sábado, 30 de agosto de 2008

No a la tortilla líquida servida en copa

Voces más autorizadas que la nuestra entonan “urbi et orbi” el lamento que provocan las creaciones de la cocina de laboratorio.
Uno, que ya ha formulado su crítica, se siente alborozado al pensar que su posición no es exagerada, ni intransigente ni misoneísta: es la misma que la de otros muchos.
Al pan, pan y al vino, vino. Dejémonos de barrocas sofisticaciones elevadas a la enésima potencia.
Juramos no probar la tortilla de patatas líquida, servida en copa, ni utilizar un mechero Bunsen de laboratorio para activar el asado del costillar de cordero, ni convertir el nitrógeno en líquido en virtud de un proceso de licuefacción y tomarlo con cuchara, como si fuera sopa.
Queden estas prácticas para los cultores de la cocina molecular, que a juicio de mi brillante compatriota y colega Manuel Vicent (leer nota relacionada), se basa y se centra en la ciencia ficción.
Y, claro, como está de última moda, la legión de esnobs se despepita por estar a “la page” y se traga la caricatura retorcida del noble condumio clásico.
Con el vino pasa lo mismo que con la comida ficción. Cada vez lo desvirtúan más. Se siguen llevando los varietales, impuestos por los marquetineros norteamericanos. Ya cansan tanto Malbec y tanto vino tinto que, en realidad, es negro y tiñe el vaso de azul violeta.
Lo que se oye en las catas de los nuevos caldos, que cada vez salen antes al mercado, es verdaderamente bizarro, como se dice ahora.
Miguel Brascó, que sabe de ésto lo suyo y lo del vecino –prueba 1.200 vinos al año-, califica de “absolutamente macaneadores” a quienes sostienen, por ejemplo, que tal o cual vino tiene aroma de silla de caballo sudado, de chocolate negro con pimienta, de algarroba seca o de fósforo de madera encendido.
“La revista ‘Wine Spectator’ –recuerda Brascó en una entrevista de Liliana Morelli (leer nota relacionada)- se especializa en esas descripciones con metáforas propias de los norteamericanos: ‘Fragancia de pastel de manzana puesto a enfriar en la ventana…’ Acá no se come ‘apple pie’, las cocinas no tienen ventana”…
Tortilla de patata y vino tinto, oiga usted. La tortilla sólida -en todo caso, jugosa-; el vino líquido y que sepa lisa y llanamente a vino bueno.


© José Luis Alvarez Fermosel


Notas relacionadas:

“La cocina"
(http://www.elpais.com/articulo/ultima/cocina/elpepiult/20080525elpepiult_1/Tes)
“Tengo buena relación con el demonio” (
http://www.revista-noticias.com.ar/comun/nota.php?art=1562&ed=1653)

jueves, 28 de agosto de 2008

El diamante de la cocina

La trufa

Si al azafrán se le ha tildado de oro vegetal, la trufa, hongo oscuro y subterráneo, de tosca apariencia, puede ser calificado de joya. El sabio gastrónomo francés Antelmo Brillat-Savarin la calificó de diamante de la cocina.
Nunca se conoció a las trufas a conciencia. Incluso hoy en día existen muchas incógni­tas con respecto a su fisiología y morfología.
Por eso no es extra­ño que este hongo de intenso y penetrante aroma, que se desarrolla cerca de 20 centí­metros bajo tierra, a la sombra de bosques de quercus (encina, roble, quejigo, etc.), haya intrigado a sus consumidores, además de extasiarlos.
El vasco Juan Mari Arzak, uno de los mejores cocineros del mundo, destaca de entre todos los tipos de trufas la de color negro, oriunda de la ciudad francesa de Perigord.
Esa trufa es muy perfumada, tiene la piel granulosa y negra y… ¡es carísima!
La trufa blanca del Piamonte, lisa, amarillenta, sólo se encuentra en Italia.
Cerdos, jabalíes, perros e incluso cabras se utilizan para arrancar las trufas de la tierra. La mejor recolectora es la llamada cerda trufera. Lo malo es que al animalito le encantan las trufas y en cuanto las encuentra se las come.
Los griegos y los romanos atribu­yeron a las trufas cualidades afrodisíacas. Francisco I, Madame Pompadour, Luis XVI y Napoleón consumieron ingentes cantidades de ellas y, al parecer, les fue muy bien en sus lides amorosas.
No han de estar mal unos huevos escalfados en crema de hongos, salsa de trufas y caviar.
Las trufas a la Pompadour se sirven cortadas en grandes trozos sobre una servilleta, después de haber sido cocidas en manteca fresca de cerdo y vino blanco con una hoja de laurel.
Juan Mari Arzak, el rey de la co­cina vasca, Premio Nacional de Gastronomía en España, es miembro de honor de la Cofradía Vasca de Gas­tronomía y está considerado como el mejor cocinero de Es­paña por la revista "Club de Gourmets".
Tiene también en su haber los premios al mejor restaurante español, al mejor "chef" de Europa -esta última distinción concedida por la Academia Eu­ropea de Gastronomía-, las pla­cas de oro y plata al Mérito Tu­rístico y es caballero de la Orden de las Artes y las Letras del Ministerio de Cultura de Francia.
Su restaurante, "Arzak", situado en San Sebastián (capital de la pro­vincia vasca de Guipúzcoa, nor­te de España), cuenta con tres estrellas de la famosa guía Michelin.
Arzak lleva casi 40 años dando de comer magníficamente a gente de todo el mundo. Hace ya tiempo que se dedica a la docencia.
"Siento tanto la co­cina, la vivo tanto, me da tanta alegría que necesito transmitir mis modestos conocimientos a todo el que pueda”, afirma.
Sus conocimientos no son modestos. El modesto es él.

