1) Escritor inglés, autor entre otras obras de la novela “El poder y la gloria”.
(2) Filósofo alemán que afirmó que sólo el arte supera parcialmente el dolor asociado con la carencia y el deseo.
(3) Cantautor español, buen poeta de lo callejero y popular.

© José Luis Alvarez Fermosel


jueves, 24 de enero de 2008

Pilates

Entre tantas otras cosas que desde hace ya tiempo están de última moda se encuentra la gimnasia, es decir, ir al gimnasio. Si se quiere ser paquete “cool” hay que…hacer pilates y, sobre todo, seguir la filosofía de los pilates. La mayoría de los aspirantes a paquetes “cool” piensa que los pilates son palotes, pivotes, pilotes, petates, pelotas o algo así. No son nada de eso ni tienen que ver nada con Pilatos –el que se lavó las manos-.
La técnica de pilates –tal es el nombre correcto- se debe a Joseph Pilates (1880-1967), nacido en Dusseldorf (Alemania) y exiliado en los Estados Unidos, que no podía practicar deportes en su niñez y en su adolescencia por su mala salud y su débil constitución física.
Detenido en 1914 –al estallar la Primera Guerra Mundial-, como tantos alemanes residentes en Inglaterra en aquel entonces, desarrolló una técnica gimnástica que practicaron sus compañeros de prisión y él mismo, mejorando así su condición física.
La técnica en cuestión consiste en hacer determinados ejercicios en el suelo –sobre colchonetas, o con la ayuda de máquinas especiales-.
El objetivo es tonificar los músculos y mejorar la estabilidad del cuerpo. Así de fácil. No hay filosofía alguna que seguir, ni milagros que esperar, ni hacer este tipo de gimnasia eleva la posición social de quien la practica ni le da a nadie una categoría especial o significativa..
Lo positivo, lo bueno y, sobre todo, lo real es que moverse, hacer ejercicio en un gimnasio, o en la calle o en un parque, correr o caminar al menos día de por medio 40 cuadras a buen paso es muy saludable y puede resultar incluso placentero, una vez que se adquiere el hábito y uno se desenvuelve bien.
Es imprescindible, antes de empezar, hacerse una revisión médica completa y averiguar si uno está en buenas condiciones de salud.
La clave, en el gimnasio, está en la forma de trabajar. Casi nunca se hace lo que se tiene que hacer, la mayoría de las veces por ignorancia y por la soberbia que ésta genera, que suele determinar que los asistentes, sobre todo los de mayor edad -¡parece mentira!, se nieguen a seguir las instrucciones de los profesores o monitores, aduciendo que ya saben ellos muy bien lo que tienen que hacer. No lo saben.
Quienes frecuentamos regularmente gimnasios –comunes y especializados- estamos hartos de ver a esas personas matándose en las cintas o en las bicicletas durante horas, o levantando cargas demasiado pesadas con gran esfuerzo.
Así se originan los esguinces, las tendinitis, los desgarros de fibras y otras lesiones y trastornos de la salud, incluídos los infartos. La gimnasia que se hace mal, además, no sirve para nada.
Está muy bien que la gente haga pilates, o “fitness” -como se dice ahora para presumir de fino y de culto-, pero para estar mejor, no para seguir la moda o bajar la panza, que no se baja levantando pesadas mancuernas sino practicando ejercicios aeróbicos moderados y siguiendo una dieta de adelgazamiento, todo bajo la prescripción y la supervisión de profesionales de la medicina y de la cultura física.
Para hacer ejercicio hay que hidratarse bebiendo una cierta cantidad de agua antes, durante y después de la práctica, que debe ser siempre moderada. Esto deber hacerse para compensar el agua que se pierde con la transpiración.
Cuando se trabaja con máquinas con carga el arranque, o sea, el primer movimiento, también llamado la fase positiva, ha de hacerse con fuerza, contrayendo los músculos y tomando aire. La fase negativa, o el descanso, tiene que ser lenta y durante su ejecución se suelta el aire.
Es mejor repetir varias veces un ejercicio con un peso moderado -3 series de 12 ó 15 repeticiones, 3 de 20 ó 4 de 15- que manejar mucho peso en series de pocos movimientos.
Es imprescindible elongar –estirar los músculos- después de cada ejercicio, antes de pasar al siguiente, así como mantener alineado el hombro con el codo y la muñeca.
Si uno practica en su casa, lo ideal es hacerlo 40 minutos todos los días, 20 por la mañana y 20 por la tarde. Así se queman más calorías.
También es bueno caminar rápidamente. Cuanto más cortos y más rápidos sean los pasos, mayor será el ritmo cardíaco y más intenso el ejercicio.
Se debe ir al gimnasio, o hacer ejercicio, no porque esté de moda o porque se considere “chic”, o “cool”, sino para mejorar la calidad de vida –frase que se repite tanto- y alcanzar una armonía perfecta, o la mejor que se pueda, entre el cuerpo y el espíritu.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 22 de enero de 2008

