sábado, 9 de febrero de 2008

Un landó viejo y violeta de caballos canela...

Como contrapartida de la excesiva motorización de Buenos Aires, una ciudad cada día más atrafagada y con difíciles problemas de tránsito rodado, todavía alienta algún landó viejo y violeta de caballos canela- que dijo el poeta-, que recorre lentamente al menos uno de los cien barrios porte­ños inmortalizados por el tango.
Son los escasos y, quizás por eso, ro­mánticos mateos. (Los ma­drileños de la Villa y Corte decimonónica, con duquesas frescachonas, políticos de frac, militares de charoladas botas y toreros de rompe y rasga, que eran sus habituales ocupantes, se llamaban simo­nes.)
Los mateos pasean ni­ños y, muy de cuando en cuando, algún un hombre canoso que fuma en pipa, nostálgico de tiempos pretéritos, por un sector del barrio de Palermo, uno de los varios pulmones verdes de esta Reina del Plata de pla­zas, parques y jardines bellísimos -¡y tan descuidados, ay!-.
Por unos pocos dólares -no cen­tavos de dólar, porque todo está carí­simo hoy día en Buenos Aires-, los aurigas de estos mateos inefables, con sus mansos caballejos que se de­jan acariciar por los niños y van en­jaezados con cierto boato español, venden alegremente su cuota de turis­mo amable y placentero.
El paseo se inicia frente al parque zoológico y el cochecillo descubierto bordea en un corto trayecto los ver­des jardines de Palermo, con sus la­gos con cisnes y lanchas de remos o botes accionados por pedales que pa­san bajo puentecillos con cierto aire japonés.
Ya sólo quedan quince de estos ve­hículos. Uno de ellos tiene más de cien años.
Postillones anacrónicos pero simpáticos, reminiscencia viva de un tiempo que vaya uno a saber si no fue mejor, ven transcurrir a diario sus mejores horas desde el pescante de sus coches de caballos y son, la mayoría, una crónica hablada de la ciudad portuaria, abigarrada y vario­pinta.
Pascual Tucci, Juan Carlos Mancini, Crescencio Cuesta y otros están ahí, todos los días, en las paradas de sus coches de alquiler -góndolas del asfalto- desde las diez de la mañana hasta que el sol se va lentamente, enrojeciendo con su reflejo postumo el agua mansa de los lagos de agua verde.
Los cocheros cargan con una son­risa a su clientela que, por lo general, es alegre y bulliciosa, aunque no falta alguna pareja de novios que se deleita con el silencio perfu­mado de madreselvas, mientras el sol se va tras nubes color limón y jazmín.
El paisaje desfila como si estuviera dentro de un caleidoscopio. Los cascos de los pencos matalo­nes rebotan rítmicamente contra el duro macadam.
Todo es recuerdo, ahora; mejor dicho, nostalgia: Buenos Aires contaba en 1901 con 2.283 coches de caballos de alquiler, cuyos dueños se agrupaban en la Sociedad de Conductores de Ve­hículos, recuerda María Gronel.
Apenas un lustro después, y debi­do a la preocupación de la Sociedad Protectora de Animales, se decidió que los coches no podían cargar más de seis pasajeros, a fin de no obli­gar a los caballos a hacer un esfuer­zo excesivo.
Ya entonces existían las paradas de Palermo, Belgrano y Flores y se alquilaban coches para los corsos de Carnaval.
El automóvil -ingenuamente definido una vez, cuando había pocos, por el escritor español Juan Antonio de Zunzunegui como el alcaloide de la farra y el mejor celestino para la mujer- planteó a los coches de caba­llos una competencia desleal; y luego sobrevino la crisis, que acabó por ha­cerse insostenible para los vehículos de tracción animal.
Eran, insistimos, otros tiempos, cuyos fantasmas yacen ahora cubiertos de polvo en el desván del recuerdo.
Pero cuando relinchan a todo vapor los… "caballos" de los automóviles en el centro de la ciudad congestionada, los camiones de reparto provocan moles­tos embotellamientos y el ulular de las sirenas de las ambulancias y de los patrulleros de la policía se torna insoportable, ¡qué ga­nas le entran a uno de acercarse al zoo, sobre todo en verano, y alqui­lar un landó viejo y violeta de caballo ca­nela para dar un paseo por los jardines umbríos del florido tiempo pasado...!



© José Luis Alvarez Fermosel

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estimadísimo José Luis: no sabe como me gustó este relato. Es más, en cualquier momento voy a volver a pasear en los mateos que están en el zoológico. ¡Cuántos recuerdos hermosos de mi niñez me han vuelto gracias a ud! Tampoco me pierdo ningún programa de la radio porque están buenísimos y su labor es extraordinaria. Lo felicito y le mando un gran beso. Jimena Arcos.

Anónimo dijo...

Querida Jimena: no sabes cuánto me alegro de haber sido capaz de traerte hermosos recuerdos de tu niñez con mi articulito sobre los mateos. Un millón de gracias por tus elogios acerca de mi intervención en Radio 10. Un beso grande.