jueves, 25 de septiembre de 2014

Sopena, in memoriam



Hace unos días encontré en una librería de una céntrica avenida de Buenos Aires la novela El prisionero de Zenda, de Anthony Hope, en una edición de bolsillo de Sopena de tapa blanda en color, de 7  por 11 centímetros.
Está tan bien traducida que en cuanto empecé a releerla, con la emoción consiguiente, me pareció escuchar una especie de música. Procedía de una prosa impecable, perfectamente estructurada y trabajada, sin ripios, sin vulgarismos, sin cacofonías, con los tiempos de los verbos –incluído el gerundio-, las preposiciones, las conjunciones y otras partes de la oración correctamente utilizadas.
La pulquérrima traducción de textos en otros idiomas fue siempre una de las características de los libros de Sopena, una entrañable editorial que publicaba, entre otras, novelas de aventuras que los niños devorábamos.
A mí me formó la colección mi padre. De vez en cuando me regalaba una novela. Al final hubo que improvisar en mi cuarto una biblioteca con unas cuantas tablas, pues los libros se amontonaban por todas partes.
Las mudanzas de habitación, de casa y fundamentalmente los predadores diezmaron aquella biblioteca, la primera de mi vida y la que más lamenté perder.
Hasta el tipo de letra era cómodo para leer. Y la encuadernación perfecta. Jamás se despegaba una página.
La editorial Ramón Sopena era sencilla, humilde, no tenía pretensiones. No figuraba en los libros el nombre del traductor ni del dibujante que hacía las portadas. Una primera hoja con el título en grandes caracteres, otra con el título, de nuevo, los nombres del autor, del sello editorial y su razón social: Provenza 95, Barcelona (España). Una breve biografía del autor y a renglón seguido empezaba la obra propiamente dicha.

De El fantasma de Canterville a la Biblia

Editados por Sopena leímos desde El fantasma de Canterwille de Oscar Wilde a la Biblia. Nos encariñamos con personajes como el disparatado e hilarante Tartarin de Tarascon, Los tres Mosqueteros y Los compañeros de la antorcha de Xavier de Montepin. Nos pareció en algún momento de su lectura que viajábamos en el Buque Fantasma del capitán Marryat, o que compartíamos las aventuras de Arthur Gordon Pym.
Naturalmente nos hicimos amigos de los habitantes de la Isla Misteriosa. Nuestro favorito no fue el talentoso y providente ingeniero Ciro Smith, sino el intrépido y aplomado periodista Gedeon Spilett, que había cubierto la Guerra de Secesión.
Del mismo modo, entre los pirata de la Malasia preferimos el flemático lusitano Yáñez. Fumaba largos cigarros brasileños de hoja y ceñía al cinto un par de damasquinadas pistolas de culatas de marfil.
Aquellos caballeros eran de rompe y rasga. No se quedaban atrás el último abencerraje de Chateaubriand –cuyas magníficas Memorias de Ultratumba descubriríamos años más tarde- ni el Héctor Fieramosca de Massimo d’Azeglio, el Caballero de Harmental de Alejandro Dumas o el John el Largo de Stevenson.
Nos emocionaban las poesías de Campoamor, las rimas de Bécquer y los cuentos sentimentales de Hans Christian Andersen, sobre todo el del soldadito de plomo.
Moby Dick, Cyrano de Bergerac, Marco Polo, el conde Lucanor, el capitán Contreras…

El Martín Fierro

Leímos el Martín Fierro antes de ni siquiera soñar que algún día viajaríamos a la Argentina. Hasta Pedro Ocón de Oro nos brindaba sus jeroglíficos y crucigramas. Si continuáramos citando nombres y autores de Sopena, no terminaríamos nunca.
A las enseñanzas que íbamos recibiendo en el colegio durante nuestro bachillerato se unían las que nos proporcionaban aquellos fascinantes libros de Sopena, que además de instruirnos nos deleitaban.
Ramón Sopena López fundó en 1894 la editorial Sopena, que editó varias colecciones de libros, diccionarios y una enciclopedia en cinco tomos. Su última dirección fue Córcega 60, Barcelona (España).
La editorial Sopena quebró en 2004.
De El Prisionero de Zenda  –como de tantas otras obra editadas por Sopena- se hicieron varias versiones teatrales y cinematográficas, entre estás últimas una (1937) con Douglas Fairbanks hijo,  Ronald Colman y Madeleine Carroll como protagonistas y otra más moderna (1952) con Stewart Granger, Deborah Kerr y James Mason, que bordaba el papel del sibilino Rupert of Henzau.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 22 de septiembre de 2014

