Desde finales del siglo pasado, o poco antes, hasta lo que va de éste, se produjeron muchas más novedades de las que acaso estaban previstas y desaparecieron personajes, costumbres y modas que, como es natural y lógico, fueron sustituídas por otras.
Los “yuppies”, por ejemplo. ¿Se acuerdan de los “yuppies”, que aquí se llamaron “argenyuppies”? Estos últimos fueron una copia al carbón de los estadounidenses, aquellos “white collars” que revolucionaron las finanzas durante una buena parte del siglo XX.
Los “yuppies” (“young urban proffesionals”: jóvenes profesionales urbanos norteamericanos), vestidos por “Brooks Brothers”, como los mandos de la CIA, impusieron un estilo juvenil, descuidado, deportivo y con cierto “flair”.
Excelentes “lobbystas”, no menos brillantes “contact men”, rápidos, aguantadores, discretos, negociaban para sus patrones, representados, socios o para ellos mismos con mano maestra.
El colapaso bursátil de 1987, y concretamente la caída de Drexel –la sociedad de valores que llevó a su auge, y más tarde a su destrucción a los “bonos basura”-, terminó con la leyenda de los “yuppies” que inmortalizó Michael Douglas en la película Wall Street y cuya ocupación favorita era hacer dinero.
Los programas de ajuste del gobierno argentino, del que fuera, el de turno, dispersaron a los “argenyuppies” como la brisa a las hojas caídas de los árboles en los parques, en otoño.
La imagen de estos jóvenes programados para mover dinero se borró. Los negocios financieros ya no dan suculentos beneficios en un tiempo récord. Esta es, más bien, la época de las crisis.
Sus reemplazantes, los “brokers”, los “operadores” y otras runflas hacen el ruido que pueden. Se matan por salir en revistas frívolas, por las que desfilan máscaras que, al revés que en la antigua “high”, idolatran la ostentación y dan de comer a los “comuniquéitors” en boga, rivalizando con políticos sin voto que viven de las apariencias.
Pagan fortunas -con tarjetas de crédito de platino- en comidas en los lujosos restaurantes de la elegante barriada de Puerto Madero, o en Palermo Hollywood o Palermo Soho.
Les acompañan arribistas, nuevos ricos y esnobs que dicen “Niu Yor”, beben whisky agarrando el vaso con todos los dedos, menos el meñique, que mantienen estirado y rígido. Se uniforman con trajes de raya diplomática que ya no usan los diplomáticos y compran libros “best sellers” que no leen.
En el verano del norte se irán a Barcelona, tan de moda actualmente, o a Gerona, que ahora es “Girona” y se pronuncia “Yirona”, ya cerca de Francia; porque ni la isla de Ibiza, antiguo bastión del hippismo internacional, ni la Costa del Sol, con su epicentro en Marbella y Torremolinos, están “inn”.
Pero pasadas las vacaciones volverán todos ellos, asesores, internistas, “lobbystas”, intermediarios, truchimanes y otros integrantes de una picaresca que sigue haciendo del circuito financiero porteño una corte de los milagros.
Los que no regresarán serán los “yuppies”. Se los echa de menos. Eran tan simpáticos, tan elegantes, tan modositos… Parecía que en su vida habían roto un plato.
Pero eran perros de presa. Los perros de la “city”.
Los “yuppies”, por ejemplo. ¿Se acuerdan de los “yuppies”, que aquí se llamaron “argenyuppies”? Estos últimos fueron una copia al carbón de los estadounidenses, aquellos “white collars” que revolucionaron las finanzas durante una buena parte del siglo XX.
Los “yuppies” (“young urban proffesionals”: jóvenes profesionales urbanos norteamericanos), vestidos por “Brooks Brothers”, como los mandos de la CIA, impusieron un estilo juvenil, descuidado, deportivo y con cierto “flair”.
Excelentes “lobbystas”, no menos brillantes “contact men”, rápidos, aguantadores, discretos, negociaban para sus patrones, representados, socios o para ellos mismos con mano maestra.
El colapaso bursátil de 1987, y concretamente la caída de Drexel –la sociedad de valores que llevó a su auge, y más tarde a su destrucción a los “bonos basura”-, terminó con la leyenda de los “yuppies” que inmortalizó Michael Douglas en la película Wall Street y cuya ocupación favorita era hacer dinero.
Los programas de ajuste del gobierno argentino, del que fuera, el de turno, dispersaron a los “argenyuppies” como la brisa a las hojas caídas de los árboles en los parques, en otoño.
La imagen de estos jóvenes programados para mover dinero se borró. Los negocios financieros ya no dan suculentos beneficios en un tiempo récord. Esta es, más bien, la época de las crisis.
Sus reemplazantes, los “brokers”, los “operadores” y otras runflas hacen el ruido que pueden. Se matan por salir en revistas frívolas, por las que desfilan máscaras que, al revés que en la antigua “high”, idolatran la ostentación y dan de comer a los “comuniquéitors” en boga, rivalizando con políticos sin voto que viven de las apariencias.
Pagan fortunas -con tarjetas de crédito de platino- en comidas en los lujosos restaurantes de la elegante barriada de Puerto Madero, o en Palermo Hollywood o Palermo Soho.
Les acompañan arribistas, nuevos ricos y esnobs que dicen “Niu Yor”, beben whisky agarrando el vaso con todos los dedos, menos el meñique, que mantienen estirado y rígido. Se uniforman con trajes de raya diplomática que ya no usan los diplomáticos y compran libros “best sellers” que no leen.
En el verano del norte se irán a Barcelona, tan de moda actualmente, o a Gerona, que ahora es “Girona” y se pronuncia “Yirona”, ya cerca de Francia; porque ni la isla de Ibiza, antiguo bastión del hippismo internacional, ni la Costa del Sol, con su epicentro en Marbella y Torremolinos, están “inn”.
Pero pasadas las vacaciones volverán todos ellos, asesores, internistas, “lobbystas”, intermediarios, truchimanes y otros integrantes de una picaresca que sigue haciendo del circuito financiero porteño una corte de los milagros.
Los que no regresarán serán los “yuppies”. Se los echa de menos. Eran tan simpáticos, tan elegantes, tan modositos… Parecía que en su vida habían roto un plato.
Pero eran perros de presa. Los perros de la “city”.
© José Luis Alvarez Fermosel
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