Imponente y noble animal, que nunca ataca por la espalda, el oso entró hace siglos en la literatura y en el mundo enigmático y barroco de las alegorías.
Madrid es la Villa del Oso y el Madroño. Madroños no hay, evidentemente para evitar la cacofonía Madrid – Madroño, como bien dice el humorista Máximo.
Osos hubo, al parecer, en tiempos remotos. Hoy, exceptuados los del zoológico, el único fichado es de bronce, alemán y habita, heráldico y consular, en el Parque de Berlín, que en realidad no está en Berlín sino en Madrid.
Cuando las casas ronronean a la sordina en la alta madrugada es que, como dijo César González-Ruano, “en la casa grande del recuerdo la noche intemporal canta flamenco por las cañerías”.
Uno recuerda al oso de Julio Cortázar: “Soy el oso de los caños de la casa, tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños”.
De osos más concretos se ocuparon escritores que centraron muchos de sus relatos en el Artico y en el noroeste del Canadá, como James Oliver Curwood y Jack London. Un francés, Jules Verne, presentó en Miguel Strogoff un oso al que el bravo y atlético correo del zar abría en canal de un diestro y vigoroso machetazo, dejándolo despanzurrado sobre la nieve.
Jorge Edwards recuerda que Gustave Flaubert, “… corpulento y solitario, capaz de empresas literarias gigantescas, era consciente de su condición de oso”. Flaubert le escribía a su madre desde Constantinopla -consigna Edwards-: “Estoy resignado a seguir viviendo como he vivido hasta ahora, con mis grandes hombres como compañeros y mi piel de oso como única compañía”.
William Faulkner, un escritor tan apreciado por la… “Academia” (universal), escribió una novela corta, “El Oso”, que forma parte de “¡Desciende, Moisés!”. El oso del relato se llama Old Ben y no terminó en el asador como el que comió Edwards con Pablo Neruda en el Año Nuevo de 1971/1972 en la casa que Neruda tenía en Condé-sur-Iton, en Normandía.
- ¿Así que el oso se come?
- ¡Claro!
- ¿Y cómo se prepara?
- Según la receta que da Alejandro Dumas en su “Gran Diccionario de Cocina” se comen las patas, que se pelan, se lavan y se dejan en adobo durante tres días. Se cuecen con tocino y verdura, se doran en mantequilla derretida, se rebozan con miga de pan y se ponen a la parrila durante una hora. Se salpimentan y se sirven con salsa picantes y jalea de grosella.
Para Camilo José Cela el oso se tiene en el arte cisoria por manjar fortalecedor y apropiado para los caballeros que sufren mal de amores. El autor de “La familia de Pascual Duarte” sostiene que del oso, más o menos, se come todo, aunque la parte que más se aprecie sea el hocico para el cocido, el costillar para el horno y el lomo de abajo para la sartén, después de bien apaleado.
En Madrid hay un restaurante y sidrería que se llama “El Oso”. Está en el barrio denominado “La Moraleja”. No sirven oso.
Uno abjuró tiempo ha de las prácticas cinegéticas, por lo cual no entra en sus cálculos echarse al monte, rifle al hombro, a cazar un oso para comérselo después, o parte de él, por lo menos.
Así que a pesar de interesarle a uno mucho innovar en materia gastronómica, uno se teme que no probará jamás la carne de oso, que no se expende en las carnicerías ni en los supermercados, ni siquiera en lata.
Madrid es la Villa del Oso y el Madroño. Madroños no hay, evidentemente para evitar la cacofonía Madrid – Madroño, como bien dice el humorista Máximo.
Osos hubo, al parecer, en tiempos remotos. Hoy, exceptuados los del zoológico, el único fichado es de bronce, alemán y habita, heráldico y consular, en el Parque de Berlín, que en realidad no está en Berlín sino en Madrid.
Cuando las casas ronronean a la sordina en la alta madrugada es que, como dijo César González-Ruano, “en la casa grande del recuerdo la noche intemporal canta flamenco por las cañerías”.
Uno recuerda al oso de Julio Cortázar: “Soy el oso de los caños de la casa, tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños”.
De osos más concretos se ocuparon escritores que centraron muchos de sus relatos en el Artico y en el noroeste del Canadá, como James Oliver Curwood y Jack London. Un francés, Jules Verne, presentó en Miguel Strogoff un oso al que el bravo y atlético correo del zar abría en canal de un diestro y vigoroso machetazo, dejándolo despanzurrado sobre la nieve.
Jorge Edwards recuerda que Gustave Flaubert, “… corpulento y solitario, capaz de empresas literarias gigantescas, era consciente de su condición de oso”. Flaubert le escribía a su madre desde Constantinopla -consigna Edwards-: “Estoy resignado a seguir viviendo como he vivido hasta ahora, con mis grandes hombres como compañeros y mi piel de oso como única compañía”.
William Faulkner, un escritor tan apreciado por la… “Academia” (universal), escribió una novela corta, “El Oso”, que forma parte de “¡Desciende, Moisés!”. El oso del relato se llama Old Ben y no terminó en el asador como el que comió Edwards con Pablo Neruda en el Año Nuevo de 1971/1972 en la casa que Neruda tenía en Condé-sur-Iton, en Normandía.
- ¿Así que el oso se come?
- ¡Claro!
- ¿Y cómo se prepara?
- Según la receta que da Alejandro Dumas en su “Gran Diccionario de Cocina” se comen las patas, que se pelan, se lavan y se dejan en adobo durante tres días. Se cuecen con tocino y verdura, se doran en mantequilla derretida, se rebozan con miga de pan y se ponen a la parrila durante una hora. Se salpimentan y se sirven con salsa picantes y jalea de grosella.
Para Camilo José Cela el oso se tiene en el arte cisoria por manjar fortalecedor y apropiado para los caballeros que sufren mal de amores. El autor de “La familia de Pascual Duarte” sostiene que del oso, más o menos, se come todo, aunque la parte que más se aprecie sea el hocico para el cocido, el costillar para el horno y el lomo de abajo para la sartén, después de bien apaleado.
En Madrid hay un restaurante y sidrería que se llama “El Oso”. Está en el barrio denominado “La Moraleja”. No sirven oso.
Uno abjuró tiempo ha de las prácticas cinegéticas, por lo cual no entra en sus cálculos echarse al monte, rifle al hombro, a cazar un oso para comérselo después, o parte de él, por lo menos.
Así que a pesar de interesarle a uno mucho innovar en materia gastronómica, uno se teme que no probará jamás la carne de oso, que no se expende en las carnicerías ni en los supermercados, ni siquiera en lata.
José Luis Alvarez Fermosel
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