Fotos al canasto

¿Pero, chica, qué haces? ¿Estás condenando al fuego, diablesa rubia de dedos largos, a tantas fotos de bellezas que podían adornar cabinas de camiones, dormitorios de jóvenes muchachos, oficinas de representantes de modelos, paredes de peluquerías y otros muchos lugares?
Las fotos de las mujeres guapas no se tiran, nena. Bajo ningún concepto. Porque alegran la vista, traen recuerdos y yo creo que hasta dan suerte.
¿Acaso lo tuyo es un acto de desesperación tranquila, oculta bajo esa sonrisa un poco forzada, porque piensas que esas imágenes coaguladas en celuloide te hacen la competencia e incluso alguna te puede ganar?
Pero, muchacha, considera, piensa, date cuenta, reflexiona: ¡son fotos, papel; las personas cuyos rostros están impresos en él no laten, no vibran, no viven, en una palabra!
Y aunque tú seas menos bonita que las chicas de las fotos, o que alguna de ellas, que a lo mejor no es así, esas imágenes merecen perdurar.
Es posible que trabajes en publicidad y estés desechando material que no sirva para la campaña que tu agencia está preparando. Así y todo, tendrías que haber tenido un poco más de tino, y no proceder al descarte a pública subasta, como quien dice.
De cualquier manera, rubiales, lo importante es que tú, que tampoco estás mal, apareces en una foto que ha inspirado unas líneas, aunque sea a un escriba de tres al cuarto.
Y, lo más importante, tu imagen no ha sido descartada en esta oficina desde la cual escribimos.
Bah, nada es importante, no sobredimensionemos las cosas. Tú eres una foto. Estás ahí, no estás, todo es ficticio, es una foto, son unas fotos, es una digresión.
Ojalá, chiquilla rubia de la foto, con la que nos hemos ido reconciliando al correr de la pluma, estés en la realidad en un lugar que te guste, tengas un trabajo que te dé satisfacciones y un buen dinero y que seas feliz. Tal como parece ser, a juzgar por la foto, tu foto.
Pero las fotografías de las chicas guapas no se tiran, niña, ni se las mira así, como diciendo: ¡hala, al canasto, qué diantre, que aquí la que manda soy yo!



© José Luis Alvarez Fermosel






domingo, 20 de enero de 2008

A vueltas con el idioma

La falta de la cultura más elemental, hoy en día, verdaderamente da miedo, afirma el escritor español Javier Marías, para quien infinidad de profesores, pedagogos, escritores, traductores, editores, periodistas, políticos, locutores y otros distribuidores del idioma saben muy poco, por no decir nada. Hay honrosas excepciones que confirman la regla, claro está.
Marías lamenta en el diario madrileño El País que, por ejemplo, se confunda a Jean Calvino (1) con John Calvin (2), o que se traduzca literalmente “stained horse” por caballo manchado, en vez de por caballo pinto o tobiano –el mal desempeño de los traductores en la actualidad merece capítulo aparte-.

Javier Marías añade que ha leído últimamente cosas como ésta: encontramos un cadáver bañándose en su propia sangre –cadáver peculiar, dotado de movimiento y dado a raras costumbres, ironiza con humor negro Marías-.
Pero hay más: las puertas se cerraron de par en par, le propició -en vez de le propinó- una serie de bofetadas; cuando ella le dio el sí, la esposó –es decir, que le puso unas esposas para que no se escapase-,
todos estaban al pendiente de lo que se decía, ella sostenía sus ojos abiertos, le vio dar manotazos con el puño cerrado, sin previo aviso comenzó a granizar….
“Leer se ha convertido ya en un suplicio”, dice Marías. ¿Y escuchar lo que dicen los medios electrónicos?
En las últimas 48 horas hemos oído decir por televisión: perá, por esperá, cuchame por escuchame, mu bueno, primiciar por dar una primicia, intencionalidad por intención, concesonario por concesionario, obsesividad por obsesión, uniformizar por uniformar, librario por libresco, cartelizar por fijar carteles, delictual por delictivo, gravitorias por gravitantes, ingestar por ingerir, exotista por exótico, botanista por botánico, concretizar por concretar, desatornillar por destornillar.
Bueno, un premio Nobel –no de literatura, claro- nacido en estas latitudes dice culturación en lugar de cultura o culturización y un cocinero que supuestamente es culto y cosmopolita, y escribe después de cocinar una suerte de poemas en prosa, por así llamarlos, al amor de la lumbre, dice mucho hambre en vez de mucha hambre, crostón por costrón, primer papa por primera papa, pinche por pincho y licúo por licuo.
No nos cansaremos de repetirlo: la sistemática y rapidísima corrupción del idioma español –y del inglés- corre a cargo de los analfabetos ilustrados, los ignorantes pretenciosos y, en vanguardia, naturalmente, los esnobs, para quienes la moda es más importante que la cultura. Y la moda ahora es retorcer palabras y expresiones castizas e inventar otras que parezcan más “cool”.


(1) Nacido en 1509 y muerto en 1564. Difusor de la Reforma Protestante en Francia y Suiza en el siglo XVI. Creó una república protestante en Ginebra. Su sistema religioso, llamado calvinismo, se distingue de las otras doctrinas protestantes por el origen democrático que atribuye a la autoridad religiosa.
(2) Nacido en 1872 y muerto en 1933. Fue el trigésimo presidente de los Estados Unidos.