Foto:
Juan Mari y su hija Elena, los artífices de “Arzak”.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 24 de agosto de 2008

El agua y la salud

Hay que beber agua cuando se tiene sed. En todo caso, no más de dos litros por día.
Beber dos litros y medio, tres, cuatro, cuanta más agua se pueda está de última moda y ya se sabe que la moda gobierna, manda, exige, obliga, marca, decide... Hoy más que nunca.
De ahí que todo el mundo –como señalamos en un trabajo anterior- vaya a todas partes cargado con una botella de agua mineral o saborizada de dos litros y beba constantemente en su trabajo, en la calle, en las plazas y parques, en sus coches, en los taxis, en los transportes públicos, en el bufete del abogado, en el consultorio del médico, en la iglesia, en el albergue transitorio, en el baño…
Sólo quienes practican mucho deporte pueden y deben beber bastante agua, dentro de los límites normales, a fin de compensar la que se pierde con la transpiración y no deshidratarse.
Recordemos que a los consabidos dos litros de agua hay que sumarle la cantidad que recibe el organismo por la ingesta de leche, sopas, caldos, salsas, cerveza, vino, jugos, infusiones, gaseosas y otros líquidos.
Los médicos que he consultado, todos mayores, todos con mucha experiencia, me dijeron que beber más de dos litros de agua cada 24 horas no es bueno para la salud.
La potomanía, denominación científica del desorden mental que lleva a consumir agua compulsiva y obsesionantemente, es muy perjudicial para varios órganos del cuerpo humano.
La cantidad excesiva de agua arrastra grandes cantidades de minerales, entre ellos el potasio y el magnesio, que se eliminan por la orina.
Sin potasio, el corazón pierde su ritmo y puede llegar a pararse. La pérdida de magnesio daña al cerebro, provoca falta de memoria y contribuye a acelerar el envejecimiento.
Los riñones regulan el metabolismo del agua y los minerales y filtran las impurezas del organismo, pero en exceso provoca su colapso.
El agua en cantidades no consideradas normales disminuye el número de impulsos nerviosos que llegan a los músculos y así se producen los calambres, baja el tono de las fibras y aparece la fatiga.
El consumo de agua es necesario, pero en cantidad razonable. La moda no debe estar reñida con la salud. Si la moda es ingurgitar cuatro o cinco litros de agua por día, más vale estar fuera de onda y sano que a la moda y enfermo.


© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

"Agua"
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/04/agua.html)
“Bebidas inteligentes y… ¡agua!
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2007/10/bebidas-inteligentes-y-agua.html)






sábado, 23 de agosto de 2008

Escena de "film noir"

Sombras en la calle, en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera. Sombras nada más, melancolizaba aquel tango.
La escena parece arrancada de un “film noir” y a uno, hablando de películas, le recuerda la obra maestra de Carol Reed, “El tercer hombre” –con guión de Graham Greene-, en la que el gran director británico jugaba magistralmente con las luces y las sombras, y sombríos rostros en primer plano de hombres y mujeres en una Viena arrasada por la guerra.
La cítara de Anton Karas subrayaba la acción con dramatismo y al mismo tiempo la música era de una belleza obsesionante.
Aquí no tenemos cítara, sino violín, y vaya uno a saber que melodía está interpretando el hombre del sombrero y la gran nariz. Quizás una czarda, o un pasaje del Concierto para violín y orquesta en re mayor, opus 35, de Peter Tschaikowsky.
Más bien cabría imaginar que el violinista callejero no está para tales exquisiteces y, en todo caso, para ganarse unas monedas toca algo romántico pero más sencillo, como el viejo vals Fascinación, aunque no sea más que para alegrar un poco una noche tan densa, tan oscura que los personajes, los dos únicos personajes parecen sombras chinescas.
El hombre trazado con tinta china se pierde bajo su paraguas en lo que pronto será una lejanía abstracta. Nunca sabremos más de él. Ni tampoco, quizás, del violinista. Los violinistas escasean, hoy en día. Y los pocos que hay tocan en orquestas y no salen de noche.
Todo está aderezado como con tinta de calamar, recortado en silueta, al menos el rostro del hombre que toca el violín. Una bruma espesa, para que no exista ni un presentimiento de claridad.
La imagen tiene fuerza y no es inquietante, ni mucho menos ominosa. Las notas -que no se oyen- del violín, convierten el acotado panorama en la ilustración de una novela policíaca o la escena de una película, ya lo hemos dicho.



