domingo, 24 de febrero de 2008

Las flores de Manolita

Rafael Hernández era cro­nista -revistero, decíamos enton­ces en España- de toros. En la época a la que me referiré ense­guida era un hombre de unos 55 años, delgado, más bien moreno, de estatura media, terne y currutaco. El rasgo más saliente de su fisonomía era su ganchuda nariz, que le daba un cierto aire de malo de película. El no lo era, al pare­cer; no era malo, quiero decir. Ni como persona ni como profesional. Tampoco era bueno, por lo menos muy bueno, sostenía su amante alemana, Mano­lita Kauffmann.
Las malas lenguas decían que Hernández reci­bió siempre abultados sobres de los toreros que querían que él los tratara bien en sus crónicas, y que gracias a eso había hecho cierta fortuna. Calumnias, probablemente.
Finalizaba la década del 50. Ya estábamos los españoles un poco más aliviados, aunque hacer las compras de cada día tenía sus bemoles –entonces no se compraba para toda la semana, o para todo el mes, como ahora-.
A veces, mi madre me llevaba a la compra con ella. Yo iba tan contento a su vera, disfrutando del sol mañanero y de los aromas de las hortalizas y las frutas en sazón de los mercados y los puestos de la calle: pimientos, puerros, manzanas y, sí comenzaba el verano, unas peras muy pequeñas, un poco duras, que se llamaban peritas de San Juan.
Algunos días nos encontrábamos con Manolita en la pescadería o en la panadería. Manolita era alemana del norte y, claro, rubia, de ojos verdes. Fumaba tabaco negro. Tenía -tal vez por eso, por fumar tabaco negro- una voz ronca, pro­funda. Mi abuela, que la conoció de muy joven, decía que había sido bellí­sima. Era simpática y un poco am­pulosa. Ha­blaba muy bien el español, pero con marcado acento alemán.
Manolita había tenido una hija con Rafael Hernández. Se llamaba Inés, tenía el pelo rubio como su madre, la tez muy blanca y los dientes saltones. Era muy enamoradiza y lo pasaba mal, porque no le duraban los novios. Mariano, que algunas veces nos traía criadillas, era hermano de Inés y fruto de una “liaison” anterior de Manolita. Vivía solo, en otro barrio.
La casa, mejor dicho, el chalé, porque de un chalé se trataba, de Hernández, Manolita e Inés estaba muy cerca de nuestro piso. El interior era más bien sombrío, tal vez porque que mantenían siempre las ventanas y las puertas cerradas y nunca entraba el sol.
El despacho de Hernández era impresionante. Había en él libros por todas partes y sólidos muebles de madera oscura. Una cabeza de un toro muy negro disecada, un mantón de Manila dorado y verde tirado en un sillón. Periódicos y pa­peles en desorden sobre la mesa, que era muy grande. En uno de los cajones, Rafael Hernández guardaba un revólver. Yo lo sabía porque me lo había dicho Manolita, que siempre me contaba cosas porque yo era un niño muy callado y muy discreto y nunca revelaba lo que me decían confidencialmente. Al fondo estaba el jardín, que era enorme.
A pesar de estar retirado, el cronista de toros trabajaba, como se deducía al ver su escritorio. ¿Qué escribiría? ¿Una novela de ambiente taurino? ¿Artículos sobre toros y to­reros, aún? ¿Sus memorias?...
Por los pasillos del chalé umbrío y silencioso pasaba de tanto en tanto una perra negra Doberman que se llamaba Pretty, bo­nita, en inglés; pero no tenia nada de bonita ni mucho menos de sim­pática y, además, no debían lavarla con mucha frecuencia porque olía; olía a perra, daro, ¿a qué iba a oler si no, pobre animal? Pretty mordió una vez a mi prima Mary en una pierna y aquel día ardió Troya en el chalé de Rafael Hernández, pues la madre de Mary –mi tía, que también se llamaba Mary y fue una de las personas a quien yo más quise en esta vida-, era de armas tomar.
Lo que a mí más me llamaba la atención era el jardín del chalé de Manolita. Había en él muchísimas plantas y flores, unas y otras muy cuidadas. En primavera era una gloria pasear por ese jardín tan grande, tan multicolor, tan perfumado. Había, sobre todo, rosas. Rosas de todos los tamaños y colores, prietas y hermosas, que exhalaban un perfume embriaga­dor.
También recuerdo las margaritas, las mas grandes que yo he visto, y unos pensamientos preciosos, de un morado intenso que se mezclaba armoniosamente con un suave amarillo limón y unos azules muy daros. El jardín era un vergel y los aromas más exquisitos se entremezclaban, en una verdadera fiesta para el olfato.
Manolita e Inés, que iban a mi casa con frecuencia, juntas o separadas, nos traían siempre flores de su jardín. Margaritas, esas marga­ritas que a mi me gustaban tanto, y también lilas. Mi madre o mi abuela las ponían en búcaros de porcelana de Talavera de la Reina con agua y una aspirina dentro, porque asi se conservaban frescas mas tiempo, decían.
Nunca he visto flores tan hermo­sas, ni he disfrutado tanto de ellas, como las del jardín de Manolita de mi niñez, le­jano pero siempre vivo en mi re­cuerdo.


© José Luis Alvarez Fermosel




sábado, 23 de febrero de 2008

El último organito

El último organito de Argentina no se rinde. Des­grana sus notas lentamente, con pereza, con nostalgia, en los días azules de Lujan, a 70 kilómetros de Buenos Aires, donde están la Basílica y un museo del transporte que exhibe La Porteña, la primera locomo­tora argentina y el frágil y heroico aeroplano Plus Ultra, con sus alas casi de libélula y el fuselaje blanco.
Cherry es Hugo Damonte, el último organillero de estos pagos, que trajina su bohemia alegre a la usanza de los viejos titiriteros españoles que recorrían su país de punta a punta haciendo de todo, incluso extrayendo muelas en las verbenas... "¡sin dolor y con música!".
Cherry acciona el manubrio en la plaza lujanera y el pianito caminador, de gastada madera pintada de escar­lata, gotea una música alegre de “kermesse”. En el cercano colegio de los Maristas se materializan los versos de Antonio Machado:

“Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales...”