© José Luis Alvarez Fermosel

El poeta pobre

Carl Spitzweg (1808-1885) nació cerca de Munich en el seno de una familia acomodada. Estudió farmacia, carrera que no ejerció nunca.
Celebérrimas en Alemania –en la acertada opinión de Stefano Zuffi-, sus imágenes suelen ser caricaturas amables de la sociedad de su época.
Totalmente autodidacta, Spitzweg fue uno de los más reconocidos pintores del romanticismo alemán. Comenzó a pintar en la convalecencia de una enfermedad, copiando los trabajos de los maestros flamencos.
Se hizo un nombre en muy poco tiempo, en una buena medida gracias al éxito de sus dibujos –era un buen dibujante- publicados en revistas satíricas.
Posteriormente, Spìtzweg visitó los más importantes centros artísticos de París, Londres, Venecia, Praga y Bélgica y refinó su técnica y estilo.
Está considerado como uno de los más conspicuos representantes del período Biedermeir –apellido ficticio de un tradicional profesor de Suabia, personaje de los diarios que daban acogida a caricaturas en sus páginas-.
Spitzweg, como otros pintores de ese movimiento, reflejó con justeza y arte una sociedad complacida y complaciente, sin muchas fantasías, con horizontes bien definidos.
“El poeta pobre” -sobre estas líneas- es una de las más conocidas obras de Spitzweg. En sus últimos cuadros campea una medida excentricidad iluminada por un humor bondadoso.
También fue autor, entre otras obras, de “Ratón de biblioteca”, “Carta de amor interceptada”, “Dos ermitaños” y “Serenata”.


© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 17 de enero de 2008

Estación, trenes, vaivenes...

El tiempo se ha precipitado en medidas confusas. Es ésta una hora crepuscular de imprecisa definición.
Definirse, reconocerse, proclamarse… Uno ha pasado el “mezzo” del camino y ha perdido varios trenes. Ahora está aquí, en una estación tan sórdida como cualquier otra, con flujo y reflujo de gente que va y viene.
El pitido de un tren, infinitamente melancólico, tensará en cualquier momento los nervios de la noche. El tren se irá y uno se quedará, volverá a quedarse. De momento, en un andén de una estación de ferrocarril, bajo una gran claraboya cruzada por hierros oxidados que apenas filtra la amarilla y sucia luz de una noche barata.
O no. Uno se irá otra vez. Uno quiere irse. Sí, ¿por qué no? Otro viaje. Más aventuras. Otro amor…
("¿Dónde vas tú, sentimental catás­trofe, roto soneto, galgo pasante por tu borrado escudo? ¿Dónde vas tú, si el capitán te mató a la puerta de tu casa?".)
Mejor, uno se queda, después de todo. Uno se ha pasado la vida yendo y viniendo, ganando y per­diendo (sobre todo, perdiendo). Ahora, uno está, cansado. Precisa­mente ahora, cuando uno ya sabe vi­vir, lo que le ha costado a uno toda una vida. ¡Es para morirse!
En la estación huele a moho, a amoniaco, a gasoil. Los andenes es­tán sucios. En la sala de espera, un anciano, un matrimonio maduro, un estudiante, una madre joven con una niña rubia.
Se apelotona la gente en la cafetería y resuenan voces por en­cima del tintineo de copas y cubier­tos. Alguien chilla. Una locomotora deja escapar vapor a presión.
Hombres, mujeres y niños con su alegría y su tristeza, sus ilusiones y su desesperanza en sus pe­tates rodantes. Se entrecruzan pasados y destinos.
“¡Al tren!”, grita una voz oscura.
Uno está en una estación de ferrocarril. Es tarde.



© José Luis Alvarez Fermosel

Gazpacho

El gazpacho es uno de los platos más típicos de la gastronomía andaluza. Se hizo famoso entre los turistas que visitaban la Costa del Sol (Andalucía, sur de España) en los años 60 y 70. Desde entonces es el plato estrella entre las denominadas “sopas frías”. Pero en realidad es tan antiguo como el pueblo andaluz.
La palabra gazpacho procede de la lengua mozárabe. En uso coloquial, el gazpacho es sinónimo de mezcla. Partiendo de una receta básica puede preparárselo combinando distintos ingredientes.

RECETA BÁSICA

Ingredientes:

1 y 1/2 kilo de tomates bien maduros (o sea para salsa), preferentemente los "peritas".
2 pimientos rojos medianos.
2 dientes de ajo grandes.
1 pepino mediano.
1 pan mediano previamente quitada la corteza y humedecido en agua.
1 cebolla mediana.
Agua (la cantidad justa para facilitar el licuado)
Sal
Aceite
Vinagre


Para la guarnición:

1/2 pimiento verde cortado en cubitos muy pequeños.
1/2 pimiento rojo cortado en cubitos muy pequeños.
1 tomate - no maduro- cortado en “concassé” (cubitos muy pequeños)
I pepino cortado en pequeños dados.
1 diente de ajo muy bien picado (optativo)

Preparación:

Licuar los ingredientes. Condimentar y enfriar en la heladera, cuidando que el gazpacho esté en un recipiente de vidrio o enlozado.
Se sirve en cuencos individuales, distribuyendo por encima una cuchara de cada uno de los productos indicados para la guarnición.
La preparación no debe quedar demasiado líquida, pero tampoco tan espesa que parezca un puré. En tal caso, incorporarle un poco más de agua y mezclar bien.

