Suena en el claro mediodía de un sábado de primavera, con ínfulas de verano, el agudo, dulce y melancólico sonido de la siringa del afilador.
El viejo barrio está en calma. Son casi las doce. El sol cae en vertical y pesa como una plancha de plomo.
Pasa el afilador por el viejo barrio con árboles y casas con verjas de hierro. Lleva en su bicicleta su piedra de afilar, redonda y oscura.
El afilador es un hombre de edad indefinida, delgado, de pelo negro, liso. Pasa lento y concreto por la calle solitaria y caldeada, tocando su siringa, que parece que tuviera filo como los cuchillos y tijeras que están olvidados en cajones de muebles de cocina y cestos de costura en las casas cerradas.
Las veredas del viejo y apacible barrio de vecinos tranquilos, que duermen la siesta después de comer, están blancas por el sol que da a pleno en ellas. Blancas y cegadoras.
Un lejano, impreciso rumor de tráfago y voces.
En una plaza cercana hay unos árboles grisáceos que dan unas pequeñas flores redondas y amarillas. Huele a goma caliente. Un gato negro cruza la calzada corriendo.
La siringa del afilador ha despertado ecos dormidos en el mediodía soleado y calmo.
Da la impresión de que la tarde no va a llegar nunca. Pero llegará… y se irá por el Poniente malva y gris.
Al anochecer ya nadie se acordará de que hubo un momento, horas antes, durante el cual el tiempo pareció detenerse.
¿Pasó un ángel? No, sólo un afilador que hizo sonar su siringa aguda, dulce y melancólicamente, mientras las amas de casa preparaban el almuerzo, los hombres miraban la televisión y unos niños jugaban a la pelota, calle arriba.
El viejo barrio está en calma. Son casi las doce. El sol cae en vertical y pesa como una plancha de plomo.
Pasa el afilador por el viejo barrio con árboles y casas con verjas de hierro. Lleva en su bicicleta su piedra de afilar, redonda y oscura.
El afilador es un hombre de edad indefinida, delgado, de pelo negro, liso. Pasa lento y concreto por la calle solitaria y caldeada, tocando su siringa, que parece que tuviera filo como los cuchillos y tijeras que están olvidados en cajones de muebles de cocina y cestos de costura en las casas cerradas.
Las veredas del viejo y apacible barrio de vecinos tranquilos, que duermen la siesta después de comer, están blancas por el sol que da a pleno en ellas. Blancas y cegadoras.
Un lejano, impreciso rumor de tráfago y voces.
En una plaza cercana hay unos árboles grisáceos que dan unas pequeñas flores redondas y amarillas. Huele a goma caliente. Un gato negro cruza la calzada corriendo.
La siringa del afilador ha despertado ecos dormidos en el mediodía soleado y calmo.
Da la impresión de que la tarde no va a llegar nunca. Pero llegará… y se irá por el Poniente malva y gris.
Al anochecer ya nadie se acordará de que hubo un momento, horas antes, durante el cual el tiempo pareció detenerse.
¿Pasó un ángel? No, sólo un afilador que hizo sonar su siringa aguda, dulce y melancólicamente, mientras las amas de casa preparaban el almuerzo, los hombres miraban la televisión y unos niños jugaban a la pelota, calle arriba.
© José Luis Alvarez Fermosel
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2 comentarios:
¡Hola, José Luis! Hermosísima la nota. ¡Es bárbaro ver cómo hace ud. para que uno recuerde todos los momentos tan gratos de, en mi caso, la niñez! ¡Y qué bien escribe! Lo felicito y le mando un beso grande. Cristina.
Cristina: Muchas gracias por tu mensaje y felicitación. Me alegro de haber traído a tu recuerdo algún momento agradable de tu niñez. Un beso grande.
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