miércoles, 28 de mayo de 2008

La luz de la tarde es de raíz poética

Se fuga la tarde con cierta sordina pícara, como un estudiante que se fumara la clase para irse al cine.
Los coches, las motocicletas, las ambulancias, la gente que sale de las oficinas.
El sol se va de puntillas dejando una claridad amarillenta, dulzona. A uno le viene la imagen, no sabe por qué, de una mujer joven y hermosa que fuera por el campo comiendo uvas.
La luminosidad ambarina, clara como un vino blanco joven, se irá espesando y tomará enseguida cuerpo y olor. Surgirá, de pronto, la mágica luz de la tarde, que nos rozará el ánimo cansino con la caricia de su aliento, que huele siempre a miel temprana.
Contemplo la tarde por el ventanal de un café, buen mirador. Pasa un anciano con chaqueta de “tweed”. Lleva dos perros afganos, uno cas­taño, el otro rubio.
A la caída de la tarde, los automóviles son góndolas en el asfalto.
Alguien pide un “bitter”, a mi lado. Hay en el café, entre otra gente, un señor mayor muy bien vestido. Frente a él, una joven rubia con pantalón vaquero y blusa azul.
Entra un chico moreno y delgado y va dejando en las mesas billetes de lotería. La suerte en la tarde.
Sé que tengo que irme, pero me quedo un rato más. Quiero detener el tiempo. Recuerdo a Eduardo Tije­ras y coincido una vez más con él: la luz de la tarde es de raíz poética; así que todos los intentos para precisar su diluida fascinación resultarán va­nos, como vano resulta explicar el olor del otoño o el sabor de un beso.
Avanzan unas nubes plomizas en el cielo gris. Es posible que llueva. De momento, la magia de la tarde está incólume. O sea, que pasa un ángel, que se establece una tregua.
En la tarde lenta y proustiana, cuajada de tonos color membrillo, uno ha cometido las mayores locuras de su vida.
De mañana, no. Las mañanas ca­recen de magia; son concretas, prag­máticas. Las mañanas son para ir de compras y hacer tiempo hasta que llegue la hora del vermú. Hablamos, claro, de las mañanas que empiezan a las once. Las que comienzan antes no son mañanas, son martirios.
Las tardes son para firmar la paz, todas las paces, incluida la paz con uno mismo; para quedarse solo en un café y no pensar en nada; para ver cómo cae el sol lentamente, como herido por la pedrada de un niño; para pasear por un bulevar elegante con árboles añosos y bellos.
La tarde, sobre todo su final, cuando pían como locos los pá­jaros pasionales del crepúsculo, es acariciante, balsámica, distiende y perfuma.
La tarde tiene, además, el aliciente de ser un compás de espera; un puente para la noche: esa reina bellísima y altiva de ojos de lapislá­zuli y larga capa de terciopelo azul marino, cabellos negros como el car­bón y corona de zafiros, de la que uno ha estado siempre locamente enamorado.
La tarde es serena, dulce como una amiga que nos quiere en silencio. La tarde es soñadora y poética.

Los versos de Federico:



Tarde lluviosa en gris cansado,
Y sigue el caminar. Los árboles marchitos
Mi cuarto, solitario.
Y los retratos viejos
Y el libro sin cortar...
Chorrea la tristeza por los muebles
Y por mi alma.
Quizá
No tenga para mi Naturaleza
El pecho de cristal.
Y me duele la carne del corazón
Y la carne del alma,
Y al hablar,
Se quedan mis palabras en el aire.
Como corchos sobre agua
Sólo por tus ojos
Sufro yo este mal,
Tristezas de antaño,
Y las que vendrán.
Tarde lluviosa en gris cansado
Y sigue el caminar.



© José Luis Alvarez Fermosel

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“Jocunda, casi dionisíaca…” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/jocunda-casi-dionisaca.html

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