Iba yo de noche,
caminando por una calle del microcentro de Buenos Aires bastante solitaria –una
imprudencia, ya lo sé-. De pronto, creí escuchar un gemido.
Volvi la cabeza,
pero no había nadie detrás de mí. Como iba un poco meditabundo –lo cual no es
bueno para andar por las calles rotas de la capital del Plata-, salí de mi abstracción
y eché una mirada en derredor. Estaba casi solo. Una muchacha alta y rubia, con
el pelo muy largo, pasó como una centella por mi lado y se distanció de mí en
unos segundos. Un señor estacionaba un coche.
El gemido, seguido
de otros, se repitió y al mismo tiempo sentí algo así como una ligera vibración
bajo las plantas de los pies. Bajé la
cabeza y noté que una de las baldosas del pavimento –todas estaban rotas,
naturalmente- se movía. Me puse inmediatamente a cubierto, “cela va sans dire”,
apoyándome en un árbol y creí escuchar una conversación en voz muy baja, casi
inaudible.
Me agaché hasta el
suelo y descubrí, espeluznado, que las baldosas…¡estaban hablando! Y lo más
portentoso, ¡algunas lloraban!
-¡Vea, señor, qué mal
estamos! -dijo una, partida en cuatro.
Otra, descolorida y
cuarteada, sollozaba en silencio.
Un poco más allá,
otra elevó la voz para decir:
-Es una vergüenza
como están las calles de Buenos Aires, sobre todo en el centro y el
microcentro. No hay una de nosotros que esté sana, yo no sé como no se cae más
gente, al tropezar con lo que pueden considerarse como nuestros restos y se
rompe la crisma.
Las calles de Buenos
Aires, casi desde que se empedraron, se hallan en un estado desastroso.
Incomprensible
Muchos vecinos
arreglaron sus veredas por su cuenta. Pero es incomprensible que en tantos
años, con lo que se ha construído –ya se levantan pisos y restaurantes incluso
en las llamadas “villas de emergencias”- las autoridades edilicias no hayan
arreglado las aceras ni la calzada, ésta última llena de baches.
Aquí no se piensa
mucho en los turistas, que constituyen una considerable fuente de ingreso de
divisas. Si uno se cae y se rompe una pierna no va a volver. Y lo que es peor,
va a decir a los demás que no vengan.
Los españoles les
debemos mucho a los turistas, que no dejan de visitarnos en oleadas desde que
el país comenzó a recomponerse, despues de la guerra. Vaya uno a saber si
podrán salvarnos otra vez, con lo mal que nos han puesto ahora las cosas los
bancos, los magnates, los especuladores y el gobierno, que le saca los cuartos
a los trabajadores y no le pide ni un céntimo a los millonarios.
Acongojado, y
después de tratar de consolar a las pobres baldosas, me fui a mi casa, no sin
antes reconfortarme en un bar con un par de whiskies.
A la mañana
siguiente me pareció que mi diálogo con las pobres losas quebradas y sucias de
las calles había sido un sueño. ¡Hombre, las piedras no hablan!
Salí a la calle y,
efectivamente, las aceras y la calzada estaban en un estado calamitoso.
© José Luis Alvarez Fermosel
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