Dos cotorritas de un verde chillón, Juanita y Bartolo, moran en la terraza de la vieja pianola de ruedas grises -"(...) las ruedas embarradas del último organito..."-.
"¡Viva el amor!", dice Juanita con voz de loro de pirata. "iMamita!”, le responde Bartolo, entre erótico y socarrón.
- Pero, hombre, Cherry, ¿qué hace usted?
- Pues ya lo ve, le doy a la manivela, divierto a los turistas domingueros, adivino la suerte -la buena suerte- de los novios: cumplo con mi destino de musiquero.
Haciendo caso omiso de la profecía de Homero Manzi, que dijo en uno de sus tangos que "tendrá una caja blanca el último organito/ y el asma del otoño sacudirá su son", Cherry se hizo organillero en cuanto estrenó pantalones largos. Antes había lustrado zapatos en bares y plazas y vendido figuritas, fotos de artistas y maní tostado.
Cherry sonríe bajo el bigote espeso, el sombrero negro con su cinta blanca en la cabeza, la camisa blanca de manga corta. Desgrana sus recuerdos.
"Un día entró en la santería de mi padre un organillero turco. Yo me quedé duro de emoción porque ahí, con su entraña de madera y pintado de mil colores, estaba estacionado el mejor de mis sueños: un organito y una cotorrita encima que silbaba un vals...".
- ¿Y?
- Encaré al turco, que era muy simpático. Le pregunté que cómo podía conseguir cotorritas que trabajaran conmigo y dónde podía comprar un organito como el suyo. La lorita me miraba extrañada. Después de un rato gritó: "¡Viva Pepito!". Luego sacó con el pico uno de los papeles de colores que llevaba el turco en la pianola y me lo puso en las manos. Entonces comprendí que mi suerte estaba echada.
El turco le dio a Cherry la dirección de un viejo taller de reparación de organitos. Y allí se fue Cherry y allá encontró el que iba a ser el suyo, por el que pagó todo el dinero que había ahorrado durante muchos años.
"Cuatro cotorritas me esperaban en mi casa de la calle Sócrates, aquí, en Luján –rememora Cherry-. Me esperaban a mí y al organito. ¡Cuántas serenatas les di mientras las enseñaba a convertirse en las cotorritas de la suerte!".
Está ahora Cherry en Luján con sus cotorritas de la suerte que comen huevo duro y beben Coca Cola, deleitando a los turistas con los compases del tango "Mate Amargo", la marcha "Viejos Camaradas” y el fox-trot “Titina”.
(El organito de Cherry es una réplica de antiquísimas pianolas de origen alemán que los hermanos La Salvia remodelaron a finales del siglo XIX. Una de ellas fue a parar a un teatro de Buenos Aires, ya demolido por la piqueta del progreso).
Cherry acude todos los años con su organito y sus cotorritas a la fiesta de la Virgen de Itatí, en Corrientes; recorre otras provincias como Misiones, La Rioja, Santiago del Estero, Córdoba...
Ahora está en la plaza principal de la ciudadela centenaria con su organito, con Juanita y Bartolo, rodeado de parejas de novios y palomas.


©José Luis Alvarez Fermosel
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miércoles, 20 de febrero de 2008