Versos malos y alguno bueno



Todos tenemos algún conocido que habla en verso. Gente simpática, de cierto ingenio. Suelen frecuentar teatros, cafés, diarios, revistas y otros lugares donde siempre hay actores, periodistas y gente que cuenta chistes. Algunas de sus cosas a veces se publican, o se hacen populares rodando por ahí de boca en boca.
Recuerdo a un empleado de un teatro de Madrid que era una especie de comodín, un hombre muy agradable y muy eficiente que se ocupaba de todo y resolvía cualquier problema que se planteara.
Una vez el director le pidió que le dijera a un actor que subiera a verle. El empleado, cuyo nombre no recuerdo, cumplió inmediatamente el encargo, diciéndole al intérprete:

“Oye, Riera,
que dice el director,
que cuando termine la función,
que subas a la dirección,
que en la dirección te espera”.

De chicos repetíamos esta cantinela deliciosamente surrealista, que todavía recuerdo:

“Pinto, pinto, gorgorito,
saca las vacas a veinticinco.
¿En qué lugar?
En Portugal.
¿En que calleja?
En Moraleja, esconde la mano que viene la vieja”.

Aquel otro decía:

“Eres joven y eres rica;
¿qué más quieres, Federica?”.

Y Ramón Miarnau Roca lo mejoraba sensiblemente recitando:

“Eres joven, eres guapo
y con dinero.
¿Qué más quieres, Baldomero?
Ser más joven, ser más guapo,
ser más rico
y llamarme Federico”.

 Hay una copla vasca rotunda a más no poder:

“Viva la gente de trueno,
 viva la gente torera,
 viva todo aquel que dice:
¡Salga el sol por donde quiera!”.

Indudablemente, los peores versos de la lengua española son éstos:

“Eres en virtudes rico,
siendo de Luzbel espanto:
¡Federico Tedeschini,
arzobispo de Lepanto”.

No se sabe, o por lo menos yo no sé quién fue el autor.
Federico Tedeschini era Sustituto de la Secretaría del Estado Vaticano cuando Benedicto XV, en las postrimerías de su pontificado, lo destinó a la Nunciatura de Madrid el 13 de marzo de 1921 para sustituir al Nuncio Apostólico Francisco Ragoneri, que había estado en España desde 1913.
Como remate, para dejar un buen sabor de boca, como además estamos en primavera, vaya el soneto 126 de Lope de Vega:

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.”

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 21 de septiembre de 2014

Flores azules en primavera



Salí a comprar flores. Al fin y al cabo, ya es primavera: la estación de las flores, los idilios, las puestas de sol preciosas, el aroma de los jazmines -me parece que no: ¿los jazmines no florecen en verano?-.
Había poca gente en la calle. El cielo estaba azul pálido. De pronto, se ponía gris.
No percibí esa sutil transparencia como de celofán, ese pasar los minutos con una sordina especial; no ladraba alegremente ningún perro jovencillo y vivaz.
Pasaron unos señores mayores con pantalones bermudas, calcetines cortos, caídos, y esas zapatillas deportivas enormes que, no sé por qué, se llevan siempre sucias.
Seguí caminando. La tarde estaba tensa, latía una soterrada afectividad dulcemente rebelde.    
Me acordé de los versos de Julio Huasi: “Tu maringote hizo motín, tomó la nave y se fue con su brújula infernal rumbo a los ángeles”.
Unas muchachas, solas, pasaron hablando por teléfonos celulares. Unos muchachos, solos, pasaron hablando por teléfonos celulares.
Entré en el bar. Siempre es bueno ir al bar en primavera. La camarerita es trigueña y tiene los ojos del mismo color de las castañas maduras.
- ¡Feliz primavera! –le digo.
- ¿Qué? –me contesta.
- Que hoy ha entrado la primavera en Argentina y te la deseo muy feliz.
Me mira con cierto recelo.
- ¿Me pones un gin tonic?
- ¿Con qué gin?
- Con Beefeater.
Una teoría modernosa de bar elegante con olor a jugo de tomate con especias, mantequilla caliente y unas flores silvestres que alguien -¡menos mal!- ha introducido en un búcaro de piedra verdosa.
Me perdí la jarana de los estudiantes en los parques de Palermo y otros festejos y actividades en jardines y plazas.
No escucho en la tarde evanescente tañido de campanas ni música de violines, ni de ningún otro instrumento.
Compro las flores, por fin. Unas flores azules humildes, como de campo.
- Azules como sus ojos –le digo a la señora que me las vende.
- Como su campera, que por cierto es de Valencia, por lo que dice el bordado.
- Sí, es de un club de equitación de Valencia (España). Concretamente del Club Escuela de Salto (CES). Se la expropié inicuamente a mi hijo Juan Ignacio cuando estuvo en Buenos Aires, hace unos días.
Qué raras vienen ahora las primaveras…

