El cuento corto, cortísimo, más surrealista y más disparatado que yo he escuchado en mi vida me lo contó mi colega y, sin embargo, amigo Alejandro Sáez-Germain, infaustamente desaparecido hace ya varios años.
En realidad no es un cuento propiamente dicho, aunque sí lo es en esencia.
El padre de Alejandro, que era capitán de la marina mercante, viajaba una vez en su barco -Alejandro no recordaba de dónde venía, ni a dónde iba- y en un momento dado tuvo que bajar a la sala de máquinas. Alli sorprendió parte de un diálogo entre dos fogoneros. Uno le decía al otro: "Eramo tre, yo, Pavazza y do má”. He aquí el cuento.
Como decía Alejandro, todo estaba mal, en muy pocas palabras. El narrador se comía las eses, se ponía en primer término (el burro delante para que no se espante, decía mi abuela en estos casos) y, lo más fascinante de todo, los números no daban.
Porque, ¿cómo diablos el que contaba lo sucedido, Pavazza y dos más podían ser tres, en vez de cuatro? El narrador, ¿habría leído a Jung (1) y conocería su teoría de la cuaternidad? De cualquier manera, superó con creces lo que dijo aquél: “Eran apróximadamente entre 8 y 9”.
El padre de Alejandro no supo nunca el final del cuento porque, después del formidable introito, el fogonero dejó de hablar al ver a su capitán y éste, Alejandro y nosotros nos perdimos una historia extraordinaria, según prometía el principio.
Alejandro Sáez-Germain y yo nos veíamos mucho en una época. Casi siempre en bares, donde bebíamos nobles alcoholes en amor y compañía con otros colegas y amigos y con alguna que otra señorita
Muchos de los amores de urgencia, casi todos desastrosos, que tuvimos Alejandro y yo fueron de barra de bar, quiero decir que florecieron y se agostaron en alguna de las muchas barras que conocimos.
Siempre recordábamos, entre whisky y whisky, el cuento de Pavazza, quien con otros dos marineros integraba, con realismo mágico, un terceto que en realidad era un cuarteto,
Corrían otros tiempos. Los compañeros, los amigos, nos veíamos más. Ya dije, teníamos tertulias en tal o cual bar y de ellas surgían chistes, anécdotas y cuentos como el de Pavazza que nos alegraban la vida y, en más de una ocasión, nos dieron pie para escribir una columna. Esto es lo que estoy terminando de hacer yo.
Eramos más jóvenes y aguantábamos mejor los alcoholes nobles y otros que no lo eran, en absoluto. Teníamos más tiempo libre y, aunque parezca mentira, más dinero, o el que teníamos nos rendía más.
Ya casi no nos quedan amigos. Uno va solo al bar, lo cual no es bueno. Y se siente un solitario en un lugar que a veces está lleno de gente. Pero no es la de uno.
En realidad no es un cuento propiamente dicho, aunque sí lo es en esencia.
El padre de Alejandro, que era capitán de la marina mercante, viajaba una vez en su barco -Alejandro no recordaba de dónde venía, ni a dónde iba- y en un momento dado tuvo que bajar a la sala de máquinas. Alli sorprendió parte de un diálogo entre dos fogoneros. Uno le decía al otro: "Eramo tre, yo, Pavazza y do má”. He aquí el cuento.
Como decía Alejandro, todo estaba mal, en muy pocas palabras. El narrador se comía las eses, se ponía en primer término (el burro delante para que no se espante, decía mi abuela en estos casos) y, lo más fascinante de todo, los números no daban.
Porque, ¿cómo diablos el que contaba lo sucedido, Pavazza y dos más podían ser tres, en vez de cuatro? El narrador, ¿habría leído a Jung (1) y conocería su teoría de la cuaternidad? De cualquier manera, superó con creces lo que dijo aquél: “Eran apróximadamente entre 8 y 9”.
El padre de Alejandro no supo nunca el final del cuento porque, después del formidable introito, el fogonero dejó de hablar al ver a su capitán y éste, Alejandro y nosotros nos perdimos una historia extraordinaria, según prometía el principio.
Alejandro Sáez-Germain y yo nos veíamos mucho en una época. Casi siempre en bares, donde bebíamos nobles alcoholes en amor y compañía con otros colegas y amigos y con alguna que otra señorita
Muchos de los amores de urgencia, casi todos desastrosos, que tuvimos Alejandro y yo fueron de barra de bar, quiero decir que florecieron y se agostaron en alguna de las muchas barras que conocimos.
Siempre recordábamos, entre whisky y whisky, el cuento de Pavazza, quien con otros dos marineros integraba, con realismo mágico, un terceto que en realidad era un cuarteto,
Corrían otros tiempos. Los compañeros, los amigos, nos veíamos más. Ya dije, teníamos tertulias en tal o cual bar y de ellas surgían chistes, anécdotas y cuentos como el de Pavazza que nos alegraban la vida y, en más de una ocasión, nos dieron pie para escribir una columna. Esto es lo que estoy terminando de hacer yo.
Eramos más jóvenes y aguantábamos mejor los alcoholes nobles y otros que no lo eran, en absoluto. Teníamos más tiempo libre y, aunque parezca mentira, más dinero, o el que teníamos nos rendía más.
Ya casi no nos quedan amigos. Uno va solo al bar, lo cual no es bueno. Y se siente un solitario en un lugar que a veces está lleno de gente. Pero no es la de uno.
(1) Carl Gustav Jung (1875-1961). Psiquiatra y psicólogo suizo, discípulo de Sigmund Freud, de quien se apartó en varios puntos de doctrina. Fundó la psicología analítica o psicología de los complejos.
© José Luis Alvarez Fermosel
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