Notas:

—El gazpacho debe quedar muy sabroso, por lo que no hay que esca­timar el aceite, ni el vinagre, ni la sal.
—Si al probarlo le parece que a su paladar le agradaría sentir una textura menos áspera, el gazpacho puede colarse.




© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 15 de enero de 2008

Puerta de Alcalá

La Puerta de Alcalá se construyó en 1778 por orden de Carlos III, uno de los primeros monarcas de la dinastía de los Borbones, a la que pertenece el actual rey de España, Juan Carlos l.
De Carlos III se dijo que fue uno de los mejores alcaldes de Madrid, pues construyó grandes obras públicas, edificios, canales y carrreteras, urbanizó y embelleció ciudades y creó museos como el de pintura del Prado -uno de los más ricos del mundo- y el de Historia Natural.
La Puerta de Alcalá, situada cerca del Parque del Retiro y rodeada de flores, es uno de los monumentos más característicos de Madrid y forma parte de su esencia, como la plaza de Piccadilly de Londres o el Coliseo de Roma. Se erigió para conmemorar la entrada en Madrid de Carlos III, precisamente.
El autor de este arco de triunfo, pues en realidad es un arco de triunfo, fue Francisco Sabatini, arquitecto de Carlos III. El monumento es de estilo neoclásico. Fue construído con granito y piedra blanca.
La puerta tiene un solo cuerpo con cinco aberturas, tres de ellas en forma de arco (las centrales) y dos (situadas en los extremos) de forma rectangular.
Las esculturas que la adornan furon hechas con piedra caliza por Francisco Gutiérrez, autor de los trofeos militares, las figuras de niños y el escudo de armas que aparece en la parte superior. El resto de los ornamentos se debe a Robert Michel.
Lo más curioso de la Puerta de Alcalá es que tiene dos caras distintas porque el rey Carlos III, en vez de uno, se despistó y eligió los dos proyectos que le presentó Sabatini, quien diplomáticamente realizó ambos, uno en cada cara de la puerta.
En una ocasión estuvo colgada en la Puerta de Alcalá la cabeza de un hombre que intentó asesinar a Fernando VII muy cerca del monumento y fue rápidamente aprehendido y ajusticiado.
La Puerta de Alcalá, bella y singular, es también la afortunada que ve pasar el tiempo, inmutable y eterna, como dice una canción de Ana Belén.


© José Luis Alvarez Fermosel
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domingo, 13 de enero de 2008

El macho posmo y el clima


¡Con este calor…!

El macho posmo sufre mucho el calor. Apenas la columna de mercurio de los termómetros pasa de los 30 grados, el macho posmo se aletarga como esas lagartijas que se ven en los pueblos pegadas a las piedras, tan inmóviles que parecen incrustadas en ellas.
Dice que no tiene ganas de nada -¡como si las tuviera cuando no hace calor!-, que está aplanado, que no puede hacer otra cosa que estar tendido el día entero en la cama bajo un ventilador de paletas, o con el aire acondicionado al máximo. (Claro, luego se resfría y se queja de lo incómodos que son los catarros de verano, y en eso tiene razón.)
Al macho posmo le falta voluntad en verano incluso para llamar por teléfono (celular, “of course”) a su amigo del alma El Simio, que le dijo el otro día que tenía entradas para un concierto de Los Incólumes Guarros en un “chill out” (1) de Palermo Soho.
Quizás a la caída de la tarde, si refresca, el macho posmo saque fuerzas de flaqueza y así como está, con camiseta, bermudas y ojotas se vaya a un cyber –porque pá y má no le dejan usar más la computadora de la familia-, a chatear un rato con Reme (Remedios), que le hace mimitos por Internet.
Si el calor postra al macho posmo, el invierno lo congela. Se pasa los días envuelto en unas pesadas hopalandas de lana tejida, le castañetean los dientes, le duelen los dedos de los pies y de las manos y se le ponen las sienes moraítas de martirio –como a La Lirio de aquella canción andaluza-.
Así que en verano por el calor y en invierno por el frío, el macho posmo sestea y no se anima a desplegar actividad alguna.
En primavera y otoño, cuando no hace frío ni calor, el macho pormo cuenta y recuenta las bolitas de cristal de su colección, pule los aros que lleva en las orejas, ordena el anaquel donde alinea sus ositos de peluche y luego se va a casa de su amigo El Topo y juega con él en la “play station” (2).
Por la noche, el macho pormo –que es noctívago total- sale a juntarse en una disco con sus amigos, con los que permanece hasta las siete o las ocho de la mañana, hora en la que se va a dormir.
Algunos machos posmo trabajan desganadamente en algún negocio de venta de teléfonos celulares, o de “compact discs”, justo es reconocerlo.
Los celulares son la pasión del macho posmo. No es que viva con ellos. Vive por y para ellos.
A la pregunta de qué haría el macho posmo sin teléfono móvil uno de ellos dio la siguiente (aterradora) respuesta: “No podría vivir, no concibo la vida sin celular”.
La imagen de un macho posmo limpiando amorosamente la pantallita de su teléfono en un espacio, ese lugar neutro, minimalista, que eligen para reunirse, es ya un clásico.
El uso y abuso de los teclados de los teléfonos móviles o videoconsolas está causando una mutación física en los pulgares de los usuarios comprendidos entre los 14 y los 40 años, convirtiéndolos en los dedos más ágiles y musculosos de los que se tiene noticia desde la aparición del hombre sobre la tierra. Esto no lo digo yo, lo dice un concienzudo y detallado estudio de la universidad británica de Warwick.
Los machos posmo japoneses se autodescriben como “oya yubi sedai”: la tribu del pulgar.
A medida que este dedo vaya adquiriendo mayor destreza y llegue a tener el tamaño de una pequeña pala, la generación de nuestros nietos podrá utilizarlo como paleta para jugar al ping pong, o para acusarse mutuamente en el Parlamento y los médicos para hacer tactos más exhaustivos.
No hay mal que por bien no venga.