© José Luis Alvarez Fermosel

Recordando a Juan de Mairena

En algún texto de este blog hemos citado a Juan de Mairena, uno de los personajes más queribles de la literatura española.
Volvemos a traerlo a colación con la misma simpatía que sentimos siempre por su creador, Antonio Machado, un gran poeta cuya poesía y cuya vida se confundieron en un mismo sentimiento.
Joan Manuel Serrat contribuyó a la difusión de los versos de Machado al incorporarlos como letras a sus canciones. “Caminante, no hay caminos, se hace camino al andar…”.
Antonio Machado, sevillano y enamorado de Castilla, y en particular de Soria, dio a conocer sus primeros trabajos sobre Juan de Mairena en El Diario de Madrid.
Posteriormente publicó un libro titulado “Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo”. La última edición, de José María Valverde, es de Castalia, Madrid, 1991.
Juan de Mairena era profesor de retórica y de…¡gimnasia!. Se caracterizaba por su sencillez, su buen criterio y un velado sentido del humor que dejaba traslucir a veces. Sabía ser cariñosamente crítico.
Pedro González Calero, barrendero, documentalista, profesor de filosofía y titiritero frustrado, recuerda en su interesante y simpático libro “Filosofía para bufones”, de Editorial Arial, Barcelona, 2007, una anécdota de Juan de Mairena que transcribimos a continuación –no al pie de la letra, por eso no entrecomillamos el texto-.
Un alumno de Mairena le dio a leer un artículo que había escrito sobre la inutilidad e inconveniencia de los banquetes. Se despachaba contra aquellos que los aceptaban, por considerarlos fatuos y engreídos, y también contra los que se negaban a asistir, a los que calificaba de hipócritas.
Censuraba, además, a quienes iban a esas comidas, que eran a su juicio parásitos de la fama ajena, y a los que no iban también porque eran rozaencajes y envidiosos del mérito.
Mairena elogió el trabajo de su discípulo y le preguntó:
- ¿Cómo va usted a titular su artículo?
- “Contra los banquetes”
–le respondió el autor-.
- Yo lo titularía, mejor, contra el género humano con motivo de los banquetes.
Machado fue el poeta de los temas humildes, de lo cotidiano y lo trivial. Recordemos sus poemas “La novia”, “El cadalso” y “Las moscas”.
Murió en Colliure (Francia), con la dignidad de sus propios versos: “Y cuando llegue el día del último viaje/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de la mar”.


Foto: Antonio Machado

© José Luis Alvarez Fermosel


Nota relacionada:

"Mejor claro que oscuro" (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/08/mejor-claro-que-oscuro.html)





domingo, 17 de agosto de 2008

Joya rara

Se ha hablado y se habla hasta la saciedad de los derechos humanos. Quienes más hablan de ellos suelen ser los que menos los respetan. Muchos entienden que los derechos humanos son únicamente los suyos.
Esto hay que vigilarlo, al parecer. De ahí que al escultor italiano Paolo Spalla se le ocurriera materializar esa vigilancia creando una joya extraña y un poco inquietante por su parecido con un dogal, o con un llavero diseñado para que cuelgue del cuello, a la que se denominó “Vigilancia de los derechos humanos”.
Se trata de una gargantilla, cuya reproducción fotográfica ilustra estos renglones, creada para la casa Ferraris. Es de oro e incorpora un guijarro de la misma forma que el río Po, que riega el Piamonte y la Lombardía, pasa por Turín, Pavía, Piacenza y Guastalla y desemboca en el mar Adriático
La pieza que pende del arco tiene un zafiro en cabujón, es decir, pulimentado, no tallado y convexo. El oro utilizado en la confección de esta gargantilla es el verde, una aleación de color amarillo-verdoso que se obtiene combinando oro puro con plata de 800 milésimas.
La gargantilla impresiona un poco, ya se dijo. Y también plantea algunas interrogantes, como por ejemplo: ¿llevando esta alhaja colgada del cuello se tiene siempre presente que hay que vigilar el respeto de los derechos humanos?, ¿fue diseñada a partir de la petición de alguien que vigila siempre que no se conculquen los derechos humanos?, ¿qué tienen qué ver la política y el derecho con las joyas y los ríos?
Además, los que se proclaman defensores a ultranza de los derechos humanos, los que hablan siempre de este tema hacen gala de su sobriedad, de su austeridad, si no son pobres dicen que lo son y, por tanto, no se los imagina uno poseyendo alhajas o relacionándose con ellas.
¿Cuál es, repetimos, la conexión de todo esto con el oro, los zafiros tallados en cabujón, o de la forma que sea, y la plata?
Viene uno a enterarse ahora, por otra parte, que a las joyas, o por lo menos a algunas se les ponen nombres, aunque recordamos que a ciertos diamantes, como el maldito Hope, se les ponen nombres .
Esta es, a nuestro jucio, una joya rara, francamente.


© José Luis Alvarez Fermosel


Los sombreros "Panamá" no son de Panamá

Los sombreros de paja conocidos como “Panamá” proceden, en realidad, de Ecuador. Los confeccionan artesanos costeños y de aldeas del interior, que trabajan con verdadero mimo –como se dice que hay que trabajar ahora, sobre todo en la cocina-, el blanco hilo vegetal que constituye la trama de estos cubrecabezas tan simpáticos.
Mujeres morenas de dedos agilísimos deshilachan la fibra de paja llamada toquilla, que deben humedecer constantemente para que no pierda su flexibilidad.
A los ecuatorianos no les gusta que a su artículo de exportación más famoso –que coronó testas tan célebres como las de Grover Cleveland, Herbert Hoover y los reyes Jorge V de Inglaterra y Alfonso XIII de España- los llamen “Panamás”. Tienen razón.
Los buscadores de oro californianos que pasaron por Centroamérica fueron los primeros que los usaron. A su regreso a Nueva York, y al preguntárseles que dónde habían comprado aquellos originales sombreros, dijeron que en Panamá como podrían haber dicho en otro sitio cualquiera.
Cincuenta años después, cuando el ingeniero francés Fernando de Lesseps emprendió, en 1880, la construcción del canal de Panamá, los trabajadores contratados en lugares menos cálidos descubrieron que esos sombreros de ala ancha y estructura rígida eran ideales para protegerse del sol.
Lesseps construyó también el canal de Suez, en Egipto. Según chismes de la época se enamoró de la española Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III. Ella le habría correspondido en secreto. Los ingenieros del estilo aventurero de Lesseps, o los exploradores como Stanley tenían éxito con las mujeres.
El también llamado “jipi japa”, el “canotier” del inefable Maurice Chevalier multiplica cientos de veces su precio al dejar las manos de la tejedora e ingresar en el mercado.
Los artesanos pueden tardar hasta tres meses en terminar un (mal llamado) “Panamá”. La materia prima se encuentra lejos de la bella y caótica capital de Ecuador, Quito. La “Cardulovica palmata”, verdadero nombre de la planta conocida como paja toquilla, crece en las colinas bajas de la ciudad portuaria de Guayaquil, donde hay una región refrescada por las brisas marinas de la corriente de Humbold.
El sombrero de paja constituía uno de los signos distintivos del “indiano”, como se llamaba en España a los emigrantes que se “habían hecho la América” y regresaban ricos a su terruño al cabo de los años, luciendo un anillo con un grueso diamante en el dedo anular de la mano izquierda, balanceando un bastón de caña de Malaca y en la otra mano una jaula con un guacamayo de hermosas plumas rojas, verdes, amarillas y azules.
Pero quien inmortalizó el sombrero de paja fue Maurice Chevalier, que con su frescura y su picardía tan características –tan parisienses- consiguió que armonizara con el esmóquin negro e hizo de él su caballito de batalla artístico, como Carlitos Chaplin con su bombín y su bastoncillo flexible.
Los sombreros de Ecuador se exportan a Japón, Estados Unidos, Brasil, Alemania y España.
Kurt Dortzad, un hombre de negocios alemán de origen judío, que se ha pasado casi toda la vida fabricando “Panamás” y vendiéndolos en el extranjero, produce ahora sólo medio millón de esos sombreros al año y se lamenta de que apenas queden 20.000 tejedores en su fábrica de Cuenca (ciudad homónima de la española).
Ya no se lleva sombrero, ni en invierno ni en verano. Es una lástima, porque es una prenda, por así llamarla, muy sentadora. Carlos Gardel, que cada día canta mejor, le sacó mucho partido a su “gacho” (sombrero flexible) gris perla.
“Quel Panamá!” (1)

