El Coronel Arthur F... y su esposa lamentan notificar el fallecimiento de su “bull terrier” Negus. Era un caballero. La noticia salió en el “Times” de Londres.
En una calle de Buenos Aires, un señor saluda a la vida en la hermosa estampa de un perro de raza “pointer”, que se ve que también es un caballero.
Una señora interpela al señor, y se establece el siguiente diálogo:
- ¿Usted se detiene siempre en la calle para acariciar a los perros de raza?
- Y a los otros, a los golfos también.
- ¿Y no le ha mordido nunca ninguno?
- ¡Jamás, señora! Los perros callejeros, los mendigos y los niños me adoran.
- Buen síntoma...
- Muchas gracias, señora. Es usted inteligente. Se da cuenta enseguida de cosas que mucha gente no entiende en toda su vida.
- Es usted un caballero..
- Y usted una gran dama, no hay más que verla.
Era esa hora en que las cosas adquieren tonos más profundos, pero permanecen inmóviles, por estar encerradas en sí mismas, a la espera del crepúsculo. Era posible mirar sin entrecerrar los ojos. Los rayos del sol, suspendido encima de los techos de los edificios, arrancaban destellos rojizos a las cristaleras.
En Puerto Madero, los reflejos del agua del río eran más amplios, más suntuosos, aunque con un toque de frialdad, como si faltara muy poco para que empezaran a apagarse.
En una calle de Buenos Aires, un señor saluda a la vida en la hermosa estampa de un perro de raza “pointer”, que se ve que también es un caballero.
Una señora interpela al señor, y se establece el siguiente diálogo:
- ¿Usted se detiene siempre en la calle para acariciar a los perros de raza?
- Y a los otros, a los golfos también.
- ¿Y no le ha mordido nunca ninguno?
- ¡Jamás, señora! Los perros callejeros, los mendigos y los niños me adoran.
- Buen síntoma...
- Muchas gracias, señora. Es usted inteligente. Se da cuenta enseguida de cosas que mucha gente no entiende en toda su vida.
- Es usted un caballero..
- Y usted una gran dama, no hay más que verla.
Era esa hora en que las cosas adquieren tonos más profundos, pero permanecen inmóviles, por estar encerradas en sí mismas, a la espera del crepúsculo. Era posible mirar sin entrecerrar los ojos. Los rayos del sol, suspendido encima de los techos de los edificios, arrancaban destellos rojizos a las cristaleras.
En Puerto Madero, los reflejos del agua del río eran más amplios, más suntuosos, aunque con un toque de frialdad, como si faltara muy poco para que empezaran a apagarse.
© José Luis Alvarez Fermosel
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