Aquel día esperaba
yo una llamada telefónica –todavía no había celulares-.
Recordé, no sé por
qué, un párrafo de Cosmopolitans, de
Somerset Maugham:
Sonó el teléfono. Simpsons sonrió.
- ¿Qué le pasa?
- Siempre espero una llamada; una llamada que nos enfrente con la verdad
y nos haga ser más buenos y más sinceros, a costa de lo que sea.
La llamada que yo
esperaba era de Cuqui, una chica monísima con la que estaba saliendo. Solía
decirle que era tan guapa que se caía del cuadro; y lo era, tanto que, en el
contexto, no se notaba nada que uno de sus espectaculares ojos castaños –ahora
no recuerdo cuál- se desviaba ligeramente hacia su nariz respingona.
Había encendido un
cigarrillo; en ese entonces fumaba todo el mundo, a mayor abundamiento con una
suerte de desenfreno, lo cual redundaba positivamente en la más que saneada
economía de las tabaquerías, que en España se llamaban estancos.
La cadencia caribeña
La radio ronroneaba
en la penumbra. La tarde había huído a paso de lobo, dejando una grisácea luz
de niebla meona que se adhería a los cristales del balcón, en forma de
pequeñísmas gotas.
A mí me gustaba
mucho la radio, sobre todo los actores de los
radioteatros. ¡Quién me iba a decir que, andando el tiempo, yo también
habría de trabajar en la radio, y en otro país, y con el aplauso –no ya el
beneplácito- de una audiencia cariñosísima!
De pronto, surgieron
del receptor las notas de una canción
interpretada por un cantante muy popular en España en aquellos años:
Lorenzo González.
Se trataba de un venezolano
que había llegado de la otra orilla del Atlántico y cantaba con una voz
cadenciosa unas melodías embriagadoras, impregnadas de perfume caribeño, que
sonaban como envueltas en el humo del tabaco quemado en las pecaminosas boîtes de la época.
El bolero, pues era
un bolero lo que cantaba Lorenzo González, se titulaba Cabaretera (*) y perfilaba con exactitud, y una cierta ternura, a
ese personaje sicalíptico y dulcemente arrabalero que muchos españoles, que no
tenían dinero que gastar en el cabaré, imaginaban como la personificación del
erotismo en un mundo subterráneo de lujo y oropel.
Como dice
atinadamente José Ramón Prada, eran los últimos estertores del bolero clásico,
antes del cambio radical de gustos de una nueva generación.
La canción se extinguió
La canción se
extinguió, el cigarrillo se consumió, el tic tac del viejo reloj de pared
Coppel del salón me empezó a palpitar en los pulsos, pero con la misma sordina
de la música sincopada del bolero.
Me sumí de repente
en un estado de calma, casi de somnolencia. Me sentía medio triste, medio
alegre, medio dulce y medio acre, como el asperillo de una fruta verde.
Así las cosas, sonó
un timbrazo que casi me hizo saltar del sillón en el que estaba repantigado.
¡Cuqui, por fin!.
Pero no, no era el
teléfono el que sonaba; era la puerta, a la que llamaba el mandadero del
sastre, que me había terminado por fin, después de discutir conmigo semana tras
semana mi chaqueta Black Patch que le
encargué.
Permítaseme una
digresión, que no deja de venir a cuento. El hecho de que, por lo que cobran,
sólo los millonarios puedan permitirse hoy el lujo de que les hagan los trajes
los sastres, determinó que los que antes nos vestíamos con ellos y ahora no,
encontráramos la paz.
Porque ninguna lucha
tan enconada como la que se libra contra el sastre, que con la mejor de las
intenciones, por supuesto, se empeña siempre en hacernos la ropa como le gusta
lucirla a él, y no a nosotros.
Total, que Cuqui no
llamó y yo, influenciado por la canción de González, me fui al cabaré –Morocco,
por más señas- con mi nueva chaqueta Black
Watch.
(*) Cabaretera, de Bobby Capó, grabada por
el sello discográfico Odeón, fue unos de los “hits” más importantes de Lorenzo
González, y, durante muchos años, una de las canciones más escuchadas en toda
España.
© José Luis Alvarez Fermosel
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