miércoles, 28 de mayo de 2008

Jocunda, casi dionisíaca...

Le vi por la calle,
pasó por mi lado;
me dijo un requiebro que fue de mi agrado;
no quise mirarle, no fuera a azararle.
El me dijo: “¡Vida!, si tú me quisieras, igual que en la gloria quizás yo viviera…”.

Podía haber tarareado “in mente” el viejo cuplé al verme pasar por su lado, en el caso de que hubiera tenido la edad y la memoria suficientes como para recordar los viejos cuplés españoles de los años 20, que volvieron a ponerse de moda en los 60.
Pero era muy joven para acordarse del cuplé “Sus pícaros ojos”, que empieza diciendo: “Le vi por la calle, pasó por mi lado…”, uno de los más populares.
Además, yo no pasé por su lado. Ella estaba, precisamente, del otro lado, separada de mí por una vidriera de café y no miraba al exterior. Se concentraba en el bife, los dos huevos fritos y las patatas fritas que devoraba a dos (lustrosos) carrillos con una especie de desesperada sordina.
La gorda. Digo gorda así, categóricamente. Pero con la simpatía, el respeto y la ternura que me inspiran las gordas, al menos las gordas amables dadas a la broma, un poco maternales y proclives a reirse a carcajadas, lo cual hace que se muevan con simpático ritmo sus carnes rotundas.
La gorda comía en un café del centro de Buenos Aires, un poco pasadas las cinco de la tarde, o sea, la hora del té según los ingleses, que lo toman a las cuatro o a las seis.
La gorda era linda, como casi todas las gordas, aunque no tanto como la mulata estadounidense Queen Latifah –que trabaja, entre otras, en la película “Chicago”-. Tenía el pelo oscuro, ondulado y la piel tersa. No parecía tener más de 35 años.
Iba y venía la gente por la calle. Parejas jóvenes con niños. Jubilados que habían salido a tomar el sol tibio del otoño. Turistas brasileños. Unos japoneses que lo fotografiaban todo, como siempre. Algún adolescente con su mochila a la espalda y sus bermudas. Mujeres hermosas, todas. Si las mujeres argentinas no son las más lindas del mundo, por ahí andaba Garay, que dijo aquél.
La gorda, jocunda, casi dionisíaca, sin llegar a parecer una escultura de (Fernando) Botero, daba buena cuenta de su bife de chorizo, sus dos huevos fritos y una más que abundante porción de patatas fritas, acompañado todo por una botella de cerveza de tres cuartos de litro, de marca argentina, de la que se servía de tanto en tanto, teniendo muy en cuenta cómo tenía que hacerlo para que la espuma quedara a su gusto en el vaso.
No miraba furtivamente a su alrededor, la gorda. No tenía esa mirada oscura y huidiza del que tiene la conciencia intranquila, o de aquel que se reconcome por haber transgredido alguna regla de oro o haberle jugado a alguien una mala pasada. Tampoco estaba haciendo ningún régimen para adelgazar, o en caso afirmativo se lo saltaba alegremente a la torera sin ningún remordimiento.
La gorda me cayó bien. Entre otras cosas por su medalaganismo, su espontaneidad y la claridad que trasuntaba la mirada de sus grandes ojos castaños.
Mientras tanto, trasciende que la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición acordó con los organizadores de la Semana de la Moda en Madrid prohibir desfilar a modelos excesivamente delgadas. Ninguna de ellas que tuviera un índice de masa muscular menor de lo establecido pudo hacerlo.
Cinco de las modelos participantes en la Semana de la Moda de Madrid no pudieron acceder a la pasarela. No se habían sometido a un reconocimiento médico, lo cual parece que se va a hacer obligatorio a partir de ahora, no sólo en España sino también en Italia, para ser precisos en Milán.
Que me perdonen los dietólogos, los nutricionistas y los cirujanos plásticos especializados en reducir corpulencias, pero ya va siendo hora de que las gordas tengan su lugar en el mundo -¿se acuerdan de la película de Adolfo Aristarain?-, un lugar que puedan ocupar manteniendo la cabeza alta, el busto desafiante y la popa como un pandero, ¡pues no faltaba más, oiga usted! A ver si vamos a andar ahora con pequeñeces y cicaterías.
Si el sur también existe, como se repite con una machaconería que ya aburre, las gordas también; y no tienen por qué esconderse sino, al contrario, deben echarse a las calles y recibir piropos para gordas, no groseros, desde luego: ya como mucho del estilo de “¡…eso es carne y no lo que echa mi mujer al puchero!”.
La esposa de un sastre que tuve yo en mi Madrid natal hace muchos años sostenía que “más vale agarrarse a una mujer que a un palo”. Si uno decide poner en práctica tan sabia recomendación, lo mejor es agarrarse a una mujer que esté bien lejos de parecerse a un palo.
Una mujer como la gordita de la cafetería, que cobraba fuerzas a base de buena carne argentina, huevos fritos, patatas fritas y cerveza, una estupenda combinación no apta para personas flacas, biliosas, tilingas, anoréxicas o sometidas a drásticos regímenes de adelgazamiento y, por tanto, casi siempre agrias y malhumoradas que no nos alegran precisamente las pajarillas del alma, sino todo lo contrario.


© José Luis Alvarez Fermosel

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“Gente que pasa II” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/gente-que-pasa-ii.html)










2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Ay, mi amoroso Caballero! Tengo la desgracia que cuando me ven comer una golosina, los que me ven piensan que estoy cada rato comiendo y que por eso tengo kilos... y más kilos. No es así, por eso, cuando puedo me mando unas papas fritas y huevos fritos que ni te cuento. Trataré de cambiar pero eso sí, no me considero una amargada sino que tengo bastante buen humor, a no ser que no haya podido dormir. Gracias por el artículo. Sonia.

Anónimo dijo...

Sonia: come a conciencia lo que te apetezca -sin abusar- y entre eso y el buen dormir no perderás ese buen humor que dices que tienes, afortunada mortal. Gracias por tu mensaje y un beso grande.