sábado, 31 de mayo de 2008

Decisión irrevocable

Ya no voy a los desayunos de trabajo. Lo pregono así, a son de trompeta y a los cuatro vientos, para que se entere todo el mundo, pues no faltaba más.
Uno está en la edad de la madurez, de la reflexión, de la creación. Uno está entero, bien, pero no para tantos trotes como a los 25 años, para qué nos vamos a engañar.
Porque he decidido vivir lo mejor que pueda, ya no voy a los desayunos de trabajo. De vez en vez hay que darse algún gusto, como quedarse un día en la cama hasta las once de la mañana.
Nada hay tan contrario a la sana costumbre de dormir ocho horas -y de quedarse un día en la cama hasta las once- como los desayunos de trabajo, que se realizan a hora tan intempestiva como a las ocho, lo que significa que hay que levantarse a las seis o seis y media, para no llegar tarde.
Uno llega al hotel -los desayunos de trabajo suelen llevarse a cabo en hoteles- con un sueño espantoso y sin ganas de nada. Mucho menos de trabajar desayunando, o de desayunar mientras trabaja.
Esto de los desayunos de trabajo es cosa de los yanquis, que como si no hubieran tenido bastante con los almuerzos, se sacaron de la manga los desayunos, de modo que uno no pueda disfrutar de su café y sus medialunas y de que empiece a trabajar más temprano. No se sabe que es peor.
Los desayunos de trabajo, además, son para gente ordenada y metódica, de vida regular, no para nosotros, los periodistas, que vamos siempre a contramarcha.
A las seis de la mañana, sobre todo si la noche anterior nos hemos tomado unas copas y nos hemos acostado tarde, como suele ocurrir, estamos para el arrastre, con la lengua seca como papel de lija, dolor de cabeza, los ojos irritados, los nervios a flor de piel y una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
En esas condiciones hay que ducharse, afeitarse, ponerse un colirio en los ojos, tomarse un par de aspirinas, beber un vaso de agua mineral, vestirse y, fundamentalmente, juntar fuerzas para lanzarse a la calle todavía de noche, o poco menos, con el fin de asistir a un desayuno de trabajo y escuchar en su transcurso a unos señores que, casi siempre, no tienen nada interesante que decir.
Los desayunos de trabajo no son para nosotros, que preferimos la hora del martini, las “happy hours”, las cenas con modelos o los tés con señoras que juegan a ser misteriosas y nos piden que las llevemos, para contarnos algo picante, a bares soterrados y elegantes con “barmen” de esmóquin y una luz indirecta y opalina de lámparas de cobre.
Fui a mi último desayuno de trabajo hace un par de meses. La mañana estaba gris, desangelada. Circulaba cansina la gente por las calles charoladas por la garúa, con los ojos hinchados y la cara hosca. Pasaban los autobuses atestados de pasajeros. Llegué al hotel. El conserje dormitaba en la recepción. Bajaba por unas escaleras un señor maduro, ligeramente obeso. Tenía la cara verdosa y bolsas bajo los ojos aguachentos.
Tragué saliva, cuadré los hombros y avancé. Fui el primero en llegar. En el Salón Dorado había una mesa redonda como para una decena de personas. Loza fina y cucharitas de alpaca. Las medialunas no parecían estar recién hechas. En unas copas languidecían trozos de unas frutas pálidas y lacias. Ni un alma. Al fondo, un camarero encorvado, de pelo gris, juntaba servilletas. El silencio era atroz.
Giré sobre mis talones y me precipité escaleras abajo. Gané la puerta giratoria y salí a la calle. Aspiré una bocanada de aire fresco, que tenia ese sabor polvoriento de la neblina. Dos cuadras más allá paré un taxi.
Comprendí que para mí había llegado la hora de no ir más a desayunos de trabajo.
Ahora soy feliz. Desayuno -muy tarde- en mi casa o en el café. Sigo acostándome tardísimo. Algunos días me permito el lujo de levantarme a las once de la mañana.
De vez en cuando recibo alguna invitación para asistir a un desayuno de trabajo. Se la paso inmediatamente al trepador que tenga más cerca. Enseguida llamo a alguien por teléfono -preferentemente a una mujer- para invitarla a cenar. Y enciendo un habano.
No me cansaré de repetirlo: ya no voy a los desayunos de trabajo. Que conste en acta.


© José Luis Alvarez Fermosel


2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Bravo, José Luis! Me distes la justa. A partir de ahora, me distes la mejor razón para negarme en el trabajo a ir a desayunar para hablar de trabajo. ¡Estoy harto de estas payasadas! Soy un tipo al que le gusta desayunar bien, en casa y con mi mujer que además me prepara unas tostadas riquísimas. En la empresa empezaron con los almuerzos, después siguieron con los desayunos y a veces, las dos cosas en el mismo día. Nunca se trabajó en las comidas porque no falta uno/a que empieza con un chiste y todo se desvirtúa. Además, la modorra que agarra después del almuerzso es fatal. Gran abrazo y te escucho siempre. Gabriel.

Anónimo dijo...

Gabriel: me alegro de que tú también reniegues de los almuerzos y desayunos de trabajo. No se pueden juntar unas cosas con otras. Dejemos estas historias para los yanquis. Gracias por tu visita y por escucharme siempre. Un fuerte abrazo.