En alguna otra ocasión hemos escritos sobre estos inefables artistas, a los que en épocas pretéritas se denominaba con un clerto enfasis, no precisamenle laudatorio, cómicos.
Los sufridos “cómicos de la legua” que, la mayoría de las veces con un programa de “variedades”, de “varietés”, como se decía entonces, recorrían las provincias ganando cuatro cuartos y gastándose el doble alegremente, sufriendo no pocas contrariedades y jugándose a veces el tipo sin importarles así como gran cosa nada de todo esto con tal de ganarse los aplausos del "respetable".
Hoy volvemos a sentir la tentación de gastar alguna tinta escribiendo acerca de ellos. Bravas gentes, casi heroicas, que todavía recorren los pueblos con una lona de circo, viejas maletas llenas de recuerdos, un repertorlo ingenuo y siempre la Ilusión, así, con mayúscula, por compañera inseparable.
Actores que en su día interpretaron a Lope en algún teatro de capital de provincia con lámparas de verdosa luz de gas en el “foyer” y alegorías isabelinas en el techo. Viejos artistas trasnochados que fueron quedándose “démodé” y no se resignaron jamás a encerrarse en casa, a vivir de sus recuerdos o a cambiar de profesión.
Todavía los vemos en algún pueblo, montando su lona a rayas en un solar de las afueras, sobre la tierra parda. Bombillas de colores y, como los artistas de circo, uno de ellos ante la puerta animando al público con sus dicharachos a descubrir el secreto del arte de sus compañeros mediante un óbolo modesto.
Al regresar anoche a la capital después de una breve estancia en provincias, me encontré instalado uno de estos teatrillos en un descampado próximo a mi casa. La clásica lona roja y blanca y un cartel luminoso que rezaba, desenfadado y pretencioso: “Teatro Moderno”.
Soplaba un vientecillo alegre y una luna de jade claro iluminaba la noche. Una voz femenina, un tanto ronca, cantaba un tanguillo con desgarro.
Me prometí asistir a la función del día siguiente. Pero cuando con esa intención volvía a casa antes de lo acostumbrado, pasadas veinticuatro horas, me encontré con que el "Teatro Moderno" había desaparecido. Apenas quedaban algunos vestigios de su existencia: un rollo de cuerda, dos o tres programas de papel rotos y un trozo de cartón pintado de purpurina.
Lloviznaba. Ninguna voz femenina cantaba alto, llenando el silencio de alegres ecos. No pude evitar sentir una cierta melancólía. Y pensé: ¿adónde habrán ido mis buenos amigos los "cómicos de la legua"? ¿Por qué carreteras de segundo orden rodarán, bajo las estrellas, pensando en su próximo estreno? ¿Se llevarán el eco de unos aplausos repiqueteando en su corazón como alegres castañuelas, o tal vez un airado pateo cuyo recuerdo haga más profundas las arrugas de sus rostros cansados?
La muchacha que cantaba el tanguillo, ¿será morena con los ojos muy oscuros y delgada y flexible como una zíngara? ¿Soñará en noches como ésta, que llueve dulcemente y huele a tierra húmeda, con un apuesto joven de frac que le haga llegar un diamante en un estuche de roja piel de Suecia con su tarjeta, a su sórdido camerino…?
¡Id con Dios, “cómicos de la legua” de mis entretelas!
Los sufridos “cómicos de la legua” que, la mayoría de las veces con un programa de “variedades”, de “varietés”, como se decía entonces, recorrían las provincias ganando cuatro cuartos y gastándose el doble alegremente, sufriendo no pocas contrariedades y jugándose a veces el tipo sin importarles así como gran cosa nada de todo esto con tal de ganarse los aplausos del "respetable".
Hoy volvemos a sentir la tentación de gastar alguna tinta escribiendo acerca de ellos. Bravas gentes, casi heroicas, que todavía recorren los pueblos con una lona de circo, viejas maletas llenas de recuerdos, un repertorlo ingenuo y siempre la Ilusión, así, con mayúscula, por compañera inseparable.
Actores que en su día interpretaron a Lope en algún teatro de capital de provincia con lámparas de verdosa luz de gas en el “foyer” y alegorías isabelinas en el techo. Viejos artistas trasnochados que fueron quedándose “démodé” y no se resignaron jamás a encerrarse en casa, a vivir de sus recuerdos o a cambiar de profesión.
Todavía los vemos en algún pueblo, montando su lona a rayas en un solar de las afueras, sobre la tierra parda. Bombillas de colores y, como los artistas de circo, uno de ellos ante la puerta animando al público con sus dicharachos a descubrir el secreto del arte de sus compañeros mediante un óbolo modesto.
Al regresar anoche a la capital después de una breve estancia en provincias, me encontré instalado uno de estos teatrillos en un descampado próximo a mi casa. La clásica lona roja y blanca y un cartel luminoso que rezaba, desenfadado y pretencioso: “Teatro Moderno”.
Soplaba un vientecillo alegre y una luna de jade claro iluminaba la noche. Una voz femenina, un tanto ronca, cantaba un tanguillo con desgarro.
Me prometí asistir a la función del día siguiente. Pero cuando con esa intención volvía a casa antes de lo acostumbrado, pasadas veinticuatro horas, me encontré con que el "Teatro Moderno" había desaparecido. Apenas quedaban algunos vestigios de su existencia: un rollo de cuerda, dos o tres programas de papel rotos y un trozo de cartón pintado de purpurina.
Lloviznaba. Ninguna voz femenina cantaba alto, llenando el silencio de alegres ecos. No pude evitar sentir una cierta melancólía. Y pensé: ¿adónde habrán ido mis buenos amigos los "cómicos de la legua"? ¿Por qué carreteras de segundo orden rodarán, bajo las estrellas, pensando en su próximo estreno? ¿Se llevarán el eco de unos aplausos repiqueteando en su corazón como alegres castañuelas, o tal vez un airado pateo cuyo recuerdo haga más profundas las arrugas de sus rostros cansados?
La muchacha que cantaba el tanguillo, ¿será morena con los ojos muy oscuros y delgada y flexible como una zíngara? ¿Soñará en noches como ésta, que llueve dulcemente y huele a tierra húmeda, con un apuesto joven de frac que le haga llegar un diamante en un estuche de roja piel de Suecia con su tarjeta, a su sórdido camerino…?
¡Id con Dios, “cómicos de la legua” de mis entretelas!
© José Luis Alvarez Fermosel
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