Un mono en invierno

Me lo contó Henri de Lavoucoupé, vizconde de Brasserie, que sirvió en la Legión Ex­tranjera francesa y combatió en Indo­china. Era uno de esos días blanquecinos y duros del invierno madrileño. Henri y yo bebíamos coñac español en la barra de Club 31, a un tiro de pistola de la Puerta de Alca­lá. Dimitía la tarde.
"Cuando un mono envejece en la selva —me con­taba Lavoucoupé—, se separa del grupo. Lo hace con cierta sordina, la misma con que los simios jó­venes van marginándolo. El viejo mono pasa cada vez más inadvertido. Ya no puede dar na­da, ya nadie lo necesita. Cuando llega el invierno y los monos jóvenes emigran a tierras más cálidas, el viejo mono se queda solo”.
"Aterido, débil y triste, el mono anciano se muere un dia cualquiera al pie de un árbol, y ahí se queda hasta que las fieras carroñeras devoran su cadáver sin que nadie sepa, ni le importe si se murió de frío, de soledad, de vejez, de tristeza o de las cuatro cosas juntas"
, concluyó Henri.
De Lavoucoupé, alto, delgado, distinguido, tenía los ojos ambarinos y el rostro anguloso atezado por el sol y las fogatas de campaña. En la época en que yo lo trataba lucía una perilla a lo Van Dyck, en la que asomaban algunas canas.
Hablamos -y bebimos- largo y tendido aquella tarde Henri de Lavoucoupé y yo. Nos vimos después algunas veces, siempre en Madrid, donde él vi­vía entonces. Luego, yo me fuí a Londres y allí pa­sé algunos años. Cuando regresé, Lavou­coupé, que desempeñaba un cargo importante en la sucursal madrileña del laboratorio suizo Roche, ya no estaba en Madrid. Por amigos comunes, supe que se le relacionaba con Lagaillarde y otros miembros de la OAS (1). Le eché de menos porque era un hombre culto e ingenioso con el que daba gusto hablar.
No sé quién me dijo un día que Henri se había ido al (ex) Congo a luchar contra los simbas y que formó parte de los 500 hombres lanzados en paracaídas en Stanleyville con el coronel Laurent, a fin de rescatar a los misioneros que el jefe simba, Christopher Gbenye quería quemar vivos en la plaza Mayor.
El caso es que ya no volví a ver a Lavoucou­pé. No lo encontré en París, ni en Ginebra ni en nin­guna otra de las ciudades europeas por las que yo zascandilée durante aquellos años inolvidables, en tantos aspectos.
No mucho tiempo después leí la novela de Antoine Blondin, "Un mono en invierno”. Vi una película que se hizo de la novela con Jean Gabin y Jean Paul Belmondo de protagonistas. La pe­lícula -lo que no suele ocurrir- superó a la novela, como en los casos de "Lo que el viento se llevó", “La Clave es Rebeca" -una serie de televisión- y "Fort Sagan” con Gerard Depardieu, por no poner más ejemplos.
Jean Gabin personifica en la película a un ex legio­nario que luchó en Indochina -como Lavoucoupé- y cuando envejece se retira a una pequeña ciudad costera del norte de Francia, donde abre un hotel.
Alli lleva una vida rutinaria y monótona con su mujer, una vieja amargada que le hace la vida imposible. Ex alcohólico, ya no bebe. Ni siquiera vino con las comidas. En invierno ve pasar sentado en un sillón los dias de lluvia, uno tras otro, a través de los ventanales del “hall” del hotel.
Un día a la semana, supongamos que el jueves, va a visitar a una amante con la que ya no hace el amor. Sólo le habla de sus recuerdos de guerra. Ella le es­cucha en silencio, fumando cigarrillos en una larga boquilla de ámbar. En el “boudoir”, decorado a la moda oriental, humean pebeteros y hay cortinas rojas y un biombo laqueado.
Un día aparece un joven forastero -que encarna Jean Paul Belmondo-. Está separado de su mujer y tiene una hija casi adolescen­te que estudia en un internado de monjas del pueblo. Se hos­peda en el hotel de Gabin, que lo recibe hoscamen­te. El recién llegado bebe mucho, persigue a todas las mujeres jóvenes que encuentra, torea de noche en la ca­rretera a los automóviles con su cazadora de cuero y hace toda clase de disparates, contando con la secreta com­placencia del viejo ex legionario.
Como era de esperar, el viejo y el joven se hacen amigos. Salen a pasear los domingos por la tarde, cuando hay sol. La mujer del hotelero gruñe y se balancea en una mecedora, tejiendo una interminable bufanda de lana.
El viejo ya no está solo. Ha encontrado un amigo, o más bien, al hijo que no pudo tener y a una nieta, por añadidura.
Pero un día llama la mujer del chico y le dice que le echa de menos. Y él deci­de hacer las paces con ella y volver a la capital. La última escena de la película muestra a Jean Gabin en una estación de tren, despidiendo a su joven amigo. Gabin lleva gabardina blanca y sombrero.
La estación es sombría, tiene un toque de sordi­dez, como todas las estaciones de ferrocarril. El tren sale. Se ve que el viejo ex legiona­rio siente ganas de beber, de ir a la cantina de la es­tación y echar un trago. Pero no lo hace. Saca un caramelo de un bolsillo de la gabar­dina, lo desenvuelve y se lo mete en la boca. Sólo cuando el tren se ha perdido en la distancia, se va con los hombros vencidos y el paso des­ganado y cansino. Está solo, otra vez. Ya es un mono en invierno.
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Evocaba yo, días pasados, a Lavoucoupé, Blondin, su novela, la película de Gabin y Belmondo. Recorda­ba, en una palabra, la historia del mono en invierno. Estaba solo en un café del centro. Una musiquilla insidiosa venía del fondo. Olía a cerveza, un poco ácida, me pareció, y a moho. Pensé en meterme en un cine. Asi que busqué la cartelera en el diario que estaba leyendo. La primera pelí­cula que saltó a mi vista fue "Un cora­zón en invierno", con Daniel Auteuil y Emanuelle Beart. Estampé el periódico contra la mesa de fórmica con cierta violencia. Llamé al mozo, pagué y me fui.
Dos días después me encon­tré en la calle Corrientes con mi viejo amigo Enrique Estrázulas (2). Venía Estrázulas muy elegante, como si acabara de salir del bingo del Canóe. Caminaba a paso de carga, con un verde sombrerito picarón sobre la noble testa, ya casi de medalla o de busto de prócer.
Ahíto de playas, plazas históricas y barrios portua­rios, de cafés sombríos y un poquito canallas, casi baudelerianos, un Estrázulas urbano y elegante mordía con cierta “nonchalance” simpática el filtro de su cigarrillo rubio y sus oscuros ojos perspicaces lanza­ban miradas que, más que miradas, parecían pinzas de langosta. Para mí que iba a encontrarse con una mujer, tal vez con la suya. O quizá fuera a una recepción de embajada o a un “vernissage”. Al fin y al cabo es diplomático.
- ¡Enrique, muchacho...!, ¿qué dices, qué es de tu vi­da, qué estás escribiendo?
- Pues mira, estoy escribiendo una novela que seguramente se titulará “Miedo al invierno". Miedo a la decadencia, a la decrepitud, miedo al invierno de la vida, al ocaso-
me contestó.
Cambié unas cuantas palabras más con Estrázulas, que me miraba como si me viera raro. Me despedí de él un poco abruptamente.
Lo primero que hice cuando llegué a mi casa fue mirarme en un espejo. Mis ojos me devolvieron una mirada melancólica. Te­nía ojeras violáceas y un cierto rictus de amargura en la boca. Me sentí cansado y solo. Llamé a la casa de mis hijos, pero ninguno de los dos estaba en ella. Encendí un cigarrillo.
La historia del mono en invierno de Lavoucoupé volvió a mi memoria. Cerré los ojos y vi a Jean Gabin con su gabardina blanca, en la estación. Un corazón en invierno, miedo al invierno... Una frase –la frase de los chicos de ahora-: “Ya fuiste”.
Mañana será otro día. Y un día cualquiera será uno un mono en invierno.

(1) Organización del Ejército Secreto que se enfrentó en Fran­cia con Charles de Gaulle y atentó varias veces contra su vida, a causa de la independencia de Argelia en los años 60.
(2) Escritor, periodista y diplomático uruguayo, autor de cinco no­velas y tres libros de cuentos que, a juicio de la crítica, sigue la rica vena tradicional de Felisberto Fernández, continuada después por Mario Benedetti, Mario Levrero y otros.


© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 19 de febrero de 2008

Causas y efectos

A un amigo mío, periodista como yo y que como yo se toma todo muy a pecho, le han diagnosticado una úlcera de estómago. Y anda el hombre preocupado, además de dolorido, por eso del régimen.
- ¿Cómo voy a almorzar pescado hervido con limón, crema de leche y media pera asada con miel, si como en el buffet del diario y el tano apenas tiene otra cosa que tira de asado, milanesas y empanadas picantes?
Le digo que muy bien puede llevarse una vianda con lo que tenga que comer, pero mi amigo, que está separado -como todo el mundo, hoy día- y vive solo porque no ha rehecho su vida, o sea, que no se la ha vuelto a deshacer, se encrespa.
- Primero, no tengo tiempo ni ganas de andar cocinando. Además, ¿tú te crees que yo puedo ir y venir así como así, de casa al diario o del diario a la calle a cubrir un incendio, por ejemplo, o de la comisaría 27 al cóctel del Marriot Plaza o a cualquier embajada con una bolsita con queso fresco, un tazón de zanahoria rallada y una manzana en compota?, me dice casi a gritos.
No deja de tener razón, mi amigo y colega. Hay causas que producen efectos desastrosos.
Los hombres de acción, la gente que se pasa la vida en la calle como los periodistas, los taxistas, los policías, los vendedores de diarios, los chicos que entregan pizzas y otras cosas a domicilio y otras gentes no se pueden permitir el lujo de padecer ciertas dolencias que exigen cuidados y regímenes especíales. Y eso, a veces, no lo entienden los médicos, o determinados médicos, al menos.
¿Cómo puede arreglárselas para evitar el estrés el jefe de redacción de cualquier matutino sensacionalista, sometido día tras día a la presión del cierre y teniendo que lidiar con redactores con ínfulas, cronistas de calle, fotógrafos, correctores que descorrigen, computadoras que se cuelgan y altos funcionarios que se ponen como locos cuando alguien in­sinúa tímidamente que quizás no sean perfectos?
¿Y si a un peluquero le da el mal de Parkinson y le tiem­blan las manos? Cortará al menos un par de orejas por día. Y al mozo de bar o al policía de guardia, que se pasan todo el día a pie firme, ¿si les salen juanetes, con lo que duelen? Hay enfermedades que son para determinados profesionales. Las úlceras, el estrés, el ataque de pánico, la depresión, por ejemplo, son dolencias adecuadas para empleados de banco, oficinistas, conser­jes y, en general, gente que hace una vida metódica y se ajusta a un horario estricto.
Ellos pueden tomar sus pastillas con su vasito de agua -o de leche tibia- y a las horas que corresponde y cenar en casa temprano, de régimen, bien atendidos por sus santas esposas -estas buenas gentes están siempre casadas y, además, nunca se separan como uno, que es un atorrante-. Todo en sus departamentos ordenados, tranquilos, sin ruidos, con una clara luz tamizada y un aroma casero de tuco y cera para pisos.
Pero lo malo, es decir, lo bueno para ellos es que estas gentes organizadas, pacíficas, rutinarias, jamás se estresan ni, por consiguiente, padecen de úlcera o de problemas nerviosos, precisamente por la vida que llevan, tan regular, tan tranquila.
Es decir, que quienes por la actividad que desarrollan contraen cierto tipo de enfermedades como la úlcera gástrica, insistimos, son precisamente los que por la actividad que desarrollan están condenados a no curarse, o a curarse muy tarde -a veces demasiado tarde, ¡ay!...-.
En realidad, quienes pueden enfermarse -de lo que sea- son los millonarios, los únicos capaces de permitirse el lujo de irse a Suiza a internarse el tiempo que necesiten en una de esas clínicas, o spas, suntuarias, de cinco estrellas, y donde se los trata a cuerpo de rey.
Ellos sí que pueden trasegar sus pildoras rosáceas y sus tornasolados jarabes después del desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Entre otras cosas porque desayunan, almuerzan, meriendan y cenan. Y, además, toman el aperitivo… -del verbo tomar el aperitivo: tú tomas el aperitivo, él toma el aperitivo, vosotros tomais el aperitivo...-.
Pero la pobre gente que no tiene un peso y apenas puede hacer un par de comidas más o menos formales al día, ¿cómo va a poder tomar una gragea, o la medicina que sea, después del desayuno y de la meríenda si ni desayuna ni merienda?
En resumen, que si uno es pobre o lleva una vida de perros -que es lo mismo- no se puede enfermar, ni de úlcera de estómago como mi amigo ni de nada.



©José Luis Alvarez Fermosel


lunes, 18 de febrero de 2008

Lola de Valencia

"Lola de Valencia", de Édouard Manet, es una de las obras más representativas de este pintor francés (1832/1883), el más culto de los impresionistas: prefería el ambiente de los museos al aire del campo abierto.
Recorrió todas las pinacotecas de Europa, en las que admiró a Tiziano, Rembrandt, Velázquez, Goya y otros grandes maestros.
De regreso en París frecuentó los círculos del realismo literario y trató a sus habituales más destacados, entre ellos Charles Baudelaire y Émile Zola.
Pintó espléndidas telas inspiradas en personajes reales, con figuras de fuertes contornos que sobresalían de fondos neutros.
En 1863, con obras que desataron escándalos, como “Olympia” y “Déjeuner sur l’herbe” reafirmó su libertad de expresión, desechando la costumbre de recurrir a temas tradicionales y elevados.
Baudelaire, precisamente, dedicó este verso a Lola de Valencia en 1863, titulado “Inscripción para el cuadro de Édouard Manet”:

Entre tanta hermosura como la vida alegra,
comprendo, amigos míos, que vacile el deseo;
más centellear en Lola de Valencia yo veo
inesperado hechizo de joya rosa y negra.



© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 17 de febrero de 2008

Las pulseras de la abuela

Todo lo de la abuela nos interesa y nos gusta. Los abuelos suelen dejarnos, además de enseñanzas, bellos recuerdos que guardamos cuidadosamente en nuestra memoria para siempre.
La abuela, además, se caracteriza por cocinar muy bien. Casi todas. De ahí que uno recuerde siempre sus guisos y que muchos grandes cocineros de todo el mundo reconozcan en entrevistas periodísticas, o en charlas con amigos, que aprendieron a cocinar pegados a las faldas de sus abuelas, que manejaban con maestría sartenes, cacerolas, cucharones y a esa técnica unían una sapiencia que les permitía hacer guisos riquísimos y, por lo general, con cuatro cosas.
Los guisos de las abuelas han llegado hasta nosotros, y permanecen con nosotros, sin cardamomo, creosota, cúrcuma, ajedrea, agastache, galanga, casia, macis…
He aquí un buen ejemplo: las pulseras de la abuela, que en realidad no son pulseras sino unas rosquillas.


Ingredientes
(para una docena de pulseras)

250 gramos de harina
150 gramos de mantequilla
150 gramos de azúcar
3 huevos
1 litro de agua
Aceite (para freir)
Sal (una pizca)

Preparación:

Se pone a calentar el agua en una olla. Cuando esté casi hirviendo se echan la mantequilla, el azúcar y la pizca de sal. Al llegar al punto de ebullición se retira la olla del fuego y va incorporándose la harina poco a poco mezclándola permanentemente para que no se formen grumos. Una vez bien unida la pasta se vuelve a poner (el recipiente) a fuego muy lento y sigue mezclándose hasta que la pasta empiece a despegarse del fondo. Se retira del fuego, se coloca en un recipiente y se deja enfriar a temperatura ambiente. Al cabo, se echan los huevos de a uno integrándolos lentamente. La masa debe quedar consistente para poder hacer con las manos bollos muy pequeños que se estirarán con un palo de amasar. Después se forman tiras de un dedo de grosor y unos diez centímetros de largo. Se unen los extremos y queda formada una pulsera que luego se freirá en abundante aceite hirviendo.

