Ya no se ven
pingüinos, esas jarras de loza en forma de la simpática ave marina que presidían
las mesas de los hogares modestos y las de los figones de barrio.
Se llenaban de vino,
que se vertía luego en los vasos. Equivalían al porrón español, que se parece
al decantador y como él es de cristal y además tiene un pico vertedor por el
que se bebe el vino a chorro.
Los pingüinos están
ahora entre los “bibelots” que ofrecen las tiendas de regalo para turistas.
Las botas de vino se
usan todavía: se llevan a los toros, al fútbol, a los Sanfermines o cuando uno
sale de excusión; y también constituyen un obsequio típico que traer de España
para los amigos.
La bota de vino es
un receptáculo similar a un odre, en forma de gota o lágrima, hecha de piel de
cabra, que es la más resistente y flexible. La bota era ya popular en la
antigüedad grecolatina.
¡Jerónimo…!
A las botas hay que
curarlas, antes de llenarlas con vino o con cualquier otra bebida alcohólica.
El procedimiento no es difícil, pero hay que seguirlo a rajatabla.
Primero hay que
colgar la bota en cualquier lugar donde le dé el sol durante veinticuatro
horas, transcurridas las cuales se frota enérgicamente por todas las costuras
con una piel de banana madura.
Acto seguido se la
llena con vino, jerez o brandy, preferentemente, o con el licor que se quiera,
que tendrá que ser de muy buena calidad, y se la deja en reposo con su
espirituoso contenido entre cinco y siete días. Se vacía entonces y la bota ya
estará lista para usarla, eso sí, llena de la misma bebida con que se haya
curado.
Hay otros sistemas
parecidos que incluyen el revestimiento con pez del interior de la bota. Lo
ideal es curarla bien, por el método que sea.
Beber a chorro de la
bota y que no se derrame ni una gota es harina de otro costal. Para hacerlo y
decir ¡Jerónimo!, y que se entienda, mientras el vino corre por el garguero,
hay que haber gastado muchas botas.
© José Luis Alvarez Fermosel
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