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Estilo "dandy"



Los entendidos dicen que la moda masculina que viene no va a caracterizarse precisamente por el estilo “dandy” –palabra inglesa que la Real Academia Española se obstinó en desvirtuar, españolizándola, y le cambió la y final por una i latina, aunque peor fue lo que hizo con el whisky llamándole “güisqui”, con diéresis y todo-. Nadie lo dice ni lo escribe así. Ni mucho menos lo bebe así.
Siempre se identificó al “dandy” con un caballero elegante, y con razón. Pero el “dandy”, el hombre perteneciente al dandismo, fue algo más. Representó un movimiento que tuvo mucho que ver con la ética y la estética.
La ética, como se sabe, es la parte de la filosofía que trata de la moral y las obligaciones del hombre. La estética –término introducido por Alexander Baumgarten en 1750- es el estudio del arte, sus categorías fundamentales, sus tareas y sus relaciones con la naturaleza y el hombre.
El dandismo fue un estilo de vida, una actitud ante la sociedad. Más allá del buen vestir tuvo una significación y una trascendencia profundas y constituyó una metafísica, una postura particular respecto al ser y aparecer, directamente relacionada con la modernidad.
En el ocaso de una época, Charles Baudelaire identificó el dandismo como la última hazaña posible: un afán de hacer de la apariencia una aristeia (excelencia). No fue una simple frivolidad, como piensan algunos. Tanto más cuanto que implicaba una suerte de ascesis, una disciplina rígida y exigente, un refinamiento espiritual y un interés por lo artístico y cultural que venía del prerrafaelismo de Dante Gabriel Rossetti.
Hay quienes han calificado de “dandy”, en la actualidad, al futbolista inglés David Beckham, que es sólo, ¡y nada menos!, un hombre que se viste muy bien.   
Desde mucho antes, el (supuesto) prototipo del “dandy” fue George “Beau” Brummell, que tenía un físico privilegiado y a quien le sentaba muy bien la ropa, toda la que se ponía. Tenía muy buen gusto, eso no puede negarse, y gastaba en vestir a manos llenas.
Brummell revolucionó la barroca moda de las coloridas casacas floreadas de su época -finales del siglo XVIII y principios del XIX-, pero no dio la talla de “dandy”. Le faltó fibra. Por eso no supo nunca valerse por sí mismo. Cuando el Príncipe de Gales –futuro rey Jorge IV de Inglaterra- le retiró su mecenazgo empezó su declive, al que siguieron rápidamente la bancarrota, la huída de Inglaterra, acosado por sus acreedores, una existencia que de incierta pasó a  miserable y tuvo, como triste final, la locura y la muerte en Caen (Francia), a los 61 años.
“Dandies” fueron literatos y estetas como Lord Byron, Percy Shelley, John Keats, Théophile Gautier, Jules Barbey d’Aurevilly, Oscar Wilde, Jores-Karl Huysmans, que basándose en un personaje brillante, refinado y libertino, Des Esseintes, creó su excéntrico héroe de Au rebours.
En España fungió de “dandy”, en pleno siglo XX, César González-Ruano, un magnífico periodista, o un magnífico escritor en diarios, como Larra, otro “dandy”. Iba al Café Gijón de Madrid, donde escribía, y tiraba sobre el velador de mármol la pitillera de oro firmada por el rey Alfonso XIII y las cerillas de la cocinera. Eso era dandismo. Si hubiera depositado un encendedor de oro –que debía tenerlos- al lado de la cigarrera, ese gesto habría sido una ordinariez propia de un nuevo rico o el exhibicionismo pedante de un esnob adinerado de tres al cuarto.

