Estaba yo en París cuando se dio un caso que las autoridades policiales encargadas de investigarlo calificaron como "de película". Hace muchos años.
La operación, montada con premeditación y... telefonía, se desarrolló en pleno centro de la capital francesa y, por cierto, en dos tiempos, como los partidos de fútbol.
Los ladrones llamaron por teléfono al joyero, en el primer tiempo: "Aquí el comisario Barianni, de la brigada antirrobo. Atención. Se va a cometer un atraco en su joyería... ¡No, no se defienda! Deje que roben. La policía, o sea, nosotros, detendremos a los ladrones a la salida. No, al contrario: gracias a usted".
En el segundo tiempo los atracadores entraron en la joyería con las caras cubiertas por máscaras y armados con pistolas de grueso calibre. Se tornaron su tiempo para robar varios millones de francos en alhajas, que metieron en bolsas con las que se fueron tranquilamente mientras el joyero y sus empleados los miraban sin inmutarse, esforzándose por no sonreír.
Transcurrido un tiempo prudencial, el joyero, extrañado al no oir ningún ruido revelador de la detención de los ladrones: tal vez un forcejeo, o voces de alto, o el chasquido de las pistolas al montarse, se lanzó a la calle. Ni rastro de los policías. Menos, de los ladrones.
Al llamar nerviosamente a la policía, instantes después, el cándido joyero se encontró con la desagradable sorpresa de que quienes le telefonearon no fueron los policías, sino los ladrones.
Digámoslo una vez más: la realidad supera siempre a la ficción.
La operación, montada con premeditación y... telefonía, se desarrolló en pleno centro de la capital francesa y, por cierto, en dos tiempos, como los partidos de fútbol.
Los ladrones llamaron por teléfono al joyero, en el primer tiempo: "Aquí el comisario Barianni, de la brigada antirrobo. Atención. Se va a cometer un atraco en su joyería... ¡No, no se defienda! Deje que roben. La policía, o sea, nosotros, detendremos a los ladrones a la salida. No, al contrario: gracias a usted".
En el segundo tiempo los atracadores entraron en la joyería con las caras cubiertas por máscaras y armados con pistolas de grueso calibre. Se tornaron su tiempo para robar varios millones de francos en alhajas, que metieron en bolsas con las que se fueron tranquilamente mientras el joyero y sus empleados los miraban sin inmutarse, esforzándose por no sonreír.
Transcurrido un tiempo prudencial, el joyero, extrañado al no oir ningún ruido revelador de la detención de los ladrones: tal vez un forcejeo, o voces de alto, o el chasquido de las pistolas al montarse, se lanzó a la calle. Ni rastro de los policías. Menos, de los ladrones.
Al llamar nerviosamente a la policía, instantes después, el cándido joyero se encontró con la desagradable sorpresa de que quienes le telefonearon no fueron los policías, sino los ladrones.
Digámoslo una vez más: la realidad supera siempre a la ficción.
© José Luis Alvarez Fermosel
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