jueves, 2 de agosto de 2012

Cabaretera

Aquel día esperaba yo una llamada telefónica –todavía no había celulares-.
Recordé, no sé por qué, un párrafo de Cosmopolitans, de Somerset Maugham:
Sonó el teléfono. Simpsons sonrió.
- ¿Qué le pasa?
- Siempre espero una llamada; una llamada que nos enfrente con la verdad y nos haga ser más buenos y más sinceros, a costa de lo que sea.
La llamada que yo esperaba era de Cuqui, una chica monísima con la que estaba saliendo. Solía decirle que era tan guapa que se caía del cuadro; y lo era, tanto que, en el contexto, no se notaba nada que uno de sus espectaculares ojos castaños –ahora no recuerdo cuál- se desviaba ligeramente hacia su nariz respingona.
Había encendido un cigarrillo; en ese entonces fumaba todo el mundo, a mayor abundamiento con una suerte de desenfreno, lo cual redundaba positivamente en la más que saneada economía de las tabaquerías, que en España se llamaban estancos.

La cadencia caribeña

La radio ronroneaba en la penumbra. La tarde había huído a paso de lobo, dejando una grisácea luz de niebla meona que se adhería a los cristales del balcón, en forma de pequeñísmas gotas.
A mí me gustaba mucho la radio, sobre todo los actores de los  radioteatros. ¡Quién me iba a decir que, andando el tiempo, yo también habría de trabajar en la radio, y en otro país, y con el aplauso –no ya el beneplácito- de una audiencia cariñosísima!
De pronto, surgieron del receptor las notas de una canción  interpretada por un cantante muy popular en España en aquellos años: Lorenzo González.
Se trataba de un venezolano que había llegado de la otra orilla del Atlántico y cantaba con una voz cadenciosa unas melodías embriagadoras, impregnadas de perfume caribeño, que sonaban como envueltas en el humo del tabaco quemado en las pecaminosas boîtes de la época.
El bolero, pues era un bolero lo que cantaba Lorenzo González, se titulaba Cabaretera (*) y perfilaba con exactitud, y una cierta ternura, a ese personaje sicalíptico y dulcemente arrabalero que muchos españoles, que no tenían dinero que gastar en el cabaré, imaginaban como la personificación del erotismo en un mundo subterráneo de lujo y oropel.
Como dice atinadamente José Ramón Prada, eran los últimos estertores del bolero clásico, antes del cambio radical de gustos de una nueva generación.

La canción se extinguió

La canción se extinguió, el cigarrillo se consumió, el tic tac del viejo reloj de pared Coppel del salón me empezó a palpitar en los pulsos, pero con la misma sordina de la música sincopada del bolero.
Me sumí de repente en un estado de calma, casi de somnolencia. Me sentía medio triste, medio alegre, medio dulce y medio acre, como el asperillo de una fruta verde.
Así las cosas, sonó un timbrazo que casi me hizo saltar del sillón en el que estaba repantigado. ¡Cuqui, por fin!.
Pero no, no era el teléfono el que sonaba; era la puerta, a la que llamaba el mandadero del sastre, que me había terminado por fin, después de discutir conmigo semana tras semana mi chaqueta Black Patch que le encargué.
Permítaseme una digresión, que no deja de venir a cuento. El hecho de que, por lo que cobran, sólo los millonarios puedan permitirse hoy el lujo de que les hagan los trajes los sastres, determinó que los que antes nos vestíamos con ellos y ahora no, encontráramos la paz.
Porque ninguna lucha tan enconada como la que se libra contra el sastre, que con la mejor de las intenciones, por supuesto, se empeña siempre en hacernos la ropa como le gusta lucirla a él, y no a nosotros.
Total, que Cuqui no llamó y yo, influenciado por la canción de González, me fui al cabaré –Morocco, por más señas- con mi nueva chaqueta Black Watch.

(*) Cabaretera, de Bobby Capó, grabada por el sello discográfico Odeón, fue unos de los “hits” más importantes de Lorenzo González, y, durante muchos años, una de las canciones más escuchadas en toda España.

© José Luis Alvarez Fermosel

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