(1) Expresión habitual en Francia que describe un conflicto, o algo inusual o extraordinario.


© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 16 de agosto de 2008

Otro caviar

Ya hay caviar de caracol. Y, al parecer, muy rico. El caracol, como es público y notorio, se toma todo con mucha calma. Lo cual demuestra el he­cho, tan significativo, de que tarda nada menos que 36 ho­ras en hacer el amor -¡bendito sea...!
Como resultado pone, o sea, la caracola, cerca de 50 huevecillos unidos entre sí por un hilo viscoso. (¡Todo es viscoso en el ca­racol, Dios mío...!)
Con esos huevos se elabora en Francia un cu­rioso caviar que está haciendo verdadero furor entre los más exigentes “gourmets”.
Ya hay varias granjas dedicadas al cultivo del caracol “petit gris”, de cuyos huevos de primera puesta se afirma que son los más adecuados para la preparación de esta rara variante del caviar que se vende... ¡a 700 dólares el kilo!
Mucho más barato resultó siem­pre comer los caracoles, presentes antes, guisados con un poco de pi­cante en sus cacerolas de barro en los bares y restaurantes de la española Avenida de Mayo de Buenos Aires.
Ahora ya no es tan frecuente encontrarlos, y es una pena, porque si el caracol no es un bicho así como precisamen­te sabroso, sí lo era la salsa que le acompañaba, la cual era lo que en rea­lidad le daba gracia al guiso.
Yo tengo la suerte de comer caracoles con frecuencia en casa de mi inteligente y sensible amiga Àngels Miarnau, que los prepara, como tantas otras “delicacies”, magníficamente.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 14 de agosto de 2008