Marrón y azul

En Argentina se tuvo por “dandies” –que nos perdone la Real Academia Española, pero nosotros seguimos aferrados al origen británico del término-, a varios caballeros, como el diputado demócrata progresista Horacio Thedy, parroquiano del Petit Café de la avenida Callao y creador del “clarito”, que se diferencia del martini –al que tan aficionados son los estadounidenses- porque lleva una corteza de limón en lugar de la clásica aceituna verde, que ahora son dos. Thedy supo combinar a la perfección los tonos azules y castaños en la indumentaria masculina.
También se consideró “dandy” a Borges, que vestía impecablemente a la inglesa. Pero a nuestro juicio el autor de “Ficciones” estaba más en la línea de un Catón el Censor o, dentro de la escolástica, de Scoto Erigena, fundador del Seminario de Oxford, piedra angular de la futura Universidad. Yo lo vi siempre más “dandy” a Bioy Casares que a Borges, pero la mía es una opinión muy personal y, por tanto, también muy discutible.
El “dandy” argentino por antonomasia fue Jorge Newbery, aviador, ingeniero, científico, deportista –excelente boxeador-, cuya merecida fama de “gentleman” y su valor físico le llevaron a figurar en muchos tangos. El más conocido fue Corrientes y Esmeralda (1933), con letra de Celedonio Flores y música de F. Pracanico, que alude a su predominio en peleas callejeras sobre los malevos que paraban en la esquina de la entonces Corrientes angosta y la calle Esmeralda, quienes solían tirar de cuchillo, pero no sabían boxear. El tango que citamos antes lo explica cuando dice, refiriéndose a la famosa esquina: Amainaron guapos junto a tus ochavas/cuando un elegante los calzó de “cross”/y te dieron lustre las patotas bravas/allá por el año… novecientos dos…
Quizás fue Albert Camus quien mejor explicó la quintaesencia del dandismo, cuando dijo que esa corriente se burló de las reglas y, sin embargo, siguió respetándolas. Las sufrió y se vengó de ellas, sin dejar de respetarlas. Es algo.
Para ser elegante basta con no intentar engañar, no pretender ser lo que no se es; la moda es la expresión de un modo de ser. Si la gente entendiera esto, dejaría de sufrir por su imagen. Lo dijo el notable diseñador español Tony Miró.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Café y barquito



Jamás vimos navegar nuestras ilusiones infantiles en un barquito de papel que surcara el agua  de una fuente, en un jardín, o en un un charco de la calle. Tampoco mandamos nuestros sueños al espacio en un avioncito de papel. Es que uno no supo nunca hacer barquitos ni avioncitos de papel.
Uno tiene muy poca habilidad manual, es decir, ninguna. Un amigo estadounidense nos dijo que eramos “all thumbs”, unos manazas. A los que son hábiles con las manos se los llama manitas. Quizás uno prefiera el aumentativo al  diminutivo, después de todo.
El Barquito Café-Bar es un simpàtico establecimiento situado en la Avenida Miguel Cano, 7, de Marbella, en el corazón de la Costa del Sol andaluza, en el sur de España. Allí, además de café, sirven tapas, que es lo suyo, y también dan de comer formalmente. Van, entre otras personalidades, Amelia Pérez de Castro, que fue compañera mía en la agencia española de noticias EFE y se pasa la vida en la Costa del Sol.
Pero nunca hasta ahora había visto un barquito de papel en una taza de café: varado, para ser exactos, en una taza de café, lo cual le sorprende a uno, y hasta le inquieta un poco.
¿Quién habrá hecho el barquito? ¿Por qué lo habrá depositado en la taza, sobre el café que no quiso beber? ¿Acaso porque se enfadó con alguien y decidió no tomarse la taza de café y dejar además sabe Dios qué clase de mensaje?
Mejor gesto que el de dar un puñetazo en la mesa. Buena ocasión, también, para que ese fotógrafo que siempre está ahí captara una composición nada común: una taza de café con un barquito de papel flotando en su oscura superficie.
¿Algo se anula? ¿Algo se adorna?
- ¿Café con leche, señor, o cortado?
- No, con un barquito de papel.
- ¡Pero…!
- Está bien, tráigame un papel, que yo haré el barquito.
- ¿Y…?
- Después puede usted hacer lo que quiera con la taza de café y el barquito.
- Señor, es usted un original.
- No, es que estoy aburrido de todo.
- ¿No será que ella…?
- ¡Calle, calle usted, hombre de Dios…!
El barquito naufragará en cuanto se empape de café. Pero ya nada será igual.
¡Y pensar que todo empezó porque a alguien se le ocurrió hacer un barquito de papel y meterlo en una taza de café…!

