Como contrapartida de la excesiva motorización de Buenos Aires, una ciudad cada día más atrafagada y con difíciles problemas de tránsito rodado, todavía alienta algún landó viejo y violeta de caballos canela- que dijo el poeta-, que recorre lentamente al menos uno de los cien barrios porteños inmortalizados por el tango.
Son los escasos y, quizás por eso, románticos mateos. (Los madrileños de la Villa y Corte decimonónica, con duquesas frescachonas, políticos de frac, militares de charoladas botas y toreros de rompe y rasga, que eran sus habituales ocupantes, se llamaban simones.)
Los mateos pasean niños y, muy de cuando en cuando, algún un hombre canoso que fuma en pipa, nostálgico de tiempos pretéritos, por un sector del barrio de Palermo, uno de los varios pulmones verdes de esta Reina del Plata de plazas, parques y jardines bellísimos -¡y tan descuidados, ay!-.
Por unos pocos dólares -no centavos de dólar, porque todo está carísimo hoy día en Buenos Aires-, los aurigas de estos mateos inefables, con sus mansos caballejos que se dejan acariciar por los niños y van enjaezados con cierto boato español, venden alegremente su cuota de turismo amable y placentero.
El paseo se inicia frente al parque zoológico y el cochecillo descubierto bordea en un corto trayecto los verdes jardines de Palermo, con sus lagos con cisnes y lanchas de remos o botes accionados por pedales que pasan bajo puentecillos con cierto aire japonés.
Ya sólo quedan quince de estos vehículos. Uno de ellos tiene más de cien años.
Postillones anacrónicos pero simpáticos, reminiscencia viva de un tiempo que vaya uno a saber si no fue mejor, ven transcurrir a diario sus mejores horas desde el pescante de sus coches de caballos y son, la mayoría, una crónica hablada de la ciudad portuaria, abigarrada y variopinta.
Pascual Tucci, Juan Carlos Mancini, Crescencio Cuesta y otros están ahí, todos los días, en las paradas de sus coches de alquiler -góndolas del asfalto- desde las diez de la mañana hasta que el sol se va lentamente, enrojeciendo con su reflejo postumo el agua mansa de los lagos de agua verde.
Los cocheros cargan con una sonrisa a su clientela que, por lo general, es alegre y bulliciosa, aunque no falta alguna pareja de novios que se deleita con el silencio perfumado de madreselvas, mientras el sol se va tras nubes color limón y jazmín.
El paisaje desfila como si estuviera dentro de un caleidoscopio. Los cascos de los pencos matalones rebotan rítmicamente contra el duro macadam.
Todo es recuerdo, ahora; mejor dicho, nostalgia: Buenos Aires contaba en 1901 con 2.283 coches de caballos de alquiler, cuyos dueños se agrupaban en la Sociedad de Conductores de Vehículos, recuerda María Gronel.
Apenas un lustro después, y debido a la preocupación de la Sociedad Protectora de Animales, se decidió que los coches no podían cargar más de seis pasajeros, a fin de no obligar a los caballos a hacer un esfuerzo excesivo.
Ya entonces existían las paradas de Palermo, Belgrano y Flores y se alquilaban coches para los corsos de Carnaval.
El automóvil -ingenuamente definido una vez, cuando había pocos, por el escritor español Juan Antonio de Zunzunegui como el alcaloide de la farra y el mejor celestino para la mujer- planteó a los coches de caballos una competencia desleal; y luego sobrevino la crisis, que acabó por hacerse insostenible para los vehículos de tracción animal.
Eran, insistimos, otros tiempos, cuyos fantasmas yacen ahora cubiertos de polvo en el desván del recuerdo.
Pero cuando relinchan a todo vapor los… "caballos" de los automóviles en el centro de la ciudad congestionada, los camiones de reparto provocan molestos embotellamientos y el ulular de las sirenas de las ambulancias y de los patrulleros de la policía se torna insoportable, ¡qué ganas le entran a uno de acercarse al zoo, sobre todo en verano, y alquilar un landó viejo y violeta de caballo canela para dar un paseo por los jardines umbríos del florido tiempo pasado...!
Son los escasos y, quizás por eso, románticos mateos. (Los madrileños de la Villa y Corte decimonónica, con duquesas frescachonas, políticos de frac, militares de charoladas botas y toreros de rompe y rasga, que eran sus habituales ocupantes, se llamaban simones.)