La brigadilla

Hay gente que, quizás porque no tie­ne pasado, nunca mira hacia atrás -con ira o sin ella-; ni siquiera en esas horas lánguidas del atardecer, cuando le brota al alma el sarpullido de la nostalgia.
Suelen decir esas gentes que les preocupa más el porvenir, que tratan de hacerse a su medida, como el sastre intenta cortarse un traje que le siente tan bien como el que mejor hizo en su vida. Nunca lo consigue.
El futuro de uno es incierto. O me­jor dicho, y por desgracia, bastante seguro: le aguardan a uno, detrás de esa esquina oscura, la vejez, la deca­dencia y el guadañazo de la Desnarigada.
Por eso se evade uno con frecuencia a su agridulce pasado evanescente, que le trae recuerdos de personas, tiempos y sucesos, gratos o no pero pro­pios, particulares, ni globalizados ni computadorizados.
Hoy ha venido a mi memoria el joven, atlético y atractivo inspector Dan de la Brigada Volante de las revistas infantiles que comprábamos ávidamente los ni­ños en los quioscos, hace muchísimos años.
El inspector Dan no tenia nada que ver con ninguno de los miembros de la denominada Brigadilla, salvo el grado.
La Brigadilla era una especie de brigada volante, como la del inspector Dan; pero merecía el diminutivo que le endilgó el pueblo de Madrid porque, como muchas cosas de la lejana España de entonces, estaba prendida con alfileres, o atada con alambre, por así decirlo.
Era una br¡gada de chicha y nabo, que no causaba temor alguno a la gente del bronce; ni siquiera respeto.
Los inspectores de la (policía) secreta que la formaban eran, en definitiva, empleaduchos que por ser afectos al régimen (al régimen de Franco, claro) habian conseguido ese trabajo -ese “quiosco”, como se dice en la Argenti­na- para el que no estaban prepara­dos, aunque algu­nos de ellos habían ingresado por concurso-oposicíón en el Cuerpo Ge­neral de Policía.
Se les exigía el buen manejo de las cuatro reglas (o sea, saber sumar, res­tar, multiplicar y dividir), rudimentos de cultura general y apenas algún requisi­to más de índole burocrática; y se les pro­veía de una pequeña chapa identificatoria, que llevaban detrás de la solapa izquierda de la chaqueta, y de una pistola de pe­queño calibre, generalmente del 7,65, que podían llevar en un bolsillo del pantalón, casi siempre el de atrás, pues en los otros, o en alguno de la chaqueta solían guardar la billetera o la petaca con el tabaco de picadura, el librillo de papel de fumar y el encendedor, o las cerillas.
Se les entregaban también unas es­posas, una linterna y un silbato. Y co­mo no tenían la preparación y el adiestramiento de sus colegas de otras brigadas pasaban a revistar en la hermana menor, la Brigadilla, que era una especie de brigada de costum­bres cuyos inspectores brujuleaban de civil por las calles y, en ocasiones, descubrían a algún muchacho fuman­do grifa -un “ersatz” barato de la mari­huana- junto a un farol y lo detenían y se lo llevaban a la comisaria en el tranvía.
O corrían tras un ratero, al que no solían alcanzar porque los ins­pectores de la Brigadilla eran casi to­dos cuarentones, maduros en aquella época y estaban, además, en una forma física desastrosa, ya que se alimentaban mal comiendo cada dos por tres en algunas tascas de barrio donde se los conocía y sus dueños no les cobraban.
Otras veces sorprendían en esas tabernas, o en otros lugares, a alguien que hablaba mal de Franco mientras jugaba al dominó con varios amigos; y lo detenían y se lo llevaban a la Direcc¡ón General de Seguridad, tomados del brazo. Durante el trayecto, el detenido escuchaba toda clase de palabrotas y amenazas. Estas últimas no solían cumplirse.
Los inspecto­res de la Brigadilla estaban casados, o por lo menos la mayoría de ellos; pero, claro, con esa vida azarosa que llevaban, eri­zada de peligros y plena de excita­ción…, alguno se echaba una querida que solía ser pechugona, morenaza y de ojos negros. Aventura y sexo.
El pueblo de Madrid, que es muy lis­to -y no lo digo porque yo sea madri­leño: yo soy una honrosa excepción que confirma la regla-; el pueblo de Madrid, decía, le puso el remoquete que merecía a una brigada de policía callejera que tenia poca entidad y nin­gún peso y cuyos inspectores, ya digo, apenas se ocupaban de otra cosa que de mantener un cierto orden público y eran gente como uno, que tenía que ganarse el cocido y hacía, con los po­cos e ineficaces instrumentos que te­nía, lo que Dios le daba a entender.
Por eso se llamaba asi, la Brigadilla, a esa brigada tan "sui generis", alguno de cuyos inspectores uno tenía de ve­cino y sabía que era borrachín y, por ahí, aceptaba algunos dinerillos de un almacenero del barrio por "echarle una mirada" al establecimiento cuan­do estaba de servicio por la noche.
La Brigadilla era de cuarta y sus miembros, salvo alguna excepción, no eran malos; no tenian la agresividad y la mala leche de sus colegas de la te­mible Segunda Bis (una brigada espe­cial, dentro de la policia secreta, que trabajaba juntamente con la inteligencia militar).
La Brigadilla era casera, barata, fol­klórica y tiraba a cutre; no era repre­sora, ni siquiera se llevaba a nadie co­do con codo sin motivo ni fundamen­to. Quedó en el desván del recuerdo, oxidada como las pistolas de sus ins­pectores. Y ahí sigue, despertando una sonrisa cuando sale a relucir en una con­versación en casa de unos amigos es­pañoles que hablan de tiempos remotos.


© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 13 de agosto de 2008

Bufones

Bufón viene del italiano "buffo" (risible, cómico). El diccionario dice que bufón es aquél que hace reír. Si bien los bufones ya no existen, sí hay personas que hacen reir e incluso otras que mueven a risa, aunque por lo general éstas últimas no lo saben.
Los antiguos bufones de las cortes me­dievales eran hombrecillos casi siempre enanos, corcovados o con la cabeza a pájaros, como quien dice. A veces perdían las cabezas, en una época en la que las cabezas rodaban con fre­cuencia y por un quítame allá esas pa­jas.
Su oficio consistía en hacer reir a los po­derosos (gente de risa difícil) a cambio de comida y casa regia. Se debatieron siempre entre el aplauso y el castigo de sus amos, muchos de los cuales se divertían más midiéndoles las costillas que celebrando sus bromas.
La existencia de esta pobre gente, que andaba siempre vestida de colorines, con gorros con cascabeles y una suer­te de cetro de tosca madera, en uno de cuyos extremos había, tallada, una ca­ra de muñeca, se remonta a la anti­güedad grecolatina, según el libro "Historias de bufones", escrito por el francés André Gazeau a fina­les del siglo pasado.
El fabulista Esopo -que era jorobado- hizo de bufón en sus comienzos. Homero ha­bla de Térsites en el canto II de "La Ilíada". Térsites, que significa desver­gonzado, era contrahecho, calvo y biz­co pero capaz de cantarle en la cara cuatro verdades al mismísimo Agame­nón.
Muchos de estos titiriteros, correveidiles y contadores de chis­tes se atrevían a veces a criticar a sus amos, o a echarles en cara sus defectos. No solía irles bien. Francesillo de Zúñiga, autor de la "Crónica burlesca" a Car­los V, murió de una paliza que recibió de un cortesano.
Velázquez, que denominó "sabandijas de palacio" a los bufones de la corte de Felipe IV, los plasmó, empero, en muchos de sus lienzos, en ocasiones en retratos de corte. Recordemos, sin ir más lejos, "Las Meninas".
Los bufones divertían a sus dueños, pero su vida no tenía nada de diverti­da. Comían en la cocina con los criados, usaban la mis­ma ropa hasta que se les caía a jiro­nes y tenían que mendigar las mone­das que les daban sus amos, cuan­do se las daban, después de ha­ber hecho el payaso durante un buen rato.
Los bufones pasaron de moda, al menos en Espa­ña, con la llegada de Los Borbones. Se impusieron, en cambio, los favori­tos o validos y, en el caso de Felipe V y Fernando VI, los cantantes italianos. Carlos III no permitía que se le acerca­ra nadie que tuviera un título inferior al de marqués.
La literatura universal dedicó algún espacio, de pasada, a la figura del bufón, que aparece, por ejemplo, en la Come­dia dell'Arte, en el "San Troilo" de Shakespeare y el "Triboulet" de Víctor Hugo.
Se merecen este recuerdo porque, al fin y al cabo, alegraron mal que bien sombrías cortes del pasado.



