Acabo de leer un libro interesantísimo y apasionante, pero que le pone a uno los pelos de punta: “Ciberselfish”, de Paulina Borsook, colaboradora de la revista “Wired”.
El libro desató una polémica de la que se ocuparon los medios de comunicación social en una buena parte del mundo.
“The York Times”, citando a Borsook, se refirió a "la forma más virulenta de la filosofía tecnolibertaria: una especie de autismo propolítico, psicológicamente endeble y amenazante, que presupone una falta de conexión humana y una incompatibilidad con el fundamento de lo que muchos de nosotros consideramos que significa pertenecer a la raza humana".
Las nuevas tribus cibernéticas preconizan un mundo fríamente utilitario que compara a las personas con máquinas y en el que impera el darwinismo social.
Este tipo de comportamiento caracteriza a multinacionales como Microsoft y a los piratas, o "hackers" -quienes tienen poca, o ninguna capacidad para identificarse con sus semejantes-.
El ideal de los "hackers" –hagamos un poco de humor- es convertirse en "cyborg", o una especie de ente mitad humano y mitad computadora: los centauros del nuevo milenio, los adalides de la revolución tecnolibertaria, que es básicamente una versión cibernética de la ley del más fuerte.
El mito y la falacia se entreveran con la doctrina de las nuevas élites cibernéticas.
Borsook, que ha analizado a fondo la política de los nuevos magnates, sin restarle mérito a las donaciones caritativas hechas por Bill Gates, sostiene que la tendencia predominante en Silicon Valley (1) es la autocomplacencia.
Muchas de esas dádivas -entre ellas las de equipos de computadoras a escuelas- sirven para reforzar su propia industria.
Es que hemos convertido una herramienta de gran utilidad en los tiempos posmodernos en una suerte de Moloch que terminará por devorarnos. Así somos los seres humanos. Le damos vuelta a todo, lo retorcemos todo, lo corrompemos todo. De ahí, tal vez, que al menos algunos de los textos que escribimos y metemos en las computadoras salgan "corruptos", como informa puntualmente la máquina.
El libro desató una polémica de la que se ocuparon los medios de comunicación social en una buena parte del mundo.
“The York Times”, citando a Borsook, se refirió a "la forma más virulenta de la filosofía tecnolibertaria: una especie de autismo propolítico, psicológicamente endeble y amenazante, que presupone una falta de conexión humana y una incompatibilidad con el fundamento de lo que muchos de nosotros consideramos que significa pertenecer a la raza humana".
Las nuevas tribus cibernéticas preconizan un mundo fríamente utilitario que compara a las personas con máquinas y en el que impera el darwinismo social.
Este tipo de comportamiento caracteriza a multinacionales como Microsoft y a los piratas, o "hackers" -quienes tienen poca, o ninguna capacidad para identificarse con sus semejantes-.
El ideal de los "hackers" –hagamos un poco de humor- es convertirse en "cyborg", o una especie de ente mitad humano y mitad computadora: los centauros del nuevo milenio, los adalides de la revolución tecnolibertaria, que es básicamente una versión cibernética de la ley del más fuerte.
El mito y la falacia se entreveran con la doctrina de las nuevas élites cibernéticas.
Borsook, que ha analizado a fondo la política de los nuevos magnates, sin restarle mérito a las donaciones caritativas hechas por Bill Gates, sostiene que la tendencia predominante en Silicon Valley (1) es la autocomplacencia.
Muchas de esas dádivas -entre ellas las de equipos de computadoras a escuelas- sirven para reforzar su propia industria.
Es que hemos convertido una herramienta de gran utilidad en los tiempos posmodernos en una suerte de Moloch que terminará por devorarnos. Así somos los seres humanos. Le damos vuelta a todo, lo retorcemos todo, lo corrompemos todo. De ahí, tal vez, que al menos algunos de los textos que escribimos y metemos en las computadoras salgan "corruptos", como informa puntualmente la máquina.
(1) Literalmente, Valle del Silicio. Lugar de California que concentra la mayor cantidad de industrias informáticas.
© José Luis Alvarez Fermosel
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