(1) Ambiente aparte en las discotecas o clubes, diseñado para distenderse después del estruendo. Se ha convertido en una expresión que define todo género musical que tire a relajante, incluído el “trip hop”.
(2) La consola por antonomasia. Un aparato que se conecta al televisor y ofrece videojuegos en pantalla. Incluye un mando por cable lleno de pulsadores. Crea adicción.


© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 9 de enero de 2008

Cabeza de Dalí

Vi a Dalí por primera vez en el café Varela de Madrid, cuando era un café de tertulianos y no un moderno y luminoso “restó”, como se dice ahora, al que iban poetas, pintores, actores y gente de la noche. Finalizaba la gloriosa década del 60.
Mi socio y entrañable amigo Fernando Montejano le estaba haciendo una entrevista, A su término, Dalí pidió un vaso de leche. Cuando se lo trajeron, lo tomó con gran cuidado, lo miró atentamente y acto seguido lo vació en el bolsillo superior de la chaqueta. La leche rebosó por todas partes, dejándole el consabido traje a rayas hecho un desastre.
Indiferente, intemporal, hierático, el gran pintor dio media vuelta con marcialidad militar y se fue, cabe suponer que a cambiarse de ropa.
Montejano me comentó que a Dalí le gustaba mucho el tango, y que se sabía de memoria las letras de algunos, entre ellos, “Barrio reo”, “Dandy” y “Rosa peregrina”. El pintor catalán Jordi Curós y el crítico Ignacio Gómez de Liaño, también español, lo confirmaron.
Estaban en España en esa época Agustín Irusta –un argentino de origen vasco-, el uruguayo mezcla de vasco y catalán Santiago Fugazot y el porteñísimo discípulo de Vicente Scaramuzza, Lucio Demare. Habían incursionado con éxito en el cine y en el mercado del disco.
Volví a ver a Salvador Dalí, muchos años después, en el bar del hotel Palace, también en Madrid. Había envejecido y tenia los bigotes más cortos. Llevaba un traje a rayas.
El genio me dijo textualmente: "Soy un pintor mediocre y un pésimo escritor: claro que el "divino Dalí" era mejor que nadie, ¡porque todos los pintores son, infinitamente malos, en comparación con los grandes maestros.! Reconozco que Velázquez es el monarca de espacio"
Después revelaría que "mis monstruos son un producto del exceso de la claridad mediterránea... El nombre de Salvador Dalí no está destinado mas que a salvar la pintura moderna de la pereza y el caos. Nadie puede esclarecer mi vida: ni siquiera Salvador Dalí, que acaba de escribir su "Diario de un Genio"; pero lo importante es que mi personalidad es cósmica".
A renglón seguido se estableció el siguiente diálogo surrealista, como no podía ser de otra manera:
-- ¿Por qué no me ha traído usted un cuerno de rinoceronte?
-- La verdad, maestro, es que se me ha olvidado; le pido mil perdones.
-- Está usted perdonado, jovencito, pero que no vuelva a ocurrir.
-- Le prometo que no volverá a pasar, querido maestro.
Dalí se levantó, terció su bastón, ganó a buen paso la puerta del hotel e inmediatamente se incorporó a la rutilante mañana de primavera, mientras yo pagaba la cuenta.
En esa oportunidad nadie bebió, ni se tiró leche encima.


