domingo, 30 de marzo de 2008

Blues de bar

El bar ha sido mucho más útil al hombre que toda la sabiduría de Einstein, que en realidad no hizo más que jorobar, lo mismo con sus teorías que con su violín, sentenció una vez Rafel García Serrano, un escritor español aficionado a los bares, como uno.
Rafael sostenía, y tenía razón, que el bar tiene un aire silvestre, provisional, fronterizo. Entramos en él como si fueramos “cow boys” y hubiéramos dejado nuestros caballos en la puerta. El bar tiene algo de campamento y nos recuerda al Far West.
En la barra del bar corren los dados, que es un juego de castro romano. El mostrador es como el espigón de un puerto, el muelle más seguro. Y allí nos amarramos entre viaje y viaje por los mares urbanos. Somos marineros y barcos al mismo tiempo. Todos podemos ir al puerto que nos dé la gana, pero en general nos matriculamos en el que más nos gusta. Uno se ha matriculado en varios.
El bar, el buen bar debe ser como un “bunker” abierto a la vida por los cuatro costados. Tiene que ser un “pied à terre” siempre a mano.
El bar es cubierta de paquebote, veranda de casa grande abierta a la luna, que se asoma cada noche al gran cabaré estelar, según la greguería de Ramòn Gómez de la Serna.
Las paredes del bar tienen que ser de madera y ha de tener lámparas y grabados ingleses, una réplica de un mapa antiguo y un teléfono verde inglés.

- Oiga, ¿y cómo hay que ir a los bares?
- Señora, a los bares hay que ir con los bemoles bien puestos y el corazón alegre (Recordemos aquella ronda de nuestros años infantiles: “Alégrate, corazón/aunque sea por la tarde/corazón que no se alegre/no calienta buena sangre/”); al bar hay que ir como quien va a la universidad, al templo o al gimnasio: con manos ágiles y alegre corazón, como en los versos de “Rosenkavalier”. No se puede ir al bar con el ánimo flojo y los zapatos sucios, ni con una mujer desaliñada, ni con un amigo tacaño.
- ¿Con quién ir, entonces?
- Con una novia en trámite, con un viejo periodista de buen saque, con una actriz rubia que acaba de llegar de San Francisco, con un amigo del alma, con la vecina del tercero -¡que este año mata!-, con el abuelo de uno, con el nieto de uno, con un acreedor comprensivo, con un cantante de boleros uruguayo, con una “scort” pelirroja...
- ¿Y cuándo hay que ir al bar?
- ¡Siempre que uno pueda, señora!

Al bar no se puede ir como al café. El café es otra cosa. En el café se mantienen tertulias, se hacen proyectos, se juega al dominó -si el café es de provincias y está cerca de una estación de ferrocarril-, y hasta se hace una catársis de urgencia.
Ya me lo dijo una vez Analía Gadé: “Aquí (en Madrid) tenemos el confesionario y el café, sobre todo el café, para hacer los descargos de conciencia que correspondan”. Por eso los españoles se psicoanalizan tan poco. El jamón serrano debe influir, también. Un consumidor habitual de jamón ibérico raras veces se siente inclinado, cuando se le plantea un problema, a recostarse en el diván del psicoanalista y contárselo a él.
En Argentina hay mucha afición por el... “análisis”. Infinidad de gente pasa muchas horas de su vida en el diván del analista. A Buenos Aires se la llamó en una época “Villa Freud”. En todo el país hay un psicólogo por cada 650 habitantes. En Estados Unidos hay uno por cada 2200. Psicología es la tercera carrera más elegida en las universidades públicas.
Quien habla de bar también habla de taberna, invención que se calificó muy justamente de delicada y que en Inglaterra se llama “pub”. Lo de “pub” viene de “public house” (casa pública).
En los “pubs” se bebe y se come. Y allí conviven tirios y troyanos, quienes reconocen jubilosamente que convivir es “conbeber”. En los “pubs” suele haber, en invierno, chimeneas con leños crepitantes, maderas oscurecidas por el humo, alfombras y cristales esmerilados, tras los que apenas se ven pasar apresurados transeúntes que caminan arrebujados en sus impermeables bajo la lluvia.
Ninguna definición del "pub" es mejor que la del escritor español Fernando Savater: “Los 'pubs' son microcosmos, juntamente excluyentes y acogedores, cuya banda sonora la forman el entrechocar de las jarras de cerveza, el rumor risueño y a veces colérico de las charlas eternamente reiteradas, la risotada algo vulgar pero picante de una mujer un poco beoda y el acorchado golpe del dardo contra la diana”.
De poco tiempo a esta parte se han abierto muchos "pubs" en Buenos Aires, sobre todo en la zona del Bajo. En varios de ellos se come muy bien, en particular en el “Druid’s Inn”, donde hacen un estofado irlandés riquísimo y otros platos de la Verde Erin. Suelen ir jóvenes ejecutivos de los bancos y oficinas cercanas, casi todos visten de traje y corbata y portan maletines de cuero.
Cosa curiosa –o quizás no, en los tiempos posmodernos que vivimos-: casi todos beben gaseosas o agua mineral con la comida, no importa cuán sustanciosa sea o cuán especiada esté. Muy poca gente bebe hoy en los "pubs" whisky, algún trago fuerte o cócteles; se suele beber cerveza.
A estas alturas parece obligado referirse a las tascas españolas, que constelan la ruda geografía ibérica. Entrañables tabernas de vinazo y moscas, con sus mostradores de estaño, sus carteles de toros pegados a las paredes y todo un alegre y colorido despliegue de tapas en las barras, que suelen ser de madera de teca.
En Buenos Aires abundan las confiterías -que en España se llaman cafeterías- y donde no suele comerse, por lo general, más que “sandwiches” o medias lunas. Se toma café, té o gaseosa y, como mucho, cerveza. Como aperitivo, agua mineral “Perrier” con gas y una cortecita de limón. O Coca Cola “diet”, sin ron ni gin, por supuesto.

- ¡Es que ya no se bebe como antes, señora!



© José Luis Alvarez Fermosel
Anterior:

No hay comentarios: