Gente de toda edad, sexo, condición y profesión ha sentido siempre una compulsiva atracción por el espionaje.
Periodistas como Kim Philby y Richard Sorge –los dos grandes espías del siglo 20, de los que nos ocuparemos en trabajos posteriores-; diplomáticos o empleados de embajadas y consulados, como Cicerón, el de la Operación Cinco Dedos; traductores como Valentin Berezhkov, el intérprete de Stalin; amas de casa como Eileen Nearne (ver nota relacionada); actrices y bailarinas como Mata Hari, Marlene Dietrich, Josephine Baker; truchimanes y aventureros de toda laya espiaron en ocasiones por patriotismo -como una manera de combatir fuera de los campos de batalla-, en otras por afición a la aventura y en otras lisa y llanamente por dinero.
El espía -llamado el ojo del rey en el libro de fábulas indio Hitopadeza-, ha llegado a la literatura y el cine y ha pasado a la historia, como –por citar un solo ejemplo-, Ethel y Julius Rosemberg, ejecutados en la silla eléctrica por su participación en un gran complot de espionaje atómico en los Estados Unidos.
No les fue a la zaga el considerado como uno de los más grandes agentes secretos de todos los tiempos, el doctor en ciencias políticas y periodista Richard Sorge, alemán de origen y agente rojo en Tokio, donde era consejero jefe del embajador nazi durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), lo cual le ponía en situación de apoderarse de los secretos militares de Japón y Alemania.
Así supo que Japón no atacaría a Rusia. Esta información contribuyó a cambiar el curso de la historia, por cuanto permitió a los rusos movilizar miles de tropas acantonadas en aquellos críticos días en la frontera siberiana -por la presencia de fuerzas japonesas-, hacia el frente de Stalingrado, e invertir así la marea de la batalla, lo cual significó el comienzo del fin de la Alemania de Hitler.
Para Napoleón Bonaparte, un espía bien entrenado y bien ubicado equivalía a 20.000 hombres en el campo de batalla.
Los científicos no han podido escapar al peligroso encanto del espionaje. Recordemos los casos del Alan Nunn May, Klau Fuchs, David Greenglas -que robó las copias de la especificación de la bomba atómica de Nagasaki-, Gerhart Eisler y otros.
El grumete que sestea sobre un rollo de cuerda en la proa de un barco, la hermosa mujer que enreda a un general, o a un embajador extranjero; la exótica bailarina que otorga sus favores a unos y otros, el secretario que fotocopia documentos del escritorio de un capitán o la señora de la limpieza que vacía las papeleras de la oficina no son invenciones de guionistas imaginativos de Hollywood.
La realidad supera siempre a la ficción.
Periodistas como Kim Philby y Richard Sorge –los dos grandes espías del siglo 20, de los que nos ocuparemos en trabajos posteriores-; diplomáticos o empleados de embajadas y consulados, como Cicerón, el de la Operación Cinco Dedos; traductores como Valentin Berezhkov, el intérprete de Stalin; amas de casa como Eileen Nearne (ver nota relacionada); actrices y bailarinas como Mata Hari, Marlene Dietrich, Josephine Baker; truchimanes y aventureros de toda laya espiaron en ocasiones por patriotismo -como una manera de combatir fuera de los campos de batalla-, en otras por afición a la aventura y en otras lisa y llanamente por dinero.
El espía -llamado el ojo del rey en el libro de fábulas indio Hitopadeza-, ha llegado a la literatura y el cine y ha pasado a la historia, como –por citar un solo ejemplo-, Ethel y Julius Rosemberg, ejecutados en la silla eléctrica por su participación en un gran complot de espionaje atómico en los Estados Unidos.
No les fue a la zaga el considerado como uno de los más grandes agentes secretos de todos los tiempos, el doctor en ciencias políticas y periodista Richard Sorge, alemán de origen y agente rojo en Tokio, donde era consejero jefe del embajador nazi durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), lo cual le ponía en situación de apoderarse de los secretos militares de Japón y Alemania.
Así supo que Japón no atacaría a Rusia. Esta información contribuyó a cambiar el curso de la historia, por cuanto permitió a los rusos movilizar miles de tropas acantonadas en aquellos críticos días en la frontera siberiana -por la presencia de fuerzas japonesas-, hacia el frente de Stalingrado, e invertir así la marea de la batalla, lo cual significó el comienzo del fin de la Alemania de Hitler.
Para Napoleón Bonaparte, un espía bien entrenado y bien ubicado equivalía a 20.000 hombres en el campo de batalla.
Los científicos no han podido escapar al peligroso encanto del espionaje. Recordemos los casos del Alan Nunn May, Klau Fuchs, David Greenglas -que robó las copias de la especificación de la bomba atómica de Nagasaki-, Gerhart Eisler y otros.
El grumete que sestea sobre un rollo de cuerda en la proa de un barco, la hermosa mujer que enreda a un general, o a un embajador extranjero; la exótica bailarina que otorga sus favores a unos y otros, el secretario que fotocopia documentos del escritorio de un capitán o la señora de la limpieza que vacía las papeleras de la oficina no son invenciones de guionistas imaginativos de Hollywood.
La realidad supera siempre a la ficción.
© José Luis Alvarez Fermosel
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