domingo, 28 de octubre de 2007

La buena mesa

En la mesa y en el juego se conoce al caballero, digámoslo una vez más.
El protocolo de la mesa, el arte de saber presentar las viandas y elegir los vinos, la distribución de los invitados y otras cosas por el estilo tuvieron gran importancia en épocas pretéritas, y no deja de tenerla hoy en día.
Es cierto que el hecho de sentarse a la mesa tenía antes sus bemoles, porque el ritual era complejo y barroco.
La reacción en contra de las complicaciones y el alambicamiento en la mesa fue tan radical que se pasó de un extremo a otro y ahora la desprolijidad, el desorden y la falta de respeto a los comensales son moneda corriente.
A todo ser humano bien educado le será punto menos que imposible renunciar a las buenas maneras a la hora de comer en amor y compañía con la familia, en casa o en el restaurante, o con amigos en el club o en el asado de los domingos.
Invitar a comer es una de las más nobles gimnasias sociales que podemos practicar, así que nada mejor que saberse al dedillo todos los usos, maneras y gentilezas inherentes al ejercicio de la hospitalidad.
La mesa simboliza la vida, la comunicación, el entendimiento, el intercambio de ideas y la conjunción de actitudes.
Por eso creemos que no está de más recordar algunas normas que los más jóvenes se saltan a veces a la torera por desconocimiento, o por desafío a lo que ellos consideran demasiado convencional o pasado de moda.
En la mesa no se debe hablar de política, religión, sexo, fútbol, enfermedades y, en general, de todo aquello que pueda suscitar discusiones desagradables. A la hora de comer, tendido el mantel en la mesa, hay que tener en cuenta que de la discusión nunca sale la luz.
No deben comerse las aves con las manos –a no ser que uno esté en el campo o en casa, en un ambiente de mucha confianza-. No hay que usar la cuchara, sino el tenedor, para comer tortillas, panqueques y ensaladas.
El pescado se come con el tenedor y la paleta para cortarlo. Los crustáceos se parten, se desmenuzan y casi se viviseccionan con instrumentos especiales que parecen quirúgicos. Pero no hay que preocuparse porque hoy todo es más fácil y en todas partes le sirven a uno la langosta tan desnuda como La Maja de Goya (la desnuda, claro), yaciendo sobre la parte inferior de su caparazón.
Los alcauciles se toman con dos dedos, es decir, la hoja se va desprendiendo hacia el corazón, se moja en la salsa, se va sacando con los dientes la parte comestible y la no consumida se deja en el plato. La salsa para las alcachofas suele ser la clásica vinagreta a base de aceite, vinagre o limón y sal.
Hay unos pinchos especiales para comer el choclo. Se inserta cada uno en un extremo y se va comiendo, haciéndolo girar con ambas manos.
Las copas se colocan un poco ladeadas hacia el centro de la mesa. De­berán ser siempre de cristal fino y transparente, a fin de no ofrecer obstácu­los a los sentidos, ni siquiera al de la vista. Las copas, naturalmente, tendrán que estar bien limpias y sin restos de jabón o cloro, que desvirtuarían el sa­bor del vino.
La forma recomendable para la copa es la curva, ancha en la base pa­ra que pueda moverse con facilidad, y un poco cerrada en su parte supe­rior para retener el bouquet. El mejor cristal es el más fino.
La copa se toma por el pie, o fuste, para no calentarla con la mano cuando contiene vino blan­co, o champán, que se beben fríos. Si en la mesa hay dos copas para el vi­no de distinto tamaño, la más grande será para el vino tinto y la de menor tamaño para el blanco -que, al tomarse a baja temperatura, se servirá en pequeñas cantidades, de modo que el calor ambiental no la haga subir rápidamente-.
Si las dos copas son del mismo tamaño, la de la derecha será pa­ra el blanco y la de la izquierda para el tinto. El orden de las copas es el si­guiente: agua, vino blanco, vino tinto y oporto -o vino de postre, que suele ser dulce-. Si se va a tomar champán en la mesa se añade esta copa, o se anula la de oporto.

El mantel blanco, o de colores tenues, es el de las grandes oca­siones. Los adornos deberán ser pocos y de muy buen gusto. El centro de flores -de flores sin perfume, para que éste no tape los aromas de los ali­mentos- tendrá que ser bajo y alargado, si no se quiere que los comensa­les se muevan de un lado a otro, tratando de verse entre sí por entre las fron­das de un florero lujuriante.
Si la comida es de mucha gente y no toda se conoce, convendrá indi­car los lugares con una tarjeta con el nombre y apellidos de cada invitado.
Nada de sifones, ni palilleros en la mesa. Saleros pequeños, distribui­dos cada dos comensales. Si se fuma en la mesa -no entre plato y plato, por favor-, habrá que distribuir ceniceros entre los que fumen. Si son mu­chos, se colocará uno para dos.
El pan se pone en platos pequeños de metal o cristal, a la izquierda del plato principal. Se retirarán antes de servir el postre.
Los quesos se dividen en porciones con un cuchillo especial, llama­do cuchillo quesero, que se caracteriza por tener la punta bífida y curvada. Des­pués se comen con los cubiertos clásicos, salvo en las variantes blandas, que se untan con un pequeño cuchillo sobre panecillos integrales o de otro ti­po. No se emplea tenedor, a no ser que el queso deba pelarse, en cuyo ca­so se corta un trocito con un cuchillo, se coloca sobre el pan y se acerca a la boca.
Y ahora, a la mesa. Enseguida. Porque ya se sabe: a la mesa y a la misa, una sóla vez se avisa.


© José Luis Alvarez Fermosel
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4 comentarios:

Anónimo dijo...

Un placer Caballero...realmente

Anónimo dijo...

El placer, amiga Aljadida, es para mi contar con comentarios como el tuyo. Muchas gracias.

Anónimo dijo...

Chévere, Caballero Español, muy chévere. Blanquita. Caracas.

Anónimo dijo...

Gracias por tu comentario, Blanquita. Tómate un "jaibolito" a mi salud en el bar del hotel Tamanaco, que supongo que seguirá existiendo. Saludos cordiales.