Algunos piensan que
hay que pagar lo que sea, desde el arreglo de un caño de la cocina hasta la
pintura de un cuadro por un pintor de fama por el tiempo que se tarda en hacer
el trabajo.
Dejando aparte el
hecho de que el tiempo de un profesional vale dinero, aunque no haga nada, lo
que hay que pagar es la calidad del trabajo, así se tarde en hacerlo diez
minutos o dos horas.
Al taller de
Whistler –de quien recordamos otra anécdota en un “post” anterior- llegó un día
un acaudalado hombre de negocios y le pidió que le hiciera un retrato.
Así lo hizo Whistler
-que llevaba pintando más de medio siglo- en tres horas, poco más o menos. Le
pidió cien guineas al magnate, a quien el precio le pareció muy caro y, en
consecuencia, se negó a pagar.
Whistler, ni corto
ni perezoso, llevó el asunto a los tribunales.
- No es justo pagar
cien guineas por un cuadro que se pintó sólo en tres horas –dijo el
“businessman”.
- ¿Es cierto, tardó
usted sólo tres horas? –le preguntó el magistrado a Whistler.
- Sí, señoría –le
respondió el pintor-, pero me costó cincuenta y cuatro años aprender a hacerlo
en tres horas.
El juez falló a
favor de Whistler y el millonario tuvo que desembolsar las cien guineas y
hacerse cargo de las costas del juicio, los honorarios del abogado y la Biblia
en verso, como pasa cuando se pierde un juicio.
(Algunos lo
perdieron -el juicio- a temprana edad y jamás lo recuperaron...)
Hay que saber dar el
martillazo
Cuando yo vivía en
Madrid, un conocido mío llevó un día su coche a un taller para que le echaran
un vistazo, pues el motor hacía un ruido que no parecía normal.
El mecánico examinó
el auto brevemente, tomó un martillo y le arreó un martillazo fenomenal a
determinada pieza del motor.
El propietario del
coche lo puso en marcha. El ruido había desaparecido.
- Son cien duros
(quinientas pesetas de la época) –dijo el mecánico.
- ¿Cómo? -se asombró
el automovilista. ¡Quinientas pesetas por un martillazo! Hágame usted ahora
mismo una factura con todas las de la ley; en cuanto la tenga me voy con ella a
un juzgado y ya vamos a ver.
- Muy bien –dijo el
mecánico-
Y le extendió una
factura en la que se leía: “Arreglo de automóvil Seat 600: por dar un
martillazo, una peseta; por saber dónde darlo, cuatrocientas noventa y nueve
pesetas”.
El dueño del Seat,
que no era ningún necio, rompió la cuenta, pago los cien duros y se fue.
Otra de coches
Una vez me quedé en
Miami, frente a un supermercado, con el coche cerrado, el motor en marcha y la
llave de contacto puesta. Hablando de boludos, como hablábamos el otro día…
Después de probar
infructosamente unas cuantas llaves de amables automovilistas, que me las
prestaron para ver si podía abrir la puerta de mi coche con alguna de ellas,
llamé a un cerrajero cuyo número de teléfono encontré en una guía que había en
el supermercado.
En menos de un
cuarto de hora llegó conduciendo lo que era un verdadero taller ambulante. Era
bajo, pelirrojo, desenvuelto y se notaba enseguida que tenía mucha calle.
En cuanto le
expliqué cuál era mi problema se proveyó de un alambre doblado por la punta que
tomó de su furgoneta-taller; se acercó al autó, introdujo el alambre por la
juntura de una de las ventanillas traseras, la hizo bajar, metió por ella el
alambre, desconectó el seguro que mantiene la puerta cerrada herméticamente, la
abrió, entró en el coche, apagó el motor, sacó la llave y me la dio. Todo esto
en no más de un minuto. No es cuestión de tardar mucho, es cuestión de saber.
El que no sabe lo hace mal, y además tarda mucho.
El cerrajero
ambulante, mi salvador, me cobró cuarenta y cinco dólares, que le pagué en el
acto, agradecido.
Lo importante, como
dicen los americanos, es el “know how”: saber hacer lo que uno tiene que hacer;
y hacerlo bien, claro.
© José Luis Alvarez Fermosel
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