sábado, 24 de mayo de 2008

Hombre con mariposa

Estaba en un cruce de peatones de la avenida presidente Roque Sáenz Peña, frente a la estatua de Lisandro de la To­rre, en pleno centro de Buenos Aires.
Una rara mañana de otoño, calurosa y pesada. Tránsito rodado incesante. Gente circulando con expre­sión preocupada.
Olía a monóxido de carbono, a un extraño barniz que no pu­de identificar, a hierro caliente y a café. Este último aroma, el más agradable de todos, salía de una cafetería en la que algunas personas desayunaban tardíamente y otras leían el diario frente a su taza vacía.
Había un no sé qué pesado, tedio­so, en el ambiente recalentado. El duro suelo gris bajo los pies. Un cielo conges­tionado e irritante.
De pronto lo vi casi a mi lado, a la derecha. Estaba allí, esperando como to­dos que el semáforo le permitiera cruzar la calle. Era un hombre de estatura media, rechoncho. Esta­ba casi calvo y tenía un rostro vuigar, asimétrico. Llevaba un traje azul marino, brillante ya por el uso excesivo, y una camisa clara sin corbata, con el cuello abierto. Me fijé en todos estos detalles después de haber visto, en primer lugar, lo más caracteristico, distintivo e insólito de ese hombre co­rriente, sin el menor toque de rareza, ori­ginalidad, brillantez ni nada especial ni di­ferente: tenía una mariposa posada sobre su hombro izquierdo.
La cosa no tenia mucho de particular, considerando que la mariposa pudo haber venido volando desde el jardín interior de alguna casa de las cercanías, o de un ár­bol no lejano, y posarse en el hombro de aquel caballero como se podría haber po­sado en cualquier otro lugar. Lo curioso es que la mariposa en cuestión parecía encontrarse muy a sus anchas en el refu­gio temporal que había escogido para des­cansar, o sencillamente para mirarnos a todos desde un lugar seguro.
La mariposa mantenía las alas juntas y de tanto en tanto las des­plegaba, y luego las volvía a cerrar. Así comprobé que era más bien grande y de un delicado color azul lavanda.
Cuando al fin cruzamos la ave­nida y empezamos a caminar todos para ganar la acera de enfrente, el hombreci­llo era quien más vivo llevaba el paso y, además, cada tanto levantaba los hom­bros con un movimiento, no diría yo que convulsivo pero con características de tic nervioso. Sin embargo, la mariposa se­guía ahí, sobre su hombro, tan ricamente, abriendo y cerrando las alas cada dos por tres.
La mariposa del hombre de la avenida, que caminaba ahora a grandes trancos por la calle Esmeralda, no tenia nada de atemorizador, sino todo lo contrario. Ins­piraba una suerte de tranquilidad y, desde luego, alegraba la vista, hermosa y azul como una flor de jacarandá.
Seguí a la mariposa y a su amo, por asi llamarlo, durante un buen trecho. Al final ambos doblaron por una calle lateral y yo continué mi camino, no sin hacerme an­tes una serie de preguntas.
¿Por qué eligió la mariposa, tan bella, tan elegante, tan original, a un señor que era exactamente todo lo contrario para aquerenciarse, aunque tal vez temporal­mente, en su hombro forrado de barata y lustrosa sarga azul? ¿Había un simbo­lismo, un significado oculto, tal vez eso­térico en esa conjunción urbana hombre-mariposa? ¿Llevaba el hombre, en realidad, la mariposa puesta porque la tenia en su casa, como quien tiene un perro y la sacó a dar un paseo ? ¿Era la mariposa algún espíritu puro -o im­puro- que se había posesionado del anodino viandante, sabe Dios, o el diablo, para qué misteriosos fines?
Jamás lo sabremos.



© José Luis Alvarez Fermosel
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