© José Luis Alvarez Fermosel


martes, 12 de agosto de 2008

Terciar el bastón

“Terciar el bastón” signifi­caba, en la edad de oro de este adminículo, darle a uno de bastonazos, cosa que hizo un día Luis XIV, rey de Francia, quien mo­liendo a palos a un lacayo, rompió uno de sus mejores basto­nes de palisandro. "Hélas!"
El bastón, pieza insustitui­ble en la elegancia mascu­lina durante el primer ter­cio del siglo XX, junto con el sombrero, se resiste a desaparecer como orna­mento. El sombrero ya no lo lleva nadie, o casi nadie.
El escritor español Antonio Gala usa bastón y tiene una interesante colección de ellos. El aristócrata y “play boy” de la misma nacionalidad, Jaime de Mora y Aragón también lo usaba. A Jaime lo llamábamos “Fabiolo” sus amigos porque era hermano de la reina Fabiola de Bélgica que, entre paréntesis, acaba de cumplir 8O años.
El bastón-artilugio adquirió un extraordinario desarro­llo a partir del siglo XVIII. Aún se pueden encontrar piezas que incorporaron relo­jes de sol, recipientes de perfume (o de… ¡veneno!, se­gún lo requiriera la oca­sión), catalejos, cigarre­ras, licoreras, paletas de pintor, estoques, escopetas, juegos de cubiertos y todas las curiosidades que se puedan imaginar.
Todo el mundo recuerda al actor José Ferrer en su (extraordinario) papel del pintor francés Toulouse Lautrec en la película "Moulin Rou­ge", bebiendo el brandy que contenía su bastón hueco, cuyo puño de plata se desenroscaba y servía de vaso.
Los bastones eran también arma ofensiva y defensiva. Había, incluso, una esgrima de bastón. Uno de ellos, mejor dicho, un bastonazo ocasionó una pérdida irreparable: la de un brazo, exactamente el izquierdo, del gran escritor gallego Ramón María del Valle Inclán.
Fue en 1899, en el Nuevo Café de la Montaña de Madrid. Valle y el cronista Manuel Bueno discutían acaloradamente acerca de un duelo –que no los involucraba a ninguno de los dos-.
En un momento dado, Bueno amenazó con su bastón al autor de “Luces de Bohemia”. Valle Inclán tomó de la mesa en la que estaba sentado una jarra llena de agua y la esgrimió como una maza, empapando a sus contertulios. Manuel Bueno le propinó un bastonazo que le incrustó un gémelo del puño de la camisa en la muñeca, causándole una herida.
A los pocos días la herida se gangrenaba rápidamente y no hubo más remedio que ampuntarle el brazo, poco más abajo del codo.
No mucho tiempo después, Valle Inclán citó a Manuel Bueno al mismo café y, tuteándolo por primera vez, le dijo con su voz de trueno:
- Mira, Bueno, lo pasado, pasado. Todavía me queda la mano derecha para estrechar la tuya.
Corrían otros tiempos. Había otra gente.



© José Luis Alvarez Fermosel



domingo, 10 de agosto de 2008

El oso en la literatura y la gastronomía

Imponente y noble animal, que nunca ataca por la espalda, el oso entró hace siglos en la literatura y en el mundo enigmático y barroco de las alegorías.
Madrid es la Villa del Oso y el Madroño. Madroños no hay, evidentemente para evitar la cacofonía Madrid – Madroño, como bien dice el humorista Máximo.
Osos hubo, al parecer, en tiempos remotos. Hoy, exceptuados los del zoológico, el único fichado es de bronce, alemán y habita, heráldico y consular, en el Parque de Berlín, que en realidad no está en Berlín sino en Madrid.
Cuando las casas ronronean a la sordina en la alta madrugada es que, como dijo César González-Ruano, “en la casa grande del recuerdo la noche intemporal canta flamenco por las cañerías”.
Uno recuerda al oso de Julio Cortázar: “Soy el oso de los caños de la casa, tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños”.
De osos más concretos se ocuparon escritores que centraron muchos de sus relatos en el Artico y en el noroeste del Canadá, como James Oliver Curwood y Jack London. Un francés, Jules Verne, presentó en Miguel Strogoff un oso al que el bravo y atlético correo del zar abría en canal de un diestro y vigoroso machetazo, dejándolo despanzurrado sobre la nieve.
Jorge Edwards recuerda que Gustave Flaubert, “… corpulento y solitario, capaz de empresas literarias gigantescas, era consciente de su condición de oso”. Flaubert le escribía a su madre desde Constantinopla -consigna Edwards-: “Estoy resignado a seguir viviendo como he vivido hasta ahora, con mis grandes hombres como compañeros y mi piel de oso como única compañía”.
William Faulkner, un escritor tan apreciado por la… “Academia” (universal), escribió una novela corta, “El Oso”, que forma parte de “¡Desciende, Moisés!”. El oso del relato se llama Old Ben y no terminó en el asador como el que comió Edwards con Pablo Neruda en el Año Nuevo de 1971/1972 en la casa que Neruda tenía en Condé-sur-Iton, en Normandía.
- ¿Así que el oso se come?
- ¡Claro!
- ¿Y cómo se prepara?
- Según la receta que da Alejandro Dumas en su “Gran Diccionario de Cocina” se comen las patas, que se pelan, se lavan y se dejan en adobo durante tres días. Se cuecen con tocino y verdura, se doran en mantequilla derretida, se rebozan con miga de pan y se ponen a la parrila durante una hora. Se salpimentan y se sirven con salsa picantes y jalea de grosella.
Para Camilo José Cela el oso se tiene en el arte cisoria por manjar fortalecedor y apropiado para los caballeros que sufren mal de amores. El autor de “La familia de Pascual Duarte” sostiene que del oso, más o menos, se come todo, aunque la parte que más se aprecie sea el hocico para el cocido, el costillar para el horno y el lomo de abajo para la sartén, después de bien apaleado.
En Madrid hay un restaurante y sidrería que se llama “El Oso”. Está en el barrio denominado “La Moraleja”. No sirven oso.
Uno abjuró tiempo ha de las prácticas cinegéticas, por lo cual no entra en sus cálculos echarse al monte, rifle al hombro, a cazar un oso para comérselo después, o parte de él, por lo menos.
Así que a pesar de interesarle a uno mucho innovar en materia gastronómica, uno se teme que no probará jamás la carne de oso, que no se expende en las carnicerías ni en los supermercados, ni siquiera en lata.


