El hombre alto y robusto
–pesaría unos 100 kilos- dijo con un vozarrón tan áspero que hubiera podido
encenderse en él un fósforo:
-Y así es la
política, m’hijo.
El interlocutor del
hombre alto, bastante más joven, también alto pero menos metido en carnes, escuchaba
atentamente.
Ambos hombres salían
de una cafetería muy conocida que está casi enfrente de uno de los costados del
Parlamento.
Después de charlar
unos minutos se despidieron y cada uno se fue por su lado.
El joven entró en un
coche estacionado en las inmediaciones, lo puso en marcha y partió.
El hombre alto y
corpulento tiró calle adelante.
Tenía una cara grande, de rasgos regulares y mandíbula prominente. Llevaba un traje de
sarga azul, camisa a rayas, una corbata con cerditos color rosa apiñados,
zapatos negros.
Procuraba darle trapío
a sus andares y elasticidad a su cuello, como el marinero de segunda Gervasio
Lastra de la novela de Miguel Delibes.
Autoridad
El pelo
sospechosamente negro, las cejas canosas, los ojos pequeños, de mirada lerda y maliciosa,
grandes manos de boxeador de taberna, o de estrangulador de sueños, los pies
planos…
Se veía que era un
hombre autoritario, es decir, un ser que cuando tropieza con una dificultad, o
sucede algo inesperado, grita pidiendo el auxilio de alguien.
La tarde se había
encrespado. Una ráfaga de viento levantó papeles y otros residuos. Volaban las
palomas en bandada.
El hombretón caminaba
con el porte seguro y disciplinado de un líder político. Sus manos colgaban a
los costados, ligeramente contraídas, pero después las cruzaba tras la fornida
espalda con afectada compostura. Es la actitud de quien pasa revista a una
guardia de honor o afronta con dignidad una algarada bajo las ventanas de su
despacho.
Poder
Tenía poder,
influencia, dinero. No había más que verle. Se sentía diferente, superior,
mejor que nadie.
“Esa vieja costumbre
de ganar…”: eslógan de cronista de fútbol mediocre.
Nada pudo impedir
que una paloma le cagara encima. Una buena cagada que se depositó en un hombro,
extendiéndose a parte del cuello de la camisa.
El no se dio cuenta
y siguió caminando a buen paso las pocas cuadras que debían quedar para que
llegara a su destino.
Allá iba el preboste
con su aire triunfal y visibles algunos atributos de su poderío y su
importancia: ropas caras, reloj Rolex, un BlackBerry que le abultaba en un
bolsillo de la chaqueta…
Y la cagada de la paloma:
una plasta amarillenta como de huevo roto en el hombro del traje y parte del
cuello de la camisa.
Hay cosas que no
pueden evitarse.
© José Luis Alvarez Fermosel
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