Estoy, con lágrimas en los
ojos, o poco menos, haciendo la enésima purga de libros.
No hay más remedio. Ya
no caben más, y eso que acabo de comprar otra biblíoteca para
guardar los diccionarios y los libros de cine. Tampoco tengo más lugar para
nuevas bibliotecas.
Me ha pasado
más de una vez
lo que a mi compatriota y colega Juan José Millás, que contó
recientemente en un artículo, en el que se daban la mano la melancolía y el humor,
cómo no
encuentra cada dos por tres en su atestada biblioteca el libro que necesita y,
después de una
prolongada e infructuosa búsqueda, tiene que salir a la calle y comprarlo otra
vez.
No es que
Millás, otros aficionados a la lectura que, además, necesitan libros para trabajar y yo tengamos
nuestras bibliotecas desorganizadas; es que seguimos comprando libros, no
encontramos ya donde colocarlos, los dejamos provisionalmente encima de otros,
en una de las hileras de la biblioteca, o en cualquier sitio; y ya se sabe lo
que pasa con lo que no se guarda en su lugar, y, en otro orden, cuando se deja
para mañana lo que se
puede hacer hoy. Los libros van amontonándose por todas partes y llega un
momento en el que uno se da cuenta de que tiene que descartar algunos, que es
exactamente lo que estoy haciendo yo.
El libro
electrónico
Esto me
ocurre por no comprar, de una vez por todas, el tan publicitado “e-book” o libro
electrónico, que no
es un libro: es una tableta que almacena miles de libros, cuyas hojas aparecen en la pantalla apenas se oprime un botón.
Se hace muy
cuesta arriba dejar de lado el libro de toda la vida, y no poder acariciar,
nada más comprarlo, la superficie satinada y policroma de la cubierta, ni
sentir su olor a tinta y papel, a lápiz,
a goma de borrar, a colegio… y a libro, cuya fragancia –porque de una fragancia
se trata- ocupa un lugar preeminente entre las que regocijan nuestra pituitaria.
Pocas
sensaciones hay tan gratas como la de entrar en un gigantesco "book
store" de Washington, una librería de lance de Montevideo, la Casa del
Libro de Madrid o un puesto en una calle, en cualquier ciudad del mundo, a ver
libros.
¡Qué recreo para la vista, el olfato y el tacto! Porque
uno empieza enseguida a mirar los libros, a tocarlos, a hojearlos.
Nos fijamos
primero en las novedades, pasamos luego a las reediciones de algunos clásicos-que
nunca faltan-, de éstas a los libros de historia y de música y por
ultimo a los policiales.
Echar el día a libros
Siempre se tiene algo que consultar o comentar con
los empleados de las librerías, que suelen ser muy afables y saben muchísimo de
libros.
De tanto en
tanto se echa el día a perros, o sea, que uno se dedica a la agradable
ocupación de no hacer
nada que preconizaba Plinio el Viejo. ¡Cuántas veces habrá uno echado
el día a libros y
habrá barrido sus
preocupaciones y aventado sus murrias recorriendo librerías hasta que
la danza de las horas pareció detenerse, porque uno se olvidó de
contabilizarlas en el medidor ajustado a su muñeca!
En fin...,
que estoy abocado a la ingrata labor de separarme de varios libros que ya no me
caben en ninguna parte.
Es triste,
como decirle adiós a un querido amigo que se va a un país remoto y
sabe Dios cuando volveremos a verlo, o si volveremos a verlo alguna vez.
Repetir
"in extenso" lo que es el libro, su significado, su influencia, su
importancia en la formación y el posterior desarrollo del ser humano y el placer
que depara su lectura sería una obviedad como la copa de un pino. Bastan y
sobran las palabras que le atribuye el poeta:
Si quieres saber, te enseño.
Te alivio si sufres daño.
Si estás solo, te acompaño.
Me callo si tienes sueño.
© José
Luis Alvarez Fermosel
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