Estaba en un cruce de peatones de la avenida presidente Roque Sáenz Peña, frente a la estatua de Lisandro de la Torre, en pleno centro de Buenos Aires.
Una rara mañana de otoño, calurosa y pesada. Tránsito rodado incesante. Gente circulando con expresión preocupada.
Una rara mañana de otoño, calurosa y pesada. Tránsito rodado incesante. Gente circulando con expresión preocupada.
Olía a monóxido de carbono, a un extraño barniz que no pude identificar, a hierro caliente y a café. Este último aroma, el más agradable de todos, salía de una cafetería en la que algunas personas desayunaban tardíamente y otras leían el diario frente a su taza vacía.
Había un no sé qué pesado, tedioso, en el ambiente recalentado. El duro suelo gris bajo los pies. Un cielo congestionado e irritante.
De pronto lo vi casi a mi lado, a la derecha. Estaba allí, esperando como todos que el semáforo le permitiera cruzar la calle. Era un hombre de estatura media, rechoncho. Estaba casi calvo y tenía un rostro vuigar, asimétrico. Llevaba un traje azul marino, brillante ya por el uso excesivo, y una camisa clara sin corbata, con el cuello abierto. Me fijé en todos estos detalles después de haber visto, en primer lugar, lo más caracteristico, distintivo e insólito de ese hombre corriente, sin el menor toque de rareza, originalidad, brillantez ni nada especial ni diferente: tenía una mariposa posada sobre su hombro izquierdo.
La cosa no tenia mucho de particular, considerando que la mariposa pudo haber venido volando desde el jardín interior de alguna casa de las cercanías, o de un árbol no lejano, y posarse en el hombro de aquel caballero como se podría haber posado en cualquier otro lugar. Lo curioso es que la mariposa en cuestión parecía encontrarse muy a sus anchas en el refugio temporal que había escogido para descansar, o sencillamente para mirarnos a todos desde un lugar seguro.
La mariposa mantenía las alas juntas y de tanto en tanto las desplegaba, y luego las volvía a cerrar. Así comprobé que era más bien grande y de un delicado color azul lavanda.
Cuando al fin cruzamos la avenida y empezamos a caminar todos para ganar la acera de enfrente, el hombrecillo era quien más vivo llevaba el paso y, además, cada tanto levantaba los hombros con un movimiento, no diría yo que convulsivo pero con características de tic nervioso. Sin embargo, la mariposa seguía ahí, sobre su hombro, tan ricamente, abriendo y cerrando las alas cada dos por tres.
La mariposa del hombre de la avenida, que caminaba ahora a grandes trancos por la calle Esmeralda, no tenia nada de atemorizador, sino todo lo contrario. Inspiraba una suerte de tranquilidad y, desde luego, alegraba la vista, hermosa y azul como una flor de jacarandá.
Seguí a la mariposa y a su amo, por asi llamarlo, durante un buen trecho. Al final ambos doblaron por una calle lateral y yo continué mi camino, no sin hacerme antes una serie de preguntas.
¿Por qué eligió la mariposa, tan bella, tan elegante, tan original, a un señor que era exactamente todo lo contrario para aquerenciarse, aunque tal vez temporalmente, en su hombro forrado de barata y lustrosa sarga azul? ¿Había un simbolismo, un significado oculto, tal vez esotérico en esa conjunción urbana hombre-mariposa? ¿Llevaba el hombre, en realidad, la mariposa puesta porque la tenia en su casa, como quien tiene un perro y la sacó a dar un paseo ? ¿Era la mariposa algún espíritu puro -o impuro- que se había posesionado del anodino viandante, sabe Dios, o el diablo, para qué misteriosos fines?
Jamás lo sabremos.
Había un no sé qué pesado, tedioso, en el ambiente recalentado. El duro suelo gris bajo los pies. Un cielo congestionado e irritante.
De pronto lo vi casi a mi lado, a la derecha. Estaba allí, esperando como todos que el semáforo le permitiera cruzar la calle. Era un hombre de estatura media, rechoncho. Estaba casi calvo y tenía un rostro vuigar, asimétrico. Llevaba un traje azul marino, brillante ya por el uso excesivo, y una camisa clara sin corbata, con el cuello abierto. Me fijé en todos estos detalles después de haber visto, en primer lugar, lo más caracteristico, distintivo e insólito de ese hombre corriente, sin el menor toque de rareza, originalidad, brillantez ni nada especial ni diferente: tenía una mariposa posada sobre su hombro izquierdo.
La cosa no tenia mucho de particular, considerando que la mariposa pudo haber venido volando desde el jardín interior de alguna casa de las cercanías, o de un árbol no lejano, y posarse en el hombro de aquel caballero como se podría haber posado en cualquier otro lugar. Lo curioso es que la mariposa en cuestión parecía encontrarse muy a sus anchas en el refugio temporal que había escogido para descansar, o sencillamente para mirarnos a todos desde un lugar seguro.
La mariposa mantenía las alas juntas y de tanto en tanto las desplegaba, y luego las volvía a cerrar. Así comprobé que era más bien grande y de un delicado color azul lavanda.
Cuando al fin cruzamos la avenida y empezamos a caminar todos para ganar la acera de enfrente, el hombrecillo era quien más vivo llevaba el paso y, además, cada tanto levantaba los hombros con un movimiento, no diría yo que convulsivo pero con características de tic nervioso. Sin embargo, la mariposa seguía ahí, sobre su hombro, tan ricamente, abriendo y cerrando las alas cada dos por tres.
La mariposa del hombre de la avenida, que caminaba ahora a grandes trancos por la calle Esmeralda, no tenia nada de atemorizador, sino todo lo contrario. Inspiraba una suerte de tranquilidad y, desde luego, alegraba la vista, hermosa y azul como una flor de jacarandá.
Seguí a la mariposa y a su amo, por asi llamarlo, durante un buen trecho. Al final ambos doblaron por una calle lateral y yo continué mi camino, no sin hacerme antes una serie de preguntas.
¿Por qué eligió la mariposa, tan bella, tan elegante, tan original, a un señor que era exactamente todo lo contrario para aquerenciarse, aunque tal vez temporalmente, en su hombro forrado de barata y lustrosa sarga azul? ¿Había un simbolismo, un significado oculto, tal vez esotérico en esa conjunción urbana hombre-mariposa? ¿Llevaba el hombre, en realidad, la mariposa puesta porque la tenia en su casa, como quien tiene un perro y la sacó a dar un paseo ? ¿Era la mariposa algún espíritu puro -o impuro- que se había posesionado del anodino viandante, sabe Dios, o el diablo, para qué misteriosos fines?
Jamás lo sabremos.
© José Luis Alvarez Fermosel
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