miércoles, 13 de febrero de 2013

Malas maneras



Hay mucha gente grosera que manifiesta su grosería, sus malos modos, incluso una agresividad gratuita y malévola en todas partes y de mil maneras diferentes.
Una de esas expresiones de tan mal tono consiste en enojarse cuando telefonea a alguien y no lo encuentra porque se equivocó al marcar.
El receptor de la llamada dice lo normal en esos casos: “Lo siento, número equivocado”. Entonces el ser que metió la pata, pertenezca al sexo masculino, femenino o cualquiera de los otros, se torna irritable y, si a mano viene, nos insulta, o poco menos, como si nosotros tuviéramos la culpa de no ser la persona con la que él quería hablar.
Otra manifestación, ésta de agresividad, se da a menudo en la calle, donde mucha gente empuja frecuentemente al prójimo porque no se fija, porque no lo ve, porque no le importa el prójimo, porque cree que la calle es suya.
Influye la mochila, excrecencia en la espalda, como una joroba, que como está de moda lleva todo al mundo. Ah, casi todos los que empujan suelen volver la cabeza después y sonríen. Es decir, que no empujan porque no se dan cuenta, por accidente, si no a propósito.

Ya pasó una vez

Alguno se va a ligar un trompis, un día de éstos; y cuando lo vean con un ojo negro y le pregunten, dirá como se dice siempre en estos casos que tropezó con una puerta.
Yo vi una vez cómo un bruto mordió el polvo. Fue en la calle 25 de Mayo. Un hombrón enorme de mediana edad, con la cabeza afeitada  y mochila, a la última moda, le dio al pasar junto él un empujón tan grande a un señor de mucha menos corpulencia que, para no caer, tuvo que apoyarse en uno de esos contenedores que han puesto ahora en las calles.
Siguiendo el ritual, el agresor, porque no podía llamársele de otra manera, volvió la cabeza y dibujó una sonrisa estúpida en su cara, de expresión estólida.
Una chica pelirroja baja y musculosa, de nariz achatada -probablemente boxeadora o karateca- salió tras el tipo a paso ligero. Yo la seguí. El señor que recibió el empujón ya había llegado a la altura del cernícalo y le hizo un “barrido”, como se llama en las artes marciales a un desplazamiento rápido de los pies del  rival, que practica con un solo pie el oponente.
El gigantón se desplomó, tras un fenomenal patinazo. La mochila le protegió la espalda e impidió que su cabeza pelada chocara contra el pavimento, roto como está siempre en Buenos Aires desde su fundación, y se la rompiera él también.
El jayán, que hubiera dicho mi abuelo paterno, se levantó con cierta dificultad, apoyando las manos en el suelo; compuso sus ropas, se acomodó la mochila y se fue, mirando a todas partes con  temor, sus pies enormes y salidos hacia fuera, como los de los patos, moviéndose velozmente.
La víctima convertida en victimario se había perdido en la distancia; esto suena a bolero, ya lo sé. La muchacha pelirroja entró en una cafetería.

© José Luis Alvarez Fermosel

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