Este postre coronó una comida celebrada el primer miércoles de mayo de 1958 en Mazzarino entre el padre Carmelo, superior del convento franciscano de esa comunidad siciliana y Angelo Cannada, latifundista del término municipal.

El menú completo fue el siguiente:

Setas Sanmaurini
Macarrones con brócoli
Lechón rellena
Hinojos fritos
Queso de cabra de la Conca d’Oro
Cremolino
Pulseras de la abuela
Se regó todo con vinos Frascati

Esta receta, junto con otras muchas, está contenida en un libro encantador y por de más recomendable titulado “La Mafia se sienta a la mesa”, de Jacques Kermoal y Martine Bartolomei, editado por Tusquets y perteneciente a su colección Los 5 Sentidos. Tiene 220 páginas.


© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 16 de febrero de 2008

Premeditación y... telefonía

Estaba yo en París cuando se dio un caso que las autoridades policiales encargadas de investigarlo calificaron como "de película". Hace muchos años.
La operación, montada con premeditación y... telefonía, se desarrolló en pleno centro de la capital francesa y, por cierto, en dos tiempos, como los partidos de fútbol.
Los ladrones llamaron por teléfono al joyero, en el primer tiempo:
"Aquí el comisario Barianni, de la brigada antirrobo. Atención. Se va a cometer un atraco en su joyería... ¡No, no se defienda! Deje que roben. La policía, o sea, nosotros, detendremos a los ladrones a la salida. No, al contrario: gracias a usted".
En el segundo tiempo los atracadores entraron en la joyería con las caras cubiertas por máscaras y armados con pistolas de grueso calibre. Se tornaron su tiempo para robar varios millones de francos en alhajas, que metieron en bolsas con las que se fueron tranquilamente mientras el joyero y sus empleados los miraban sin inmutarse, esforzándose por no sonreír.
Transcurrido un tiempo prudencial, el joyero, extrañado al no oir ningún ruido revelador de la detención de los ladrones: tal vez un forcejeo, o voces de alto, o el chasquido de las pistolas al montarse, se lanzó a la calle. Ni rastro de los policías. Menos, de los ladrones.
Al llamar nerviosamente a la policía, instantes después, el cándido joyero se encontró con la desagradable sorpresa de que quienes le telefonearon no fueron los policías, sino los ladrones.
Digámoslo una vez más: la realidad supera siempre a la ficción.


© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 10 de febrero de 2008

Español..., ¿qué español?

Catorce millones de personas estudian español en todo el mundo como segundo o tercer idioma, desde Brasil hasta Japón, pasando por países africanos como Senegal y Costa de Marfil. El español se dicta como carrera en veinte universidades de China.
La lengua de Cervantes ha vuelto a las islas Filipinas por decisión gubernamental, después de haber sido proscrito por los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Los filipinos vuelven así a sus raíces idiomáticas, lo cual facilitará la expansión cultural y comercial en sus contactos con los países hispanohablantes y en particular los de América Latina.
Otra buena noticia es que el castellano está siendo el idioma al que más se recurre en los últimos siete años, en detrimento del inglés americano como eje, hasta hace poco, de las telecomunicaciones mundiales. Así lo reveló un estudio del Centro del Instituto de Empresa para el Análisis de la Sociedad de la Información.
El español… Ahora bien, ¿qué español? He aquí una lista de las expresiones en… “español” escuchadas en los medios de comunicación audiovisuales de Buenos Aires en las últimas veinticuatro horas:
Regalería por tienda de regalos
Siniestralidad por condición de siniestro
Difierencia por diferencia
Pesquisidor por pesquisante
Ingestar por ingerir
Exotista por exótico
Cicatrizador por cicatrizante
Criadez por crianza
Cartelizar por fijar carteles
Delictual por delictivo
Conductalmente por referente a la conducta
Sondaje por sondeo
Ironización por ironía
Andrógeno por andrógino
Tecnicidad por tecnicismo
Rediticia por redituable
Sencillismo por sencillez
Conductibilidad por conducción
Ejemplarizante por ejemplarizador
Adoptabilidad por adopción
No he comprobado si alguna de las palabras que figuran en letra cursiva en este texto está autorizada por la Real Academia Española, una institución decadente y cada vez más inoperante.



© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 9 de febrero de 2008

Un landó viejo y violeta de caballos canela...

Como contrapartida de la excesiva motorización de Buenos Aires, una ciudad cada día más atrafagada y con difíciles problemas de tránsito rodado, todavía alienta algún landó viejo y violeta de caballos canela- que dijo el poeta-, que recorre lentamente al menos uno de los cien barrios porte­ños inmortalizados por el tango.
Son los escasos y, quizás por eso, ro­mánticos mateos. (Los ma­drileños de la Villa y Corte decimonónica, con duquesas frescachonas, políticos de frac, militares de charoladas botas y toreros de rompe y rasga, que eran sus habituales ocupantes, se llamaban simo­nes.)
Los mateos pasean ni­ños y, muy de cuando en cuando, algún un hombre canoso que fuma en pipa, nostálgico de tiempos pretéritos, por un sector del barrio de Palermo, uno de los varios pulmones verdes de esta Reina del Plata de pla­zas, parques y jardines bellísimos -¡y tan descuidados, ay!-.
Por unos pocos dólares -no cen­tavos de dólar, porque todo está carí­simo hoy día en Buenos Aires-, los aurigas de estos mateos inefables, con sus mansos caballejos que se de­jan acariciar por los niños y van en­jaezados con cierto boato español, venden alegremente su cuota de turis­mo amable y placentero.
El paseo se inicia frente al parque zoológico y el cochecillo descubierto bordea en un corto trayecto los ver­des jardines de Palermo, con sus la­gos con cisnes y lanchas de remos o botes accionados por pedales que pa­san bajo puentecillos con cierto aire japonés.
Ya sólo quedan quince de estos ve­hículos. Uno de ellos tiene más de cien años.
Postillones anacrónicos pero simpáticos, reminiscencia viva de un tiempo que vaya uno a saber si no fue mejor, ven transcurrir a diario sus mejores horas desde el pescante de sus coches de caballos y son, la mayoría, una crónica hablada de la ciudad portuaria, abigarrada y vario­pinta.
Pascual Tucci, Juan Carlos Mancini, Crescencio Cuesta y otros están ahí, todos los días, en las paradas de sus coches de alquiler -góndolas del asfalto- desde las diez de la mañana hasta que el sol se va lentamente, enrojeciendo con su reflejo postumo el agua mansa de los lagos de agua verde.
Los cocheros cargan con una son­risa a su clientela que, por lo general, es alegre y bulliciosa, aunque no falta alguna pareja de novios que se deleita con el silencio perfu­mado de madreselvas, mientras el sol se va tras nubes color limón y jazmín.
El paisaje desfila como si estuviera dentro de un caleidoscopio. Los cascos de los pencos matalo­nes rebotan rítmicamente contra el duro macadam.
Todo es recuerdo, ahora; mejor dicho, nostalgia: Buenos Aires contaba en 1901 con 2.283 coches de caballos de alquiler, cuyos dueños se agrupaban en la Sociedad de Conductores de Ve­hículos, recuerda María Gronel.
Apenas un lustro después, y debi­do a la preocupación de la Sociedad Protectora de Animales, se decidió que los coches no podían cargar más de seis pasajeros, a fin de no obli­gar a los caballos a hacer un esfuer­zo excesivo.
Ya entonces existían las paradas de Palermo, Belgrano y Flores y se alquilaban coches para los corsos de Carnaval.
El automóvil -ingenuamente definido una vez, cuando había pocos, por el escritor español Juan Antonio de Zunzunegui como el alcaloide de la farra y el mejor celestino para la mujer- planteó a los coches de caba­llos una competencia desleal; y luego sobrevino la crisis, que acabó por ha­cerse insostenible para los vehículos de tracción animal.
Eran, insistimos, otros tiempos, cuyos fantasmas yacen ahora cubiertos de polvo en el desván del recuerdo.
Pero cuando relinchan a todo vapor los… "caballos" de los automóviles en el centro de la ciudad congestionada, los camiones de reparto provocan moles­tos embotellamientos y el ulular de las sirenas de las ambulancias y de los patrulleros de la policía se torna insoportable, ¡qué ga­nas le entran a uno de acercarse al zoo, sobre todo en verano, y alqui­lar un landó viejo y violeta de caballo ca­nela para dar un paseo por los jardines umbríos del florido tiempo pasado...!



© José Luis Alvarez Fermosel

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El grupo de las cinco

Los grupos. El grupo de los siete. El grupo de los ocho. El grupo de no sé cuántos. Grupos políticos. Grupos económicos. Cumbres. Petróleo. Negocios. Fronteras. Discusiones. La paz empieza nunca.
¡Pero se ha reunido el grupo de las cinco! ¡Echemos las campanas al vuelo!
Cinco palomas han caído del cielo y están ahí, paradas sobre el empedrado rotundo de una calle de Madrid, detrás de un automóvil y cerca de un farol.
Voraces, pero honradas, solidarias, no se pelean por los dividendos. Cada una va a lo suyo, cada una picotea su miguita, sí, pero ninguna, ni sola ni agrupada, le roba a nadie ni fastidia a nadie.
El grupo de las cinco, como hemos dado en llamarlas, captado por la oportunidad de ese fotógrafo –en este caso fotógrafa- que siempre está ahí, o sea, donde tiene que estar, el grupo de las cinco, decíamos, ya se ha hecho postal en la mañana ajetreada y ruidosa.
No es que pase gran cosa. En realidad, no pasa nada. No se escucha por micrófono palabrerío huero alguno en varios idiomas, ni hay destello azul de pantallas de computadora portátil, ni resuena la musiquilla insidiosa de teléfonos celulares.
Sólo, cinco palomas se han reunido a comer en paz y armonía en una calle cualquiera de Madrid. El humilde santo de Asís debe estar sonriendo.

Foto:
De la serie Animales
© Maite - 2007

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 7 de febrero de 2008

Cómicos de la legua

En alguna otra ocasión hemos escritos sobre estos inefables artistas, a los que en épocas pretéritas se denominaba con un clerto enfasis, no precisamenle laudatorio, cómicos.
Los sufridos “cómicos de la legua” que, la mayoría de las veces con un programa de “variedades”, de “varietés”, como se decía entonces, recorrían las provincias ganando cua­tro cuartos y gastándose el doble alegremente, sufriendo no pocas contrariedades y jugándose a veces el tipo sin importarles así como gran cosa nada de todo esto con tal de ganarse los aplausos del "respetable".
Hoy volvemos a sentir la ten­tación de gastar alguna tinta escribiendo acerca de ellos. Bravas gentes, casi heroicas, que todavía recorren los pueblos con una lona de circo, viejas ma­letas llenas de recuerdos, un repertorlo ingenuo y siempre la Ilusión, así, con mayúscula, por compañera inseparable.
Actores que en su día interpretaron a Lope en algún teatro de capital de provincia con lámparas de verdosa luz de gas en el “foyer” y alegorías isabelinas en el techo. Viejos artistas trasnochados que fueron quedándose “démodé” y no se resignaron jamás a encerrarse en casa, a vivir de sus recuerdos o a cambiar de profesión.
Todavía los vemos en algún pueblo, montando su lona a ra­yas en un solar de las afueras, sobre la tierra parda. Bombillas de colores y, como los artistas de circo, uno de ellos ante la puerta animando al público con sus dicharachos a descubrir el secreto del arte de sus compañeros mediante un óbolo modesto.
Al regresar anoche a la capital después de una breve estancia en provincias, me encontré instalado uno de estos teatrillos en un descampado próximo a mi casa. La clásica lona roja y blanca y un cartel luminoso que rezaba, desenfadado y pretencioso: “Teatro Moderno”.
Soplaba un vientecillo alegre y una luna de jade claro iluminaba la noche. Una voz femenina, un tanto ronca, cantaba un tanguillo con desgarro.
Me prometí asistir a la función del día siguiente. Pero cuando con esa intención volvía a casa antes de lo acostumbrado, pasadas veinticuatro horas, me encontré con que el "Teatro Moderno" había desaparecido. Apenas quedaban algunos vestigios de su existencia: un rollo de cuerda, dos o tres programas de papel rotos y un trozo de cartón pintado de purpurina.
Lloviznaba. Ninguna voz femenina cantaba alto, llenando el silencio de alegres ecos. No pude evitar sentir una cierta melancólía. Y pensé: ¿adónde habrán ido mis buenos amigos los "cómicos de la legua"? ¿Por qué carreteras de segundo orden rodarán, bajo las estrellas, pensando en su próximo estreno? ¿Se llevarán el eco de unos aplausos repiqueteando en su corazón como alegres castañuelas, o tal vez un airado pateo cuyo recuerdo haga más profundas las arrugas de sus rostros cansados?
La muchacha que cantaba el tanguillo, ¿será morena con los ojos muy oscuros y delgada y flexible como una zíngara? ¿Soñará en noches como ésta, que llueve dulcemente y huele a tierra húmeda, con un apuesto joven de frac que le haga llegar un diamante en un estuche de roja piel de Suecia con su tarjeta, a su sórdido camerino…?
¡Id con Dios, “cómicos de la legua” de mis entretelas!



© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 3 de febrero de 2008

El macho posmo y su... "filosofía"


No dar por el pito más de lo que el pito vale

Psicólogos, sociólogos, semiólogos, otros científicos e investigadores, y también alguien con ganas de buscar el pelo en la leche están ya intentando encuadrar al macho posmo, buscándole un lugar, la pertenencia a un grupo; quieren hacerlo conformar una escuela, insertarlo en un determinado estamento de la sociedad; estudian su… “filosofía” -¡como si tuviera alguna!-.
(Abro un paréntesis para recordar que filósofo es aquél que crea un sistema filosófico, no el que tiene muchas y buenas ideas, o el que piensa y dice cosas inteligentes, que en todo caso sería un pensador, o el que escribe difícil. Ningún escritor tiene derecho a dificultar deliberadamente la lectura al lector; eso se llama pedantería o insuficiencia. Este es el caso del que no tiene nada que decir y entonces lo dice en un lenguaje muy complicado para disimular que no está diciendo absolutamente nada.)
Volviendo a la filosofía, hoy en día se le pega la etiqueta de filósofo a cualquiera que hable o escriba pomposamente de esto, lo otro y lo de más allá, y se refiere uno con gran ligereza a la filosofía de éste y de aquél, en vez de referirse a su pensamiento, sus teorías o sus opiniones.
Esa es una de las características de esta sociedad posmoderna tan vacía y pretenciosa, que se distingue por la subversión de valores, la confusión, la poca o ninguna visión de la realidad circundante, la entronización de iconos y mitos, la moral acomodaticia y el esnobismo.
Con la pretensión de etiquetar al macho posmo, sin tener idea de lo que es en realidad, sólo por querer adjudicarle una definición y sin reconocer su inmadurez, su inmovilismo, su indolencia, su inercia, ciertos estudiosos de las generaciones lo comparan nada menos que con Ulises –el de Homero, no el de Joyce-, arropando la idea de que el macho posmo navega por los mares procelosos de una era difícil y erizada de peligros.
Expertos de los Estados Unidos dicen que son la “nueva generación” Odisea, que se niega a crecer y que su paso por la vida es eso: una odisea.
El diario La Nación de Buenos Aires recogió algunas de esas definiciones y opiniones en un artículo de Fabiola Czubaj en el que se dice que un tal doctor –no se explica en qué disciplina- William Galston sostuvo en un diario británico que la palabra odisea sintetiza la idea de la exploración permanente.
Pero el macho posmo no explora nada, se limita a centrarse en sí mismo y a fortalecer sus dependencias: de pá, de má, de su pareja, cuando la tiene –siempre por poco tiempo- y fundamentalmente de sus artilugios electrónicos.
Parece ajustarse más a la realidad el licenciado Miguel Espeche, coordinador general del Programa de Salud Mental Barrial del hospital Pirovano de Buenos Aires, cuando dice a La Nación que “
muchos chicos no quieren crecer si hacerlo significa transformarse en ‘eso’ que son sus padres en lo que a gozo por vivir se refiere. Entonces la disyuntiva que se les plantea es difícil: o ser niños eternos o sucumbir a una visión de la adultez homologable a la pérdida de la pasión y la caída en un estrés perpetuo y quejoso de su propio destino”.
Yo creo que el macho posmo no sufre de estrés, ni se queja de su destino por la sencilla razón de que su destino le importa un rábano: él está a lo que pinte, a lo que venga, según su propia confesión. Esto ni se aproxima al “carpe diem” de Horacio, que preconizaba el aprovechamiento de lo actual y el placer de lo futuro. El macho posmo no aprovecha nada y su sensación del placer está muy diluída. El “laissez faire” es lo más parecido a su… “filosofía”, pero no nos referimos a la política económica liberal impulsada por los fisiócratas en Francia en el siglo XVIII cuando decimos "laissez faire".
Investigadores estadounidenses –ya hemos dicho que el macho posmo está en todas partes-, explicaron al diario británico “The Sunday Times” que el llamado por nosotros macho posmoderno, o macho posmo se sitúa en una etapa comprendida entre la adolescencia y la adultez, dado que posee rasgos distintivos propios que la define, como la falta de compromiso o la postergación indefinida de obligaciones que hasta ahora correspondían a esa edad.
Otros investigadores coinciden en que la demora en abandonar la adolescencia se está convirtiendo más en una forma de vida que en una etapa de formación para la edad adulta.
Esa visión se aproxima más a la realidad. El macho posmo sería, pues, un adultescente o un adulto adolescente con la mentalidad, los gustos, los temores, las manías, los tics y otras singularidades de la adolescencia, a las que el macho posmo suma su falta de ideario, su desinterés por otras realidades o individuos y su carencia de capacidad de compromiso con una causa, una creencia, una determinación, ni siquiera una pasión.
La psiquiatra Graciela Moreschi reconoció en declaraciones a La Nación que este fenómeno
“responde a los valores de inmediatez y presente permanente propios del posmodernismo, que atentan contra el esfuerzo, el proyecto mediato y el futuro”.
No nos engañemos, ni engañemos a nadie: el macho posmo no forma parte de ninguna corriente de pensamiento ni de escuela filosófica alguna. No puede compararse en lo más mínimo con el audaz e ingenioso aventurero Ulises, protagonista de “La Odisea” de Homero, ni su vida es una odisea.
El macho posmo es sólo un hombre desganado, asexuado, indiferente, indeciso, ausente, que se debate entre un nomadismo desangelado, su obsesión por las comunicaciones sin tener nada que comunicar y la distancia que toma de la familia refugiado, sin embargo, en su seno y dilatando “ad infinitum” la constitución de la suya.
No son felices, aunque están muy lejos de la poética melancolía del romanticismo y del sentimiento trágico de la vida unamuniano. Tampoco son infelices en su nirvana signado por la computadora, la “Playstation”, el teléfono móvil y otras herramientas de la alta tecnología que usan sobre todo para jugar.
Hace unos días le oí decir a uno, encogiéndose de hombros:
“Mientras tenga celular…”.

