Salí
a comprar flores. Al fin y al cabo, ya es primavera: la estación de las flores,
los idilios, las puestas de sol preciosas, el aroma de los jazmines -me parece
que no: ¿los jazmines no florecen en verano?-.
Había
poca gente en la calle. El cielo estaba azul pálido. De pronto, se ponía gris.
No
percibí esa sutil transparencia como de celofán, ese pasar los minutos con una
sordina especial; no ladraba alegremente ningún perro jovencillo y vivaz.
Pasaron
unos señores mayores con pantalones bermudas, calcetines cortos, caídos, y esas
zapatillas deportivas enormes que, no sé por qué, se llevan siempre sucias.
Seguí
caminando. La tarde estaba tensa, latía una soterrada afectividad dulcemente
rebelde.
Me
acordé de los versos de Julio Huasi: “Tu
maringote hizo motín, tomó la nave y se fue con su brújula infernal rumbo a los
ángeles”.
Unas
muchachas, solas, pasaron hablando por teléfonos celulares. Unos muchachos,
solos, pasaron hablando por teléfonos celulares.
Entré
en el bar. Siempre es bueno ir al bar en primavera. La camarerita es trigueña y
tiene los ojos del mismo color de las castañas maduras.
-
¡Feliz primavera! –le digo.
-
¿Qué? –me contesta.
-
Que hoy ha entrado la primavera en Argentina y te la deseo muy feliz.
Me
mira con cierto recelo.
-
¿Me pones un gin tonic?
-
¿Con qué gin?
-
Con Beefeater.
Una
teoría modernosa de bar elegante con olor a jugo de tomate con especias,
mantequilla caliente y unas flores silvestres que alguien -¡menos mal!- ha introducido
en un búcaro de piedra verdosa.
Me
perdí la jarana de los estudiantes en los parques de Palermo y otros festejos y
actividades en jardines y plazas.
No
escucho en la tarde evanescente tañido de campanas ni música de violines, ni de
ningún otro instrumento.
Compro
las flores, por fin. Unas flores azules humildes, como de campo.
-
Azules como sus ojos –le digo a la señora que me las vende.
-
Como su campera, que por cierto es de Valencia, por lo que dice el bordado.
-
Sí, es de un club de equitación de Valencia (España). Concretamente del Club
Escuela de Salto (CES). Se la expropié inicuamente a mi hijo Juan Ignacio
cuando estuvo en Buenos Aires, hace unos días.
Qué
raras vienen ahora las primaveras…
© José Luis Alvarez Fermosel
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