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 2 de septiembre de 2014

Del cafetín de Buenos Aires a las "happy hours"



La piqueta del progreso no ha dejado en pie casi ninguno de los viejos cafés de Buenos Aires, muchos de ellos inmortalizados por el tango y otros convertidos en atracción para turistas, como El Tortoni,  en reductos de una intelectualidad contestataria, como La Paz, o en el peor  de los casos en bancos.
En el cafetín de Buenos Aires “(…) mezcla milagrosa de bohemios y suicidas… aquél aprendió… filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en ti…”.
Ya no se aprenden esas cosas en las modernas cafeterías –en las “happy hours”-, ni en los “pubs” con chopera de cerveza negra y camareros jóvenes en mangas de camisa, que te llaman “papi”,  te tutean y cuando les haces el pedido aprueban: “ Me parece bien”.
Los viejos tangueros del Abasto –el barrio de Carlos Gardel- y los no menos veteranos y eternos glosadores de aquel Buenos Aires del diario “Crítica”, Canaro y su orquesta y una calle Corrientes que nunca dormía, caldean ahora su nostalgia con un whisky en modernos bares con mesas de acrílico y profusión de plantas artificiales.
Uno de los cafés más llorados cuando cerró sus puertas fue La banderita, que nació hace casi dos siglos como posada, pulpería y casa de postas para el cambio de caballos. Estaba en el barrio de Barracas, del que era un hito y un mito. Algunos de sus parroquianos fueron contertulios del letrista de tangos Juan de Dios Filiberto, el pintor Quinquela Martín y el poeta Horacio Ferrer.
A un costado de “La banderita” se hizo una pista para las cuadreras –de 700 metros de longitud- en las que se disputaron las primeras carreras de caballos, precursoras de las que hoy animan los modernos hipódromos de Palermo y San Isidro.

Se jugaba mucho dinero

Se jugaba mucho dinero y en el puesto demarcatorio del final –recuerdan los memoriosos-, los perdedores se consolaban de su mala suerte echando un trago, o sea, varios, en la pulpería de Salvador Troise, “El cohetero”, así llamado porque tenía una fábrica de fuegos artificiales.
A muchos viejos restaurantes también se los llevó la trampa. Algunos, remodelados y “aggiornados” como “Bachín” y “Pichín”, reabrieron sus puertas muchos años después y ahí están, sin el carácter, el color y el calor que tuvieron cuando la genta hacía cola en la noche porteña frente a sus puertas.
Las corcheas convivían en esos reductos del buen comer -¡y barato!- con las fusas…y los chorizos parrilleros, mientras las voces canoras y sonoras de poetas urbanos –e incluso suburbanos-, como Alejandro Vignati y Daniel Giribaldi rebotaban contra las ristras de jamones colgados del techo y los anaqueles, barrocos de una botillería abundante y lujosa que albergaba amorosamente los caldos vernáculos.
Ahora quizás se coma mejor en Buenos Aires, o al menos más variado, pero ni mucho menos barato; ni hay tertulias de café, ni corre la ginebra de barril, ni nadie recita versos “lunfa”.   
“Altri tempi”.
Yo voy a consolarme a Clásica y Moderna, que subsiste como una bandera que el viento haga flamear en el palo mayor de un elegante paquebote. En la Clásica hay de todo, incluso libros. Y, lo más importante, está Natu Poblet.

© José Luis Alvarez Fermosel