© José Luis Alvarez Fermosel
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martes, 8 de enero de 2008

Envases y reveses

Da gusto ver cómo viene ahora todo, tan bien envuelto, tan bien presentado: desde los botes de patatas fritas a la inglesa hasta los cartuchos para computadora, pasando por las galletas, el pan de molde, los repuestos para bolígrafos, las medicinas en comprimidos y los sobrecitos de mayonesa, mermelada, queso rallado, mantequilla y otros productos.
Todo viene ya envuelto en plástico –un plástico de primera calidad, durísimo- y a veces envasado al vacío, o dentro de cajas de hojalata u otros materiales fuertes y flexibles que, además, están sellados, atados, soldados; que carecen de abertura, que parecen no tener solución de continuidad y forman un todo indivisible: colorido, brillante, suavísimo, en ocasiones perfumado, muy grato a la vista, precioso... pero, ¡ay!, muy difícil de abrir.
Si uno se come las uñas –vicio, costumbre, tic nervioso, manía o lo que sea que uno jamás ha podido entender ni tolerar- o las lleva cortas, y si además uno se caracteriza –como en mi caso- por no tener habilidad manual, abrir una lata cualquiera o una caja de cartón de leche puede convertirse en una tortura china.
Para abrir los cartones de leche, por ejemplo, hay que despegar primero, de uno de los cuatro costados superiores, una parte que viene fuertemente adherida a la parte superior de la caja y observar que unas líneas impresas en el cartón enseñan cómo hay que abrir con una mano, cortándolo con una tijera, ese extremo que de cuadrado hay que convertir en picudo. Otras veces hay que abrir una ventanita, como se ve en la foto que acompaña a este texto, lo cual no es más fácil, aunque parezca que sí.
Con la otra mano hay que sostener con mucho cuidado el cartón; con harta frecuencia, una vez abierto de mala manera, resbala y se estrella contra el suelo y pone la cocina y a uno perdidos de leche.
¿A ustedes no les ha pasado nunca? A lo mejor es que hace mucho tiempo que no abren un cartón de leche. Prueben, se lo ruego. Y después me cuentan.
Con el vino no me ha ocurrido lo que con la leche porque nunca bebo vino de cartón, la verdad, aunque algún linyera amigo me ha dicho que es muy bueno, sobre todo el blanco.
Intentando abrir cajas, latas y sobrecitos me he roto las uñas, me he producido cortes en las manos, he arruinado corbatas carísimas manchándolas de salsa de tomate y otros líquidos, he mellado cuchillos, he roto otras herramientas, he salpicado paredes de la cocina y de otras habitaciones de jugos y líquidos diversos de los que dejan manchas indelebles, he aplastado latas flexibles y hermosísimas, hecho añicos chocolatines bruñidos y deliciosos y he tirado a la basura, bramando de rabia, fiambres ahumados exóticos y tan caros como joyas por no poder abrir la cajita de seguridad sin llave ni combinación que los contenían; en fin, he hecho toda clase de desastres.
No hay que desesperar, empero. Siempre hay una solución. Ahora parece que todas esas cosas ricas que vienen tan bien preservadas, además del vino y la leche, como las anchoas, las castañas de cajú, las aceitunas, los pistachos, el caviar, las uvas al coñac y un largo etcétera se van a vender en recipientes aún más herméticos…, ¡pero comestibles!
¡Estamos salvados! Si no me creen, lean lo que sigue, que copié de la revista “Competencia”:
“Investigadores británicos e italianos acaban de informar que están por sacar a la luz elementos plásticos derivados de la soja y del maíz que podrían utilizarse para hacer envases y, además, serían comestibles”.
Estamos salvados, repito. Sólo resta conseguir que el sabor de la envoltura sea agradable. Así, lo único que habrá que hacer en el futuro es tomar, por ejemplo, una tableta de chocolate forrada de plástico con purpurina y empezar a meterle mordiscos, si es que el plástico es rico.
Si se trata de un frasco de agua de colonia, pues se come uno el papel de regalo, que deberá saber a fresas con champán, un suponer, y luego se guarda el frasco de colonia, después de perfumarse uno un poco.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 5 de enero de 2008

El hombre que fue jueves

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) es uno de los grandes escritores y pensadores del siglo XX.
Su obra “El hombre que fue jueves” es un clásico de la novela policial y, al mismo tiempo, un gracioso jeroglífico en el que se plantea una pulseada metafísica y completamente heterodoxa, ya que los (supuestos) delincuentes se ganan la simpatía del lector y no en vano, porque son más osados y divertidos que los policías que los persiguen.
¿Pero quiénes son los malos, en realidad? ¿Y quiénes los buenos? ¿Quién está en medio, como el jueves?.
Inglés, filósofo, humorista irredento, detective ocasional, autor de novelas tan estupendas como “El hombre que fue jueves” (editorial Gradifco, 192 páginas, 6 dólares) y creador de un entrañable personaje, el padre Brown, que también investiga complicados delitos y siempre descubre al criminal, Chesterton hizo siempre gala, con una soltura y un ingenio excepcionales, de una bohemia con mucha clase y fue excéntrico, dado a la paradoja, irónico y, por encima de todo, tremendamente lúcido.


© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 3 de enero de 2008

Cuestión de cariño

Una vieja copla gitana reza que el cariño verdadero no se compra ni se vende, como ya dijimos en otra oportunidad. Ese cariño campea hoy en día en la cocina, más que en cualquier otro lugar.
Estamos hartos de oir a los cocineros y cocineras (¡perdón, a los “chefs”!) que cocinar es fundamentalmente una cuestión de cariño y que ahí está la madre del cordero, por utilizar una expresión que nos parece que se ajusta más al tema culinario.
Cariño, caricias, mimos, amor… al soberbio pimiento rojo, a la anaranjada zanahoria, a la poderosa morcilla vasca e incluso al robusto pero insulso nabo, y conste que no queremos hacer ninguna alusión a nada ni a nadie.
Incluso se ve por televisión un anuncio en el que unas buenas gentes se disponen a dar cuenta de una parrillada, y una señora afirma con imperio que lo esencial para la cocina es el cariño.
Uno piensa que lo que hay que hacer en la cocina para que el condumio salga como tiene que salir, es mezclar apropiada y armoniosamente los ingredientes, tener cuidado con el fuego, dosificar las especias y alguna que otra cosa más que nada o muy poco tiene que ver con el cariño y sí con el buen saber hacer gastronómico.
Que a uno le guste cocinar, que lo haga con cuidado, con esmero, que piense en la satisfacción que le va a dar a su familia comer lo que uno ha preparado, es una cosa; derrochar cariño entre los peroles y las sartenes nos parece, cuando menos, exagerado.
Pero el cariño cocineril se ha convertido en un topicazo que resuena por todas partes como un toque de clarín. Hay que soportarlo porque es “cool”.
También dijimos en su momento que estos “chefs”… cariñosos y mediáticos dicen siempre, y machaconamente, agregar. No es porque no haya sinónimos de ese verbo, que los hay, entre ellos añadir, incorporar, echar y poner. Pero, claro, suena mucho más fino agregar.
Lo mismo pasa con el sofreír, saltear, saltar o dorar de toda la vida. Ahora se dice sellar, lo cual evoca cartas selladas con estampillas multicolores con retratos de personajes famosos o vistas de paisajes remotos y bellísimos; y trae también a nuestra memoria enigmáticas esquelas lacradas con gruesas sortijas de sello de metal noble.
A estas alturas, ya se habrán dado ustedes cuenta de que lo que a mí me pasa es que soy antiguo. Razón por la cual, gustándome la cocina como me gusta, guiso –como se dice en España- pero no "diseño", como se hace ahora, ni me preocupo demasiado de los "volúmenes" -¡jamás me gustó la Geometría!- y utilizo un cuenco y no un “bowl”, palabra inglesa que suele pronunciarse mal y cuyo plural se ha convertido en “bols” o “boles”. Y aquí es donde resisto como un bravo la tentación de hacer un juego de palabras…
Como hombre perteneciente a épocas remotas, para mí tal o cual vino le va bien a tal o cual guiso, lo que significa que estoy completamente “out”, porque ahora se habla del "maridaje" entre vinos y viandas en las casas, naturalmente en los medios audiovisuales y en el restaurante, que hoy es “restó” y en el cual se “realizan” ocasionalmente “eventos”.
Me resisto a ponerme idiomáticamente al día en la cocina y en otros lugares, así que en cualquier momento me colgarán la etiqueta de “friki” –que en realidad se escribe “freak” en inglés-.

Y "AINDA MAIS" ...


En otro orden, he escuchado hoy decir divisorio por divisible, volúmenes de libros por libros o volúmenes, mediatidad por mediación, o por medianía -¡vaya usted a saber!-, sedestación por sedentarismo, adoptabilidad por adopción, antecedencia por precedencia, encanallecidos por encanallados, desopilante por horripilante, incomunicabilidad por incomunicación, sincronía por sincronismo o sincronización y homólogos por homónimos.
No podían faltar dos clásicos: “como que” y “¡a ver!”.
Por hoy no está mal, ¿no?


© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 2 de enero de 2008

El viejo mar de los abuelos

Alférez de navío cuya vaca
es la ballena; y por reloj la brújula.
La palmera encendida en papagayos
y el negro azul; cañaveral de azúcar.
Marino del Caribe o Filipinas
que cruzas suaves playas de criollas
con faldas rojas y pañuelos blancos.
Tu timón huele a clavo y a canela
y en la noche del trópico estrellada
visitas -un farol bajo las velas-
al marinero enfermo de escorbuto.
Trae el limón del Sur, trae la vainilla
y el arroz de Luzón y sus corales,
el opio de Shanghai con los marfiles
del elefante de Sierra Leona.
¿Lloras por el landó de la cubana,
cuando iba a oír la ópera a Santiago?
Tu negro piano lleno de sextantes
solloza un vals entre los planisferios.
Dame tu lente, que en el horizonte
distingue el surtidor del ballenato
y la bandera inglesa entre la niebla.
Habla con tu alfabeto de banderas
al mirador de la hija del negrero
cuyos rosales ilumina el faro.
Y pinta, a la acuarela, a Oceanía
con una orla verde de delfines
y un indígena rojo sobre el mapa
con un ojo de cíclope en la frente.

