Homo hominis lupus. Esta es una afirmación en latín que, traducida muy libremente, quiere decir que el hombre es a veces para sus semejantes peor que una fiera. Se debe al comediógrafo romano Plauto (Asinaria, II, 4, 8) y fue repetida por los filósofos británicos Francis Bacon y Thomas Hobbes. En la misma idea abundó el escritor y religioso español Baltasar Gracián.
Pues bien, estoy en la cola de un banco. Una señora que está muy cerca de mí observa que me tiembla ligeramente la mano al extraer un papel de un bolsillo de mi chaqueta.
- Parkinson, ¿no? –me dice, mirándome con una chispa de malicia en sus ojos oscuros.
- ¿Se refiere al temblor de mi mano? No, lo mío es temblor esencial.
- ¡No me diga!, sepa usted que soy médica.
Como discutir en la cola de un banco no entra en las actividades que despliego normalmente, no le replico a la doctora –ignoro de qué especialidad-, quien debería recordar que el temblor esencial es lo que en lenguaje familiar se conoce como mal pulso. Si se me pone una hoja de papel tamaño oficio en el dorso de la mano y se me hace extender el brazo en toda su longitud, el papel se mueve ligeramente. La cosa no pasa de ahí, no tiene ninguna importancia.
Ah, pero una doctora en medicina con cierta mala uva, o con deseos de hacerse notar, puede, es decir, quiere identificar ese leve temblor con un síntoma del mal de Parkinson. Y me lo espeta en pleno rostro, por lo menos a ver si me llevo un susto.
A un médico al que conozco y estimo en lo mucho que vale desde hace algunos años, le endiña otro endriago:
- ¿Ya te has operado de cataratas?
Mi respetado doctor no padece de cataratas, así que difícilmente ha podido operarse de ellas. ¡Pero como tiene el pelo gris, y usa gafas para leer…!
El caso es jorobar, jorobar al prójimo por el sólo hecho de jorobarlo, sobre todo si es más joven, más buen mozo, más elegante o, teniendo ya cierta edad, se nota por su aspecto saludable y su buen físico que es capaz de hacer gimnasia o practicar un deporte.
En estos casos hay que llevarle la corriente al inoportuno, o al provocador: la persona, sea del sexo que sea, que esgrime con impudicia una prepotencia y una pedantería notables, porque entiende que hay que pavonearse ante los giles, deslumbrarlos y, si a mano viene, alarmarlos.
Esos inverecundos, como suelen ser gente inferior, pretenden subirse encima de uno y hundirlo en las zahurdas de Plutón, cuando menos.
Por eso, si a uno le dicen que debe tener tal o cual dolencia, o que está muy pálido, o que luce mal, o ¡que hay qué ver cómo ha engordado!, lo mejor es decir a todo que sí; y añadir que, además, uno sufre de una flatulencia crónica que le ha hecho muy impopular en los ascensores y las cabinas de los cajeros automáticos, halitósis, alopecia seborréica y el síndrome de Asperger.
No más que de ver la cara de su interlocutor uno tendrá que hacer un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas, a las que podrá dar rienda suelta después en familia, o con amigos.
Esa diversión compensa ampliamente del mal momento que le hacen pasar a uno personas amargadas, envidiosas, agresivas o petulantes que quieren hacerse notar y demostrar que están dotadas de más y mejores condiciones que el común de la gente, que no sabe donde está parada, estiman ellos.
Pues bien, estoy en la cola de un banco. Una señora que está muy cerca de mí observa que me tiembla ligeramente la mano al extraer un papel de un bolsillo de mi chaqueta.
- Parkinson, ¿no? –me dice, mirándome con una chispa de malicia en sus ojos oscuros.
- ¿Se refiere al temblor de mi mano? No, lo mío es temblor esencial.
- ¡No me diga!, sepa usted que soy médica.
Como discutir en la cola de un banco no entra en las actividades que despliego normalmente, no le replico a la doctora –ignoro de qué especialidad-, quien debería recordar que el temblor esencial es lo que en lenguaje familiar se conoce como mal pulso. Si se me pone una hoja de papel tamaño oficio en el dorso de la mano y se me hace extender el brazo en toda su longitud, el papel se mueve ligeramente. La cosa no pasa de ahí, no tiene ninguna importancia.
Ah, pero una doctora en medicina con cierta mala uva, o con deseos de hacerse notar, puede, es decir, quiere identificar ese leve temblor con un síntoma del mal de Parkinson. Y me lo espeta en pleno rostro, por lo menos a ver si me llevo un susto.
A un médico al que conozco y estimo en lo mucho que vale desde hace algunos años, le endiña otro endriago:
- ¿Ya te has operado de cataratas?
Mi respetado doctor no padece de cataratas, así que difícilmente ha podido operarse de ellas. ¡Pero como tiene el pelo gris, y usa gafas para leer…!
El caso es jorobar, jorobar al prójimo por el sólo hecho de jorobarlo, sobre todo si es más joven, más buen mozo, más elegante o, teniendo ya cierta edad, se nota por su aspecto saludable y su buen físico que es capaz de hacer gimnasia o practicar un deporte.
En estos casos hay que llevarle la corriente al inoportuno, o al provocador: la persona, sea del sexo que sea, que esgrime con impudicia una prepotencia y una pedantería notables, porque entiende que hay que pavonearse ante los giles, deslumbrarlos y, si a mano viene, alarmarlos.
Esos inverecundos, como suelen ser gente inferior, pretenden subirse encima de uno y hundirlo en las zahurdas de Plutón, cuando menos.
Por eso, si a uno le dicen que debe tener tal o cual dolencia, o que está muy pálido, o que luce mal, o ¡que hay qué ver cómo ha engordado!, lo mejor es decir a todo que sí; y añadir que, además, uno sufre de una flatulencia crónica que le ha hecho muy impopular en los ascensores y las cabinas de los cajeros automáticos, halitósis, alopecia seborréica y el síndrome de Asperger.
No más que de ver la cara de su interlocutor uno tendrá que hacer un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas, a las que podrá dar rienda suelta después en familia, o con amigos.
Esa diversión compensa ampliamente del mal momento que le hacen pasar a uno personas amargadas, envidiosas, agresivas o petulantes que quieren hacerse notar y demostrar que están dotadas de más y mejores condiciones que el común de la gente, que no sabe donde está parada, estiman ellos.
© José Luis Alvarez Fermosel
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