© José Luis Alvarez Fermosel

Trajes por computadora

La computación puede utilizarse ya para hacer trajes a medida.
La sastrería madrileña Mister Taylor ha puesto en marcha un programa que permite confeccionar un traje en 48 horas.
"No hay que hacer más que tomar las medi­das e introducirlas en la terminal", informó Ra­fael León, gerente de la firma.
El resto corre por cuenta de la máquina, que aprovecha al máximo la tela que se va a cortar. Ahora bien, ¿quién la corta?
Las consecuencias económicas del corte automatizado son pavorosas. La computadora sustituyó a tres sastres, lo cual per­mitió una gran rebaja del precio -¿del precio, seguro?- y un considerable aumento de la producción.
León sostiene que sus colegas le reprochan haber roto la estacionalidad del negocio de la sastrería a medida y el hecho de que él tenga trabajo constante duran­te todo el año, trabajo que se concentra en el gre­mio, por lo general, a fines de primavera y prin­cipios de otoño.
El programa es capaz de realizar también el patrón de trajes para féminas. Las mujeres suponen un tercio de la clientela de Mister Taylor.
© José Luis Alvarez Fermosel



sábado, 2 de febrero de 2008

Es más fácil ser un héroe

Alguien, no recuerdo quién, dijo una vez que es más difícil ser un caballero que un héroe. Pues para serlo, para ser un caballero o, por lo menos, para mostrar que uno está bien educado hay que tener en cuenta algunos detalles que a simple vista parecen intrascendentes, pero que tienen mucha importancia.
Por ejemplo, evitar a toda costa hablar de dinero y de asuntos relacionados con él, ya que el tema es bastante espinoso. Si tienes mucho, mejor para ti; pero no lo hagas saber, no hagas ostentación, y menos ante los que no tienen ninguno, o tienen poco.
Si no tienes dinero, tampoco te pases la vida llorando ante los demás. Lleva tu pobreza con dignidad.
Logros, éxitos, premios, halagos… Recíbelos con sencillez y humildad y manténlos del mismo modo. Deja que sean los demás los que se refieran a ellos. Y si no se refieren, pues que no se refieran. Nadie te va a quitar el legítimo orgullo y la satisfacción de haber sido laureado. Hay que tener cuidado, además, porque a lo mejor estás presumiendo delante de alguien que tiene tantos lauros como tú, o más.
En otro orden, no te obsesiones con tratar siempre con gente importante e influyente, ni alardees de que conoces, o te codeas con Fulano o con Mengano. Tampoco dés por sentado que sólo tú conoces a Zutano o Perengano. Quien más, quien menos, conoce gente importante y tiene amigos y relaciones influyentes.
Más detalles: hay que procurar ser lo más discreto posible con todo el mundo. Si pedimos permiso para entrar en el escritorio del jefe, pidámoslo también para entrar en la habitación de nuestro hijo adolescente.
Cuidado con la comunicación. No mandar e-mails a troche y moche, ni mucho menos versitos ni cadenas. El e-mail debe ser el último recurso cuando no se encuentra alguien en su teléfono de tierra o en su celular. Con respecto a este último, no olvidar que el destinatario de nuestra llamada puede estar en el coche, conduciendo –en ese caso, el que conduce no debe atender el teléfono-, o en una reunión. En general, tener presente que el teléfono móvil debe usarse cuando verdaderamente sea necesario.
No estoy preconizando la no utilización de la moderna tecnología de las comunicaciones, sino poniendo de manifiesto que no hay que abusar de ella.
Otra cosa de suma importancia. Hay que ser puntual, siempre y por sistema. Hay que, por lo menos, tratar de serlo y de ser ordenado, también. Por lo general, el impuntual es desordenado. Se desordena con el tiempo, como con todo. Tener fama de llegar siempre con retraso a todas partes equivale a tener fama de poco serio.
Si se teme no llegar a tiempo en una ocasión determinada, por lo menos citar a la persona que uno va a ver en un lugar cerrado. El tránsito ya no es una excusa para justificar el habitual retraso de media hora.
No hay que cancelar compromisos a última hora porque de pronto le entren a uno ganas de no ir. Haberlo pensado antes. Hay que acostumbrarse, y esto va para la gente joven, a comprometerse, a tener palabra.
En lugares públicos donde le sirven a uno, sonreír y tratar bien a la gente, siempre y cuando le traten bien a uno, por supuesto. De lo contrario, hay que hacer valer los derechos de uno, que en definitiva es el que paga. Hablando de pagar, es conveniente dejar buenas propinas a la gente que se las gana, así, si uno vuelve al lugar, será bien tratado.
Cuando le inviten, demuestre, si bien discretamente, sin alharacas, su satisfacción y su gratitud.
No confundir la buena costumbre de decirle de vez en cuando algo agradable al prójimo, o resaltar alguna de sus virtudes, personales o profesionales, las que sean, con la obsecuencia.
Si a uno se le ocurre un comentario brillante, o hace, o tiene algo realmente bonito, o grato, en algún sentido, siempre será bueno hacérselo notar. Pero alabarlo constantemente para ganarse su gratitud, o su consideración, es obsecuencia.
Si una persona excedida de peso está tratando de bajarlo con gran sacrificio y se le nota que ha adelgazado bastantes kilos, será bueno decírselo a fin de estimularlo, pero si no es así y uno dice sin motivo ni fundamentos: “Fulano, estás mucho más delgado”, se expone a que le digan: “¡Pues esta semana he engordado 2 kilos!”. Uno queda como un idiota, o como un obsecuente.
No hay que ser narcisista. Se cometen muchas estupideces cuando uno va de Narciso por la vida, mirándose en los charcos de la calle. Hay un libro buenísimo, que recomendamos con todo entusiasmo: “¿Por qué las personas inteligentes cometen estupideces?”, de Mortimer Feinberg y John J. Tarrant, de 300 páginas, editado por Granica Comunicación (Buenos Aires, Barcelona, México). Está plagado de estupideces que no se sabe por qué ni cómo cometieron personas inteligentes y que ocuparon cargos y lugares de importancia en la política, la cultura, la sociedad y otros medios.
Recordemos, sin ir más lejos, que la estupidez de Watergate, agregada a su excesiva confianza en sí mismo, le costó a Richard Nixon la presidencia de Estados Unidos.


© José Luis Alvarez Fermosel
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