© Agustín de Foxá


Agustín de Foxá Torroba (1903-1959), conde de Foxá, marqués de Armendáriz: aristócrata, por tanto; abogado, diplomático, escritor, miembro de número de la Real Academia Española (RAE), viajero del mundo y esencialmente poeta, cultivó casi todos los géneros literarios con la máxima fortuna.
Fue, sobre todo, un magnífico cultor de la crónica viajera y un articulista de lujo.
Quizás él y César González-Ruano, cada uno con su estilo, fueran los más brillantes escritores de diarios, o en diarios de la generación que se destacó después de la Guerra Civil, aunque tanto el uno como el otro se habían afirmado como escritores con anterioridad. Ambos fueron amigos, ambos lo fueron de mí y yo lo fui de ellos –pese a la diferencia de edad que nos separaba- y fui también su alumno más ferviente y respetuoso, si no el más aprovechado.
Foxá escribió la mejor novela sobre la Guerra Civil española, según el dictámen unánime de críticos, colegas y lectores: “Madrid, de Corte a checa”, de la que se han hecho numerosas ediciones, la última en 2006 (Ciudadela).
Foxá impregnó toda su obra de una poesía tan vital y tan sutil como él mismo lo fue como persona.
“El almendro y la espada”, “La niña del caracol”, “El toro, la muerte y el agua” y “El gallo y la muerte” fueron sus libros de versos más celebrados y están entre los mejores de la poesía española del siglo XX, aunque prejuicios varios hayan impedido hasta ahora reconocerlo así.
También escribió ensayos, cuentos, teatro y tentó el género del documental cinematográfico.
Pero lo más lujoso de toda su obra fueron sus artículos publicados en la tercera página del diario conservador ABC de Madrid, que enviaba desde los distintos países donde desarrolló su carrera diplomática.
Obtuvo varios premios, entre ellos el Mariano de Cavia, en 1948, por su artículo titulado “Los cráneos deformados”.
Conversador extraordinario, inimitable, ingeniosísimo, saltaba rápidamente de la agudeza a la ironía y a la justicia sin blanduras. Sus coetáneos coincidieron en que el brillo de su ingenio verbal opacó un tanto su obra escrita.

martes, 1 de enero de 2008

Steinway: el mejor

"Tu negro piano, lleno de sextantes, solloza un vals entre los planisferios..."
(Agustín de Foxá)

"El pianista ideal es el que quie­re ser piano y la verdad es que todos los días me digo, al des­pertar: quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser". Esto decía Glenn Gould, el protagonista de la es­tupenda novela "El malogrado": de Thomas Bernhard.
Considerado como uno de los mejores pianos del mundo el Steinway vio la luz en Nueva York en 1853, en la modesta fábrica familiar Stein­way & Sons. Entró en la vida mu­sical con el pie de­recho, puesto que en los tres primeros años se multiplicó por mil, es decir, que el negocio de Heinrich Engel­hard Steinweg, ale­mán, ebanista des­de los 22 años, afi­cionado a tocar el órgano, realizador de un piano en 1836, vendió un millar de estos instrumentos en los tres primeros años transcurri­dos desde que sacó el primero de ellos al mercado.
La emigración a los Estados Uni­dos de su segundo hijo, Carl, que huyó de las persecuciones políticas en Alemania después de la revolución de 1848, deter­minó que Heinrich -que luego sería Henry- le siguiera casi in­mediatamente los pasos junto con su mujer y cuatro de sus seis hijos. Sólo el mayor, Theodor, se quedó en Alemania. Los ya Steinway -como comen­zaron a llamarse desde que llega­ron a Norteamérica- registraron 16 patentes entre 1857 y 1872. Antes de 1887 llegaron a 39.
El hoy denominado piano de las estrellas salía a espuertas de la fábrica de los emprendedores alema­nes. Entre 1867 y 1879 compra­ron o recibieron pianos Stein­way desde el sultán de Turquía hasta la reina de España. Un pianista mítico, Arthur Rubinstein dijo que el Steinway fue siempre para él un piano que "(...) hace cantar". Berlioz elogió su "espléndida y bella so­noridad". Wagner sostuvo que "una sonata de Beethoven o una fantasía de Bach sólo pue­den ser plenamente apreciadas en uno de estos maravillosos pianos".
El prestigio de los Steinway trajo consigo la rivalidad y la competencia. Fir­mas como Stannay, Stanley o Steimmetz aparecieron en segui­da. Pero la calidad se impuso y los Steinway resultaron indemnes de los embates de los suce­dáneos.
En nuestros días, y tras haber estado por poco tiempo en poder de la CBS, esos pianos con alcurnia, espléndida combinación de ar­tesanía y tecnología han sido relanzados por un particular norteamericano.
Steinway & Sons lleva fabricados más 563.000 pianos en las plantas de Manhattan (Nueva York, Estados Unidos) y Hamburgo (Alemania). Hay un banco de pianos que cuenta con más de 300, por un valor total de más de 15 millones de dólares. Más de 15.000 concertistas utilizan esta marca, que se asocia con toda justicia a la más alta calidad.


© José Luis Alvarez Fermosel

2008