domingo, 4 de mayo de 2008

La locomotora del amor

Ahora, es decir, desde hace mucho tiempo, cuando funcionan en varios países del mundo trenes de alta velocidad como el AVE de España y en otros, como Argentina, se quiere poner en marcha un tren bala, recuerdo con nostalgia la locomotora del amor suiza que marcaba –no sé si lo seguirá haciendo, me temo que no- la ruta de la Luna de Miel en el valle suizo Toggenburg.
Un grupo de enamorados de los viejos trenes de vapor, al saber que iba a retirarse de servicio la última locomotora que hacía el trayecto lago Constanza- Toggenburg, tuvo la feliz idea de conservarla como reliquia ferroviaria y utilizarla, a la vez, como gran juguete animado para uso exclusivo de parejas de recién casados.
En el tren –junto con la locomotora se rescataron también dos vagones- se celebraba perfectamente desde la ceremonia nupcial hasta el banquete de esponsales con torta de varios pisos, champán y música de violines.
Mientras restallaban alegres carcajadas y el alegre taponazo de las botellas de champán repercutía en el interior del tren, con las ventanas abiertas a la verde campiña, la locomotora avanzaba resoplando y tosiendo como una inefable Santa Fe de la Union Pacific.
Faltaban los indios persiguiendo al tren, a lomo de caballos pintos, accionando sus Winchesters de palanca, y un maquinista que disparara su revólver “frontier” desde la torreta de la máquina para que la escena se asemejara a una película del Oeste de John Ford.
Pero no tenía objeto entonces, ni lo tiene ahora hablar de tiros en la pacífica Helvecia de los bancos con cuentas secretas, reproducida en tantos filmes modernos como en la primera película de la saga de Bourne, tan lejana ya de Guillermo Tell, el de la suprema flecha de reserva en el carcaj.
Las únicas flechas que siguen disparándose en Suiza son las de Cupido, que sobrevoló con sus frágiles alas de tafetán color plata el Amor Express, como se bautizó aquel convoy romántico para uso exclusivo de matrimonios en luna de miel.
La comodidad y el buen servicio no están reñidos con el amor. Así, un nutrido pero selecto grupo de camareros profesionales, vestidos con uniformes de ferroviarios, servían viandas y bebidas con gran eficiencia y exquisita cortesía.
Se vaciaban las copas, se cantaban canciones montañesas, por las ventanillas penetraba un seco y reconfortante aroma a resina de pino y romero, como el del vino Chablis.
Se presentía el azul cobalto del lago Constanza. La ciudad quedaba atrás con su tráfago y agitación –bastante soportables en todas las ciudades de Suiza-.
Comenzaba la vida, una nueva vida que se gestaba al compás del tres por cuatro. ¡Y sobre ruedas!
Han pasado muchos años, pero la última locomotora del amor aún traquetea en mi memoria y todavía me parece sentir en la cara el fresco vientecillo del valle Toggenburg.


© José Luis Alvarez Fermosel
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué hermoso sería que hoy día hubiera un tren semejante! Gracias por hacerme soñar. Un beso. Gloria (Acasuso)

Anónimo dijo...

Sí, Gloria, tan hermoso sería como que volviera a circular el viejo Orient Express. Pero el romanticismo, la aventura y otras cosas por el estilo desaparecieron hace tiempo por desgracia. Cariños.