miércoles, 29 de agosto de 2012

Arboles


Del árbol de la ciencia, del bien y del mal bíblico hasta el que hacharon hace relativamente poco tiempo, de cuya madera hicieron mi escritorio, cayeron muchos árboles bajo la segur del leñador, o la sierra mecánica de cualquiera que tenga una y padezca de dendrofobia.
Desde hace el mismo tiempo, otros, de arbustos, se hicieron árboles de padre y muy señor mío.
Los árboles son seres vivos y cada uno tiene su carácter, desde el melancólico sauce llorón de las orillas de los río y los arroyos hasta los enormes baobabs, basílicas de la jungla. Todos merecen respeto.
Cada uno de los que nos gustan los árboles tiene su favorito, o sus favoritos. El mío, como se sabe, es el jacarandá.
Pero también me gustan el cerezo, quizás porque el bastón de mi abuelo paterno estaba hecho de su madera; y las acacias, de blancas flores arracimadas. Y los almendros que teníamos en el jardín, cuya floración se adelantaba algunos años y eclosionaban gloriosamente después de la última nevada.
Los frutos de muchos árboles saciaron mi hambre y mi sed en sitios duros. En otros que no lo eran tanto disfruté morosamente de sus manzanas, sus naranjas, sus peras o lo que dieran, al mismo tiempo que de su sombra.
Sabido es que los árboles son colectores de carbono y nos benefician en mil y un sentidos.
Recuerdo aquellos versos: “Mas pasó el tiempo y no viniste,/para endulzar mi soledad./Y aquella tarde estaba triste,/ como el árbol en la ciudad.”

© José Luis Alvarez Fermosel

No hay comentarios: