Hay gente que, quizás porque no tiene pasado, nunca mira hacia atrás -con ira o sin ella-; ni siquiera en esas horas lánguidas del atardecer, cuando le brota al alma el sarpullido de la nostalgia.
Suelen decir esas gentes que les preocupa más el porvenir, que tratan de hacerse a su medida, como el sastre intenta cortarse un traje que le siente tan bien como el que mejor hizo en su vida. Nunca lo consigue.
El futuro de uno es incierto. O mejor dicho, y por desgracia, bastante seguro: le aguardan a uno, detrás de esa esquina oscura, la vejez, la decadencia y el guadañazo de la Desnarigada.
Por eso se evade uno con frecuencia a su agridulce pasado evanescente, que le trae recuerdos de personas, tiempos y sucesos, gratos o no pero propios, particulares, ni globalizados ni computadorizados.
Hoy ha venido a mi memoria el joven, atlético y atractivo inspector Dan de la Brigada Volante de las revistas infantiles que comprábamos ávidamente los niños en los quioscos, hace muchísimos años.
El inspector Dan no tenia nada que ver con ninguno de los miembros de la denominada Brigadilla, salvo el grado.
La Brigadilla era una especie de brigada volante, como la del inspector Dan; pero merecía el diminutivo que le endilgó el pueblo de Madrid porque, como muchas cosas de la lejana España de entonces, estaba prendida con alfileres, o atada con alambre, por así decirlo.
Era una br¡gada de chicha y nabo, que no causaba temor alguno a la gente del bronce; ni siquiera respeto.
Los inspectores de la (policía) secreta que la formaban eran, en definitiva, empleaduchos que por ser afectos al régimen (al régimen de Franco, claro) habian conseguido ese trabajo -ese “quiosco”, como se dice en la Argentina- para el que no estaban preparados, aunque algunos de ellos habían ingresado por concurso-oposicíón en el Cuerpo General de Policía.
Se les exigía el buen manejo de las cuatro reglas (o sea, saber sumar, restar, multiplicar y dividir), rudimentos de cultura general y apenas algún requisito más de índole burocrática; y se les proveía de una pequeña chapa identificatoria, que llevaban detrás de la solapa izquierda de la chaqueta, y de una pistola de pequeño calibre, generalmente del 7,65, que podían llevar en un bolsillo del pantalón, casi siempre el de atrás, pues en los otros, o en alguno de la chaqueta solían guardar la billetera o la petaca con el tabaco de picadura, el librillo de papel de fumar y el encendedor, o las cerillas.
Se les entregaban también unas esposas, una linterna y un silbato. Y como no tenían la preparación y el adiestramiento de sus colegas de otras brigadas pasaban a revistar en la hermana menor, la Brigadilla, que era una especie de brigada de costumbres cuyos inspectores brujuleaban de civil por las calles y, en ocasiones, descubrían a algún muchacho fumando grifa -un “ersatz” barato de la marihuana- junto a un farol y lo detenían y se lo llevaban a la comisaria en el tranvía.
O corrían tras un ratero, al que no solían alcanzar porque los inspectores de la Brigadilla eran casi todos cuarentones, maduros en aquella época y estaban, además, en una forma física desastrosa, ya que se alimentaban mal comiendo cada dos por tres en algunas tascas de barrio donde se los conocía y sus dueños no les cobraban.
Otras veces sorprendían en esas tabernas, o en otros lugares, a alguien que hablaba mal de Franco mientras jugaba al dominó con varios amigos; y lo detenían y se lo llevaban a la Direcc¡ón General de Seguridad, tomados del brazo. Durante el trayecto, el detenido escuchaba toda clase de palabrotas y amenazas. Estas últimas no solían cumplirse.
Los inspectores de la Brigadilla estaban casados, o por lo menos la mayoría de ellos; pero, claro, con esa vida azarosa que llevaban, erizada de peligros y plena de excitación…, alguno se echaba una querida que solía ser pechugona, morenaza y de ojos negros. Aventura y sexo.
El pueblo de Madrid, que es muy listo -y no lo digo porque yo sea madrileño: yo soy una honrosa excepción que confirma la regla-; el pueblo de Madrid, decía, le puso el remoquete que merecía a una brigada de policía callejera que tenia poca entidad y ningún peso y cuyos inspectores, ya digo, apenas se ocupaban de otra cosa que de mantener un cierto orden público y eran gente como uno, que tenía que ganarse el cocido y hacía, con los pocos e ineficaces instrumentos que tenía, lo que Dios le daba a entender.
Por eso se llamaba asi, la Brigadilla, a esa brigada tan "sui generis", alguno de cuyos inspectores uno tenía de vecino y sabía que era borrachín y, por ahí, aceptaba algunos dinerillos de un almacenero del barrio por "echarle una mirada" al establecimiento cuando estaba de servicio por la noche.
La Brigadilla era de cuarta y sus miembros, salvo alguna excepción, no eran malos; no tenian la agresividad y la mala leche de sus colegas de la temible Segunda Bis (una brigada especial, dentro de la policia secreta, que trabajaba juntamente con la inteligencia militar).
La Brigadilla era casera, barata, folklórica y tiraba a cutre; no era represora, ni siquiera se llevaba a nadie codo con codo sin motivo ni fundamento. Quedó en el desván del recuerdo, oxidada como las pistolas de sus inspectores. Y ahí sigue, despertando una sonrisa cuando sale a relucir en una conversación en casa de unos amigos españoles que hablan de tiempos remotos.
Suelen decir esas gentes que les preocupa más el porvenir, que tratan de hacerse a su medida, como el sastre intenta cortarse un traje que le siente tan bien como el que mejor hizo en su vida. Nunca lo consigue.
