Del árbol de la
ciencia, del bien y del mal bíblico hasta el que hacharon hace relativamente
poco tiempo, de cuya madera hicieron mi escritorio, cayeron muchos árboles bajo
la segur del leñador, o la sierra mecánica de cualquiera que tenga una y
padezca de dendrofobia.
Desde hace el mismo
tiempo, otros, de arbustos, se hicieron árboles de padre y muy señor mío.
Los árboles son
seres vivos y cada uno tiene su carácter, desde el melancólico sauce llorón de
las orillas de los río y los arroyos hasta los enormes baobabs, basílicas de la
jungla. Todos merecen respeto.
Cada uno de los que
nos gustan los árboles tiene su favorito, o sus favoritos. El mío, como se
sabe, es el jacarandá.
Pero también me
gustan el cerezo, quizás porque el bastón de mi abuelo paterno estaba hecho de
su madera; y las acacias, de blancas flores arracimadas. Y los almendros que
teníamos en el jardín, cuya floración se adelantaba algunos años y eclosionaban
gloriosamente después de la última nevada.
Los frutos de muchos
árboles saciaron mi hambre y mi sed en sitios duros. En otros que no lo eran
tanto disfruté morosamente de sus manzanas, sus naranjas, sus peras o lo que
dieran, al mismo tiempo que de su sombra.
Sabido es que los
árboles son colectores de carbono y nos benefician en mil y un sentidos.
Recuerdo aquellos
versos: “Mas pasó el tiempo y no viniste,/para endulzar mi soledad./Y aquella
tarde estaba triste,/ como el árbol en la ciudad.”
© José Luis Alvarez Fermosel
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