El macho posmo, como vendedor, es un desastre. Esté donde esté y venda lo que venda. No habla, si habla no se le entiende, se hace un lío con todo, te tira lo que has comprado –con grandes dificultades, por su culpa- sobre el mostrador, sin más, y se va. Al final tiene que venir su jefa, que se llama siempre Lidia y es amorosa, y darnos una mano.
En el extremo opuesto, está el enterado, el asesor, el “connaisseur”: ese señor maduro, esbelto, bien vestido, con canas en las sienes, que se cree siempre en la obligación de demostrarte que sabe más que tú y que tú no tienes idea de lo que vas a comprar y, sobre todo, de cómo usarlo.
Es el clásico vendedor a quien has comprado una corbata verde y te dice, por ejemplo: “Usemela con marrón, o con verde más oscuro; pero no se la vaya a poner con un blazer azul marino”.
Fui yo el otro día a comprar grasa de caballo a una talabartería de una céntrica avenida de Buenos Aires. Me atendió un señor que reunía más o menos las características que he mencionado antes. Se estableció el siguiente diálogo:
- Buenos días.
- Buenos días, señor
- Necesito grasa de caballo
- ¿Para las botas?
- Sí, claro, le respondí.
Me rondó, malévolo, el pensamiento de decirle: hombre, no voy a comprar grasa de caballo para untar con ella una tostada y comérmela con el café con leche, pero no le dije nada.
- ¿Sabe como limpiarlas?, me preguntó a continuación.
Tengo botas de montar, y de las otras, desde hace muchos años, así que sé cómo se lustran: esparciendo suavemente la grasa con la punta de los dedos por toda la superficie de la bota. Tuve ganas de decirle ésto al buen hombre que me atendía, pero me limité a contestarle:
- Sí, se limpian con la mano.
- ¿Sabe que después no quedan las manos engrasadas, ni con olor?
- Sí, lo sé.
- Se lava usted las manos con agua y jabón…¡y ya está!
- Muy bien, gracias, adiós.
- Hasta luego, señor, muchas gracias.
Me pregunto si no sería mejor que los vendedores jóvenes, los no tan jóvenes, los inexpertos y los expertos se limitaran a atender a los compradores lo mejor posible, sin dárselas de grandes conocedores.
Por regla general, cuando uno va a comprar algo, sobre todo si es específico, sabe lo que quiere y cómo utilizarlo.
Ahora bien, si uno no sabe lo que va a llevar, un regalo, por ejemplo, y le pide al vendedor que le ayude, éste deberá hacer todo lo que pueda para que uno encuentre algo que le guste y, si es posible, que esté a buen precio. Así se irá complacido, agradecido y con la sensación de haber encontrado a una persona que conoce bien su oficio y, además, no es pedante.
Abismado en estos pensamientos, decidí irme a echar un trago. Entré, pues, en un bar de la misma avenida. Detrás de la barra había un señor maduro, esbelto, bien vestido, con canas en las sienes. Se estableció el siguiente diálogo:
- Buenos días.
- Buenos días, señor
- Un vermú con ginebra, por favor.
- O sea, una ginebra con toque.
- No; una ginebra con toque, no: un vermú con ginebra.
- La ginebra con toque lleva vermú dulce…
- Sí; ya sé lo que lleva la ginebra con toque, pero yo lo que quiero es un vermú con ginebra.
- ¿Un vermú con ginebra?
- ¡Sí, un vermú con ginebra; un vermú rojo, si es posible francés, y un chorrito de ginebra!
- Pero, señor…
Di media vuelta y me fui en busca de una pizzería. La encontré y me senté a una mesa del fondo, al lado de una ventana. Vino un mozo más bien bajo, fornido, con espeso bigote negro. Se estableció el siguiente diálogo:
- Buenos días, señor
- Buenos días. ¿Me trae, por favor, un chop y unas aceitunas?
- ¿Va usted a almorzar?
- No, sólo quiero una cerveza y unas aceitunas, verdes, por cierto.
- Es que…
- ¿Qué?
- Verá usted: todas las mesas están preparadas ya para el almuerzo y…
Me levanté y me fui. No me atreví a tomar un taxi para volver a casa por temor a que el chofer me pusiera alguna dificultad, o se creyera en la obligación de enseñarme algo y me tuviera que tirar de cabeza por la ventanilla. A esas alturas de la mañana mi humor estaba ya como para impulsarme a cometer cualquier dislate.
Me fui paseando por la avenida, bajo el tibio sol del otoño, el suelo alfombrado por las hojas doradas caídas de los árboles, que crujían bajo mis zapatos. Al poco tiempo se me había pasado el mal humor, pero igualmente me abstuve de entrar en ningún comercio.
En el extremo opuesto, está el enterado, el asesor, el “connaisseur”: ese señor maduro, esbelto, bien vestido, con canas en las sienes, que se cree siempre en la obligación de demostrarte que sabe más que tú y que tú no tienes idea de lo que vas a comprar y, sobre todo, de cómo usarlo.
