lunes, 22 de octubre de 2012

Nos puede pasar a todos



El hombre alto y robusto –pesaría unos 100 kilos- dijo con un vozarrón tan áspero que hubiera podido encenderse en él un fósforo:
-Y así es la política, m’hijo.
El interlocutor del hombre alto, bastante más joven, también alto pero menos metido en carnes, escuchaba atentamente.
Ambos hombres salían de una cafetería muy conocida que está casi enfrente de uno de los costados del Parlamento.
Después de charlar unos minutos se despidieron y cada uno se fue por su lado.
El joven entró en un coche estacionado en las inmediaciones, lo puso en marcha y partió.
El hombre alto y corpulento tiró calle adelante.
Tenía una cara grande, de rasgos regulares y mandíbula prominente. Llevaba un traje de sarga azul, camisa a rayas, una corbata con cerditos color rosa apiñados, zapatos negros.
Procuraba darle trapío a sus andares y elasticidad a su cuello, como el marinero de segunda Gervasio Lastra de la novela de Miguel Delibes.

Autoridad

El pelo sospechosamente negro, las cejas canosas, los ojos pequeños, de mirada lerda y maliciosa, grandes manos de boxeador de taberna, o de estrangulador de sueños, los pies planos…
Se veía que era un hombre autoritario, es decir, un ser que cuando tropieza con una dificultad, o sucede algo inesperado, grita pidiendo el auxilio de alguien.
La tarde se había encrespado. Una ráfaga de viento levantó papeles y otros residuos. Volaban las palomas en bandada.
El hombretón caminaba con el porte seguro y disciplinado de un líder político. Sus manos colgaban a los costados, ligeramente contraídas, pero después las cruzaba tras la fornida espalda con afectada compostura. Es la actitud de quien pasa revista a una guardia de honor o afronta con dignidad una algarada bajo las ventanas de su despacho.

Poder

Tenía poder, influencia, dinero. No había más que verle. Se sentía diferente, superior, mejor que nadie.
“Esa vieja costumbre de ganar…”: eslógan de cronista de fútbol mediocre.
Nada pudo impedir que una paloma le cagara encima. Una buena cagada que se depositó en un hombro, extendiéndose a parte del cuello de la camisa.
El no se dio cuenta y siguió caminando a buen paso las pocas cuadras que debían quedar para que llegara a su destino.
Allá iba el preboste con su aire triunfal y visibles algunos atributos de su poderío y su importancia: ropas caras, reloj Rolex, un BlackBerry que le abultaba en un bolsillo de la chaqueta…
Y la cagada de la paloma: una plasta amarillenta como de huevo roto en el hombro del traje y parte del cuello de la camisa.
Hay cosas que no pueden evitarse.

© José Luis Alvarez Fermosel

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