José Luis Alvarez Fermosel




martes, 5 de agosto de 2008

A tiros con el idioma

Se sigue corrompiendo el español, un idioma tan puro, tan cristalino. La noble herramienta de expresión está cada vez más oxidada. No por culpa de quienes tienen una instrucción elemental, o de nivel de enseñanza secundaria, sino de los esnobs, los cursis, los que aprendieron algo, les falta mucho por aprender y creen que lo saben todo: aquellos que van por la vida sentando patente de informados, cuando no de cultos, y piensan que están por encima de sus congéneres. Recordemos lo que dijo Goethe: “Los ignorantes y las personas modestas son igualmente inofensivos. Los verdaderamente peligrosos son los medio ignorantes y medio sabios”.
También están esos pobres muchachos y muchachas de los medios audiovisuales, a quienes se arroja a la calle sin ninguna preparación, se los llama movileros e informan desde donde se produce la noticia en un lenguaje atroz, utilizando mal la mayoría de los tiempos de los verbos, comiéndose letras y un interminable etcétera. No son mejores, por lo general, quienes les preguntan desde los estudios centrales.
Pero los peores, no nos cansaremos de repetirlo, son los “ilustrados”, los que dictan cátedra desde ateneos, salones de té, cafés literarios y otros cenáculos; los…”intelectuales”, por así llamarlos, que a veces escriben oscuras y pedantescas columnas en publicaciones para ellos que salen de pronto y dejan de salir de pronto.
Ni que hablar del lenguaje de los políticos, sus deformaciones de términos castizos, sus …”neologismos”, sus “clichés”, sus latiguillos; no se les viene a las mientes la expresión correcta e inmediatamente se inventan otra que rechina como un clavo sobre un cristal, y ya se queda para siempre.
En estos últimos días hemos oído y leído las siguientes barbaridades:
Transcribir por prescribir, alternancia por alternativa, la editorial por el (artículo) editorial, visibilizar por visualizar, liquado por licuado, chantajeador por chantajista, transversabilidad por transversalidad, distendir por distender, abolicionar por abolir, resquemor por temor, redoblar la apuesta por doblar, o subir la apuesta, enfiebrado por afiebrado o enfebrecido, repletar por llenar algo hasta que esté repleto, complementariedad por complemento, computacional por computadorizado y estrictez por condición de estricto.
Así estamos.


© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 4 de agosto de 2008

"Altri tempi..."

Aquellas terturlias de lejanos tiempos idos que no volverán, con caballeros de largas hopalan­das, zapatos con hebilla plateada y, al fondo, siempre un mayordo­mo más hierático que impasible.
Las damas, con amplios escotes a lo Fragonard y abanicos multicolores, secreteaban con el libro de horas miniado sobre el regazo.
La sobremesa era para los hombres, quie­nes tomaban chocolate con picatostes y bebían lico­res de hierba destilados por sombríos monjes de clau­sura.
Algún gato de raza jugueteaba con el cordón que cerraba y abría los pesados cortinones de moaré color púrpura, o dormitaba en la barroca alfombra de tonos escarlata, dorados y azules.
Coraceros de rubios mostachos rizados con tenacillas, abates epicúreos. Duelos -"¡Mañana, a pistola, detrás de la Catedral...!"-. Chismes y amores ingenuos de encantadoras damiselas.
Una postal nos llega de otro tiempo, que parece no haber existido, a esta era posmoderna sin amores románticos, tertulias, sobremesas ni lances caballerescos.
Está bien. Abre un paréntesis. Establece una pausa. Provoca un suspiro.



© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 2 de agosto de 2008

Aquellos viejos cafés de Buenos Aires...