Los mateos pasean niños y, muy de cuando en cuando, algún un hombre canoso que fuma en pipa, nostálgico de tiempos pretéritos, por un sector del barrio de Palermo, uno de los varios pulmones verdes de esta Reina del Plata de plazas, parques y jardines bellísimos -¡y tan descuidados, ay!-.
Por unos pocos dólares -no centavos de dólar, porque todo está carísimo hoy día en Buenos Aires-, los aurigas de estos mateos inefables, con sus mansos caballejos que se dejan acariciar por los niños y van enjaezados con cierto boato español, venden alegremente su cuota de turismo amable y placentero.
El paseo se inicia frente al parque zoológico y el cochecillo descubierto bordea en un corto trayecto los verdes jardines de Palermo, con sus lagos con cisnes y lanchas de remos o botes accionados por pedales que pasan bajo puentecillos con cierto aire japonés.
Ya sólo quedan quince de estos vehículos. Uno de ellos tiene más de cien años.
Postillones anacrónicos pero simpáticos, reminiscencia viva de un tiempo que vaya uno a saber si no fue mejor, ven transcurrir a diario sus mejores horas desde el pescante de sus coches de caballos y son, la mayoría, una crónica hablada de la ciudad portuaria, abigarrada y variopinta.
Pascual Tucci, Juan Carlos Mancini, Crescencio Cuesta y otros están ahí, todos los días, en las paradas de sus coches de alquiler -góndolas del asfalto- desde las diez de la mañana hasta que el sol se va lentamente, enrojeciendo con su reflejo postumo el agua mansa de los lagos de agua verde.
Los cocheros cargan con una sonrisa a su clientela que, por lo general, es alegre y bulliciosa, aunque no falta alguna pareja de novios que se deleita con el silencio perfumado de madreselvas, mientras el sol se va tras nubes color limón y jazmín.
El paisaje desfila como si estuviera dentro de un caleidoscopio. Los cascos de los pencos matalones rebotan rítmicamente contra el duro macadam.
Todo es recuerdo, ahora; mejor dicho, nostalgia: Buenos Aires contaba en 1901 con 2.283 coches de caballos de alquiler, cuyos dueños se agrupaban en la Sociedad de Conductores de Vehículos, recuerda María Gronel.
Apenas un lustro después, y debido a la preocupación de la Sociedad Protectora de Animales, se decidió que los coches no podían cargar más de seis pasajeros, a fin de no obligar a los caballos a hacer un esfuerzo excesivo.
Ya entonces existían las paradas de Palermo, Belgrano y Flores y se alquilaban coches para los corsos de Carnaval.
El automóvil -ingenuamente definido una vez, cuando había pocos, por el escritor español Juan Antonio de Zunzunegui como el alcaloide de la farra y el mejor celestino para la mujer- planteó a los coches de caballos una competencia desleal; y luego sobrevino la crisis, que acabó por hacerse insostenible para los vehículos de tracción animal.
Eran, insistimos, otros tiempos, cuyos fantasmas yacen ahora cubiertos de polvo en el desván del recuerdo.
Pero cuando relinchan a todo vapor los… "caballos" de los automóviles en el centro de la ciudad congestionada, los camiones de reparto provocan molestos embotellamientos y el ulular de las sirenas de las ambulancias y de los patrulleros de la policía se torna insoportable, ¡qué ganas le entran a uno de acercarse al zoo, sobre todo en verano, y alquilar un landó viejo y violeta de caballo canela para dar un paseo por los jardines umbríos del florido tiempo pasado...!
© José Luis Alvarez Fermosel
Anterior:
“Un hombre bajo y probablemente rico y poderoso” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/01/un-hombre-bajo-y-probablemente-rico-y.html)
2 comentarios:
Estimadísimo José Luis: no sabe como me gustó este relato. Es más, en cualquier momento voy a volver a pasear en los mateos que están en el zoológico. ¡Cuántos recuerdos hermosos de mi niñez me han vuelto gracias a ud! Tampoco me pierdo ningún programa de la radio porque están buenísimos y su labor es extraordinaria. Lo felicito y le mando un gran beso. Jimena Arcos.
Querida Jimena: no sabes cuánto me alegro de haber sido capaz de traerte hermosos recuerdos de tu niñez con mi articulito sobre los mateos. Un millón de gracias por tus elogios acerca de mi intervención en Radio 10. Un beso grande.
Publicar un comentario