domingo, 24 de febrero de 2008

Las flores de Manolita

Rafael Hernández era cro­nista -revistero, decíamos enton­ces en España- de toros. En la época a la que me referiré ense­guida era un hombre de unos 55 años, delgado, más bien moreno, de estatura media, terne y currutaco. El rasgo más saliente de su fisonomía era su ganchuda nariz, que le daba un cierto aire de malo de película. El no lo era, al pare­cer; no era malo, quiero decir. Ni como persona ni como profesional. Tampoco era bueno, por lo menos muy bueno, sostenía su amante alemana, Mano­lita Kauffmann.
Las malas lenguas decían que Hernández reci­bió siempre abultados sobres de los toreros que querían que él los tratara bien en sus crónicas, y que gracias a eso había hecho cierta fortuna. Calumnias, probablemente.
Finalizaba la década del 50. Ya estábamos los españoles un poco más aliviados, aunque hacer las compras de cada día tenía sus bemoles –entonces no se compraba para toda la semana, o para todo el mes, como ahora-.
A veces, mi madre me llevaba a la compra con ella. Yo iba tan contento a su vera, disfrutando del sol mañanero y de los aromas de las hortalizas y las frutas en sazón de los mercados y los puestos de la calle: pimientos, puerros, manzanas y, sí comenzaba el verano, unas peras muy pequeñas, un poco duras, que se llamaban peritas de San Juan.
Algunos días nos encontrábamos con Manolita en la pescadería o en la panadería. Manolita era alemana del norte y, claro, rubia, de ojos verdes. Fumaba tabaco negro. Tenía -tal vez por eso, por fumar tabaco negro- una voz ronca, pro­funda. Mi abuela, que la conoció de muy joven, decía que había sido bellí­sima. Era simpática y un poco am­pulosa. Ha­blaba muy bien el español, pero con marcado acento alemán.
Manolita había tenido una hija con Rafael Hernández. Se llamaba Inés, tenía el pelo rubio como su madre, la tez muy blanca y los dientes saltones. Era muy enamoradiza y lo pasaba mal, porque no le duraban los novios. Mariano, que algunas veces nos traía criadillas, era hermano de Inés y fruto de una “liaison” anterior de Manolita. Vivía solo, en otro barrio.
La casa, mejor dicho, el chalé, porque de un chalé se trataba, de Hernández, Manolita e Inés estaba muy cerca de nuestro piso. El interior era más bien sombrío, tal vez porque que mantenían siempre las ventanas y las puertas cerradas y nunca entraba el sol.
El despacho de Hernández era impresionante. Había en él libros por todas partes y sólidos muebles de madera oscura. Una cabeza de un toro muy negro disecada, un mantón de Manila dorado y verde tirado en un sillón. Periódicos y pa­peles en desorden sobre la mesa, que era muy grande. En uno de los cajones, Rafael Hernández guardaba un revólver. Yo lo sabía porque me lo había dicho Manolita, que siempre me contaba cosas porque yo era un niño muy callado y muy discreto y nunca revelaba lo que me decían confidencialmente. Al fondo estaba el jardín, que era enorme.
A pesar de estar retirado, el cronista de toros trabajaba, como se deducía al ver su escritorio. ¿Qué escribiría? ¿Una novela de ambiente taurino? ¿Artículos sobre toros y to­reros, aún? ¿Sus memorias?...
Por los pasillos del chalé umbrío y silencioso pasaba de tanto en tanto una perra negra Doberman que se llamaba Pretty, bo­nita, en inglés; pero no tenia nada de bonita ni mucho menos de sim­pática y, además, no debían lavarla con mucha frecuencia porque olía; olía a perra, daro, ¿a qué iba a oler si no, pobre animal? Pretty mordió una vez a mi prima Mary en una pierna y aquel día ardió Troya en el chalé de Rafael Hernández, pues la madre de Mary –mi tía, que también se llamaba Mary y fue una de las personas a quien yo más quise en esta vida-, era de armas tomar.
Lo que a mí más me llamaba la atención era el jardín del chalé de Manolita. Había en él muchísimas plantas y flores, unas y otras muy cuidadas. En primavera era una gloria pasear por ese jardín tan grande, tan multicolor, tan perfumado. Había, sobre todo, rosas. Rosas de todos los tamaños y colores, prietas y hermosas, que exhalaban un perfume embriaga­dor.
También recuerdo las margaritas, las mas grandes que yo he visto, y unos pensamientos preciosos, de un morado intenso que se mezclaba armoniosamente con un suave amarillo limón y unos azules muy daros. El jardín era un vergel y los aromas más exquisitos se entremezclaban, en una verdadera fiesta para el olfato.
Manolita e Inés, que iban a mi casa con frecuencia, juntas o separadas, nos traían siempre flores de su jardín. Margaritas, esas marga­ritas que a mi me gustaban tanto, y también lilas. Mi madre o mi abuela las ponían en búcaros de porcelana de Talavera de la Reina con agua y una aspirina dentro, porque asi se conservaban frescas mas tiempo, decían.
Nunca he visto flores tan hermo­sas, ni he disfrutado tanto de ellas, como las del jardín de Manolita de mi niñez, le­jano pero siempre vivo en mi re­cuerdo.


© José Luis Alvarez Fermosel




2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Josè Luis:
Soy un antiguo oyente de Hanglin e inmediatamente visitè su blog, cuando me enterè que podìa saber algo màs sobre usted.
Obviamente, me ha resultado muy interesante y lo aliento a que lo mantenga vigente.
Modestamente, con un seudònimo, tambièn escribo en mi propio blog y apreciarè su opiniòn, si dispone de algùn tiempo libre para leerlo.
www.alexisrandom.blogspot.com
Felicitaciones y gracias por reivindicar cada dìa nuestro exquisito idioma.

Guillermo

Anónimo dijo...

Muchas gracias, Guillermo, por visitar mi blog. Me propongo hacer lo mismo con el tuyo y darte mi opinión. Gracias también por tus felicitaciones.Un saludo afectuoso.