El futuro de uno es incierto. O mejor dicho, y por desgracia, bastante seguro: le aguardan a uno, detrás de esa esquina oscura, la vejez, la decadencia y el guadañazo de la Desnarigada.
Por eso se evade uno con frecuencia a su agridulce pasado evanescente, que le trae recuerdos de personas, tiempos y sucesos, gratos o no pero propios, particulares, ni globalizados ni computadorizados.
Hoy ha venido a mi memoria el joven, atlético y atractivo inspector Dan de la Brigada Volante de las revistas infantiles que comprábamos ávidamente los niños en los quioscos, hace muchísimos años.
El inspector Dan no tenia nada que ver con ninguno de los miembros de la denominada Brigadilla, salvo el grado.
La Brigadilla era una especie de brigada volante, como la del inspector Dan; pero merecía el diminutivo que le endilgó el pueblo de Madrid porque, como muchas cosas de la lejana España de entonces, estaba prendida con alfileres, o atada con alambre, por así decirlo.
Era una br¡gada de chicha y nabo, que no causaba temor alguno a la gente del bronce; ni siquiera respeto.
Los inspectores de la (policía) secreta que la formaban eran, en definitiva, empleaduchos que por ser afectos al régimen (al régimen de Franco, claro) habian conseguido ese trabajo -ese “quiosco”, como se dice en la Argentina- para el que no estaban preparados, aunque algunos de ellos habían ingresado por concurso-oposicíón en el Cuerpo General de Policía.
Se les exigía el buen manejo de las cuatro reglas (o sea, saber sumar, restar, multiplicar y dividir), rudimentos de cultura general y apenas algún requisito más de índole burocrática; y se les proveía de una pequeña chapa identificatoria, que llevaban detrás de la solapa izquierda de la chaqueta, y de una pistola de pequeño calibre, generalmente del 7,65, que podían llevar en un bolsillo del pantalón, casi siempre el de atrás, pues en los otros, o en alguno de la chaqueta solían guardar la billetera o la petaca con el tabaco de picadura, el librillo de papel de fumar y el encendedor, o las cerillas.
Se les entregaban también unas esposas, una linterna y un silbato. Y como no tenían la preparación y el adiestramiento de sus colegas de otras brigadas pasaban a revistar en la hermana menor, la Brigadilla, que era una especie de brigada de costumbres cuyos inspectores brujuleaban de civil por las calles y, en ocasiones, descubrían a algún muchacho fumando grifa -un “ersatz” barato de la marihuana- junto a un farol y lo detenían y se lo llevaban a la comisaria en el tranvía.
O corrían tras un ratero, al que no solían alcanzar porque los inspectores de la Brigadilla eran casi todos cuarentones, maduros en aquella época y estaban, además, en una forma física desastrosa, ya que se alimentaban mal comiendo cada dos por tres en algunas tascas de barrio donde se los conocía y sus dueños no les cobraban.
Otras veces sorprendían en esas tabernas, o en otros lugares, a alguien que hablaba mal de Franco mientras jugaba al dominó con varios amigos; y lo detenían y se lo llevaban a la Direcc¡ón General de Seguridad, tomados del brazo. Durante el trayecto, el detenido escuchaba toda clase de palabrotas y amenazas. Estas últimas no solían cumplirse.
Los inspectores de la Brigadilla estaban casados, o por lo menos la mayoría de ellos; pero, claro, con esa vida azarosa que llevaban, erizada de peligros y plena de excitación…, alguno se echaba una querida que solía ser pechugona, morenaza y de ojos negros. Aventura y sexo.
El pueblo de Madrid, que es muy listo -y no lo digo porque yo sea madrileño: yo soy una honrosa excepción que confirma la regla-; el pueblo de Madrid, decía, le puso el remoquete que merecía a una brigada de policía callejera que tenia poca entidad y ningún peso y cuyos inspectores, ya digo, apenas se ocupaban de otra cosa que de mantener un cierto orden público y eran gente como uno, que tenía que ganarse el cocido y hacía, con los pocos e ineficaces instrumentos que tenía, lo que Dios le daba a entender.
Por eso se llamaba asi, la Brigadilla, a esa brigada tan "sui generis", alguno de cuyos inspectores uno tenía de vecino y sabía que era borrachín y, por ahí, aceptaba algunos dinerillos de un almacenero del barrio por "echarle una mirada" al establecimiento cuando estaba de servicio por la noche.
La Brigadilla era de cuarta y sus miembros, salvo alguna excepción, no eran malos; no tenian la agresividad y la mala leche de sus colegas de la temible Segunda Bis (una brigada especial, dentro de la policia secreta, que trabajaba juntamente con la inteligencia militar).
La Brigadilla era casera, barata, folklórica y tiraba a cutre; no era represora, ni siquiera se llevaba a nadie codo con codo sin motivo ni fundamento. Quedó en el desván del recuerdo, oxidada como las pistolas de sus inspectores. Y ahí sigue, despertando una sonrisa cuando sale a relucir en una conversación en casa de unos amigos españoles que hablan de tiempos remotos.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
Hola, Caballero Español: Mis felicitaciones por ser tan excelente en todos los temas que tratas. Sos tan inteligente y tan culto que podés pasar de un tema de humor a otro de historia, de idiomas a fotos, etc. Además, escribís tan bien que da gusto leerte. Mil felicitaciones. También tu labor en la radio es magnífica. Eduardo (barrio Norte)
Eduardo: todo el trabajo, los inconvenientes, las dificultades -que aunque parezca que no existen en este trabajo- merecen la pena cuando se reciben renglones tan generosos, tan estimulantes y tan entrañables. Tanto más valorable es todo esto cuanto que lo más común es la crítica destructiva. Un fuerte abrazo.
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