La piqueta del progreso no ha dejado en pie casi ninguno de los viejos cafés de Buenos Aires, muchos de ellos inmortalizados por el tango y otros convertidos en museos para turistas, como “El Tortoni”, o en reductos de una joven, y no tan joven intelectualidad contestataria, como "La Paz", en el que todo el mundo pide guerra.
El “cafetín de Buenos Aires”, de cuya “(…) mezcla milagrosa de bohemios y suicidas se aprendía filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en ti…”, fue sustituído hace tiempo por “pubs” con chopera de cerveza negra y camareros jóvenes en mangas de camisa.
Los viejos tangueros del Abasto –el barrio de Carlos Gardel- y los no menos veteranos y eternos glosadores de aquel Buenos Aires del diario “Crítica”, Canaro y su orquesta y una calle Corrientes que nunca dormía, caldean ahora su nostalgia con un whisky en modernas cafeterías con mesas de acrílico y profusión de plantas artificiales.
Uno de los cafés más llorados fue “La banderita”, que nació hace casi dos siglos como posada, pulpería y casa de postas para el cambio de caballos. Estaba en el barrio de Barracas, del que era un hito…y un mito. Algunos de sus parroquianos fueron contertulios del letrista de tangos Juan de Dios Filiberto, el pintor Quinquela Martín y el poeta Horacio Ferrer.
A un costado de “La banderita” se hizo una pista para las cuadreras –de 700 metros de longitud- en las que se disputaron las primeras carreras de caballos, precursoras de las que hoy animan los modernos hipódromos de Palermo y San Isidro.
Se jugaba mucho dinero y en el puesto demarcatorio del final –recuerdan los memoriosos-, los perdedores se consolaban de su mala suerte echando un trago, o sea, varios, en la pulpería de Salvador Troise, “El cohetero”, así llamado porque tenía una fábrica de fuegos artificiales.
A muchos viejos restaurantes también se los llevó la trampa. Algunos, remodelados y “aggiornados” como “Bachín” y “Pichín”, reabrieron sus puertas muchos años después y ahí están, sin el carácter, el color y el calor que tuvieron cuando la genta hacía cola en la noche frente a sus puertas.
Las corcheas convivían en esos reductos del buen comer -¡y barato!- con las fusas…y los chorizos parrilleros, mientras las voces canoras y sonoras de poetas urbanos –e incluso suburbanos-, como Alejandro Vignati y Daniel Giribaldi rebotaban contra las ristras de jamones colgados del techo y los anaqueles barrocos de una botillería abundante y lujosa que albergaba amorosamente los caldos vernáculos.
Ahora no se come bien y barato en Buenos Aires, ni hay tertulias de café, ni ginebra de barril, ni versos.

© José Luis Alvarez Fermosel

Anterior:

“La locomotora del amor” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/la-locomotora-del-amor.html)









Saber hablar

He aquí un libro dedicado al orador que es, asimismo, de gran interés para el periodista (de la gráfica y de la electrónica), y para todos aquellos que quieran expresarse con justeza y corrección. Se trata de “Saber hablar”, una publicación del Instituto Cervantes coordinada por Antonio Briz Gómez, Marta Albelda Marco y María José Fernández Colomer, entre otros lingüistas. El libro ha sido editado por Aguilar –una editorial del Grupo Santillana-, tiene 272 páginas y mide 24 por 15 centímetros.
En una de sus partes se dice que expresarse bien depende, en gran parte, de la variedad y riqueza del léxico que se utilice al hablar.
En ese sentido se refiere al “vocabulario limitado, con un empleo abusivo de términos comodi­nes como el sustantivo «tema», en detrimento de la riqueza expre­siva de los términos casi sinónimos entre los que podrían señalarse para este caso: «asunto», «cuestión», «materia», «contenido», «proyecto», «motivo», «problema», «aspecto», «razón», «tesis», «argumento», «elemento», etcétera”.
El… “tema” del tema es una de las pesadillas que atormentan al lector, al oyente de radio y al televidente. Hay “tema” para todo: el “tema” del frío –o del calor, según la estación-, el “tema” del campo, el “tema” de la ciudad, el “tema” de…
El libro señala también que “otros ejemplos interesantes los constituyen algunos adjetivos que se utilizan para describir a las personas, tales como «tacaño», que no deja salir a la luz a otros tan expresivos como «miserable», «rácano», «ruin», «mezquino», «avaro», «avaricioso», «sórdido», «agarrado», «cicate­ro», «usurero», «interesado», «roñoso»...; o el coloquial cabezo­ta -o cabezón-, que nos priva de los matices de otros muchos como «testarudo», «obstinado», «terco», «pertinaz», «irredu­cible», «porfiado», «tozudo», «obcecado», «inflexible», «empecinado», «intransigente», «tenaz», «persistente», etcétera”.
Con respecto a la falta de precisión, “se emplean términos generales por otros de significación más precisa. Es más adecuado y exacto, por ejemplo, decir «impartir» una conferencia que «dar» una con­ferencia, «arrestar» a un ladrón que «detener» a un ladrón, o “la boda se celebrará” que “la boda será”.
Para el libro, “la precisión léxica puede de­sarrollarse con ejercicios prácticos consistentes en sustituir, en una serie de frases dadas, aquellas palabras de significado muy general: verbos como «hacer», «ser», «dar», «poner» o «ha­ber»; sustantivos como «cosa», «eso», etcétera, por otras más precisas o más especializadas en ciertos contextos concretos”.
No ya nosotros, el Instituto Cervantes, mediante su libro “Saber hablar”, se queja de que “en los medios audiovisuales se cometen constantemente errores como decir que el turismo ha descendido este verano por la "climatolo­gía adversa”. ¿No debería decirse el «clima» adverso? La «climatología» es una ciencia encargada del estudio del clima, mientras que el «clima» se refiere a la temperatura y a las condiciones atmosféricas y es el que debería utilizarse en es­ta ocasión. Lo adverso es el clima, no la climatología”.
Además de ser muy útil para quienes hablan frecuentemente en público, este trabajo del Instituto Cervantes lo es también, repetimos, para escritores, periodistas, traductores, redactores de manuales, folletos, locutores y todos aquellos que tienen como oficio expresarse oralmente o por escrito.


© José Luis Alvarez Fermosel