Es el clásico vendedor a quien has comprado una corbata verde y te dice, por ejemplo: “Usemela con marrón, o con verde más oscuro; pero no se la vaya a poner con un blazer azul marino”.
Fui yo el otro día a comprar grasa de caballo a una talabartería de una céntrica avenida de Buenos Aires. Me atendió un señor que reunía más o menos las características que he mencionado antes. Se estableció el siguiente diálogo:
- Buenos días.
- Buenos días, señor
- Necesito grasa de caballo
- ¿Para las botas?
- Sí, claro, le respondí.
Me rondó, malévolo, el pensamiento de decirle: hombre, no voy a comprar grasa de caballo para untar con ella una tostada y comérmela con el café con leche, pero no le dije nada.
- ¿Sabe como limpiarlas?, me preguntó a continuación.
Tengo botas de montar, y de las otras, desde hace muchos años, así que sé cómo se lustran: esparciendo suavemente la grasa con la punta de los dedos por toda la superficie de la bota. Tuve ganas de decirle ésto al buen hombre que me atendía, pero me limité a contestarle:
- Sí, se limpian con la mano.
- ¿Sabe que después no quedan las manos engrasadas, ni con olor?
- Sí, lo sé.
- Se lava usted las manos con agua y jabón…¡y ya está!
- Muy bien, gracias, adiós.
- Hasta luego, señor, muchas gracias.
Me pregunto si no sería mejor que los vendedores jóvenes, los no tan jóvenes, los inexpertos y los expertos se limitaran a atender a los compradores lo mejor posible, sin dárselas de grandes conocedores.
Por regla general, cuando uno va a comprar algo, sobre todo si es específico, sabe lo que quiere y cómo utilizarlo.
Ahora bien, si uno no sabe lo que va a llevar, un regalo, por ejemplo, y le pide al vendedor que le ayude, éste deberá hacer todo lo que pueda para que uno encuentre algo que le guste y, si es posible, que esté a buen precio. Así se irá complacido, agradecido y con la sensación de haber encontrado a una persona que conoce bien su oficio y, además, no es pedante.
Abismado en estos pensamientos, decidí irme a echar un trago. Entré, pues, en un bar de la misma avenida. Detrás de la barra había un señor maduro, esbelto, bien vestido, con canas en las sienes. Se estableció el siguiente diálogo:
- Buenos días.
- Buenos días, señor
- Un vermú con ginebra, por favor.
- O sea, una ginebra con toque.
- No; una ginebra con toque, no: un vermú con ginebra.
- La ginebra con toque lleva vermú dulce…
- Sí; ya sé lo que lleva la ginebra con toque, pero yo lo que quiero es un vermú con ginebra.
- ¿Un vermú con ginebra?
- ¡Sí, un vermú con ginebra; un vermú rojo, si es posible francés, y un chorrito de ginebra!
- Pero, señor…
Di media vuelta y me fui en busca de una pizzería. La encontré y me senté a una mesa del fondo, al lado de una ventana. Vino un mozo más bien bajo, fornido, con espeso bigote negro. Se estableció el siguiente diálogo:
- Buenos días, señor
- Buenos días. ¿Me trae, por favor, un chop y unas aceitunas?
- ¿Va usted a almorzar?
- No, sólo quiero una cerveza y unas aceitunas, verdes, por cierto.
- Es que…
- ¿Qué?
- Verá usted: todas las mesas están preparadas ya para el almuerzo y…
Me levanté y me fui. No me atreví a tomar un taxi para volver a casa por temor a que el chofer me pusiera alguna dificultad, o se creyera en la obligación de enseñarme algo y me tuviera que tirar de cabeza por la ventanilla. A esas alturas de la mañana mi humor estaba ya como para impulsarme a cometer cualquier dislate.
Me fui paseando por la avenida, bajo el tibio sol del otoño, el suelo alfombrado por las hojas doradas caídas de los árboles, que crujían bajo mis zapatos. Al poco tiempo se me había pasado el mal humor, pero igualmente me abstuve de entrar en ningún comercio.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
¡Bárbaro, Caballero Español! Me parece que fue a ud. a quien ví en un local de la Galería Pacífico averiguando sobre la grasa. Escuché cuando la señorita que lo atendió le contestó que tenía que ir a la tintorería para las botas o zapatos. ¿Me equivoco? Si es así, le pido perdón, pero es tan real lo que cuenta que lo suyo me da fuerza para seguir protestando en los negocios que están atendidos por tontos, para tildarlos de alguna manera "suave". Muy bueno lo suyo y le escucho siempre por la radio. Un abrazo. Jorge Benítez.
No, no te equivocas, Jorge: era yo, efectivamente. Mi mujer y yo hemos estado divirtiéndonos con la respuesta de la chica. De nada tienes que pedirme perdón, ya que no te equivocaste, y aunque te hubieras equivocado. Tienes mucha razón en lo que se refiere a los negocios. O te atienden en ellos machos posmo (tontos) o señores que se creen que lo saben todo y, desde luego, mucho más que uno. Gracias por escribirme y un abrazo.
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