Pasa la gente y uno la ve desde un gran ventanal del estudio que da a la calle. Casi nadie tiene prisa, qué curioso. ¿Será porque pasan por la tarde y la tarde tiene un ritmo más lento, una definida serenidad y es más proclive a la sordina y al ritornelo que al paso de marcha y al vértigo? ¿O será, lisa y llanamente, que la gente que pasa no tiene prisa?
Se ven mujeres hermosas, casi todas jóvenes y alguna no tan joven, pero de belleza aún patente.
Cartoneras -no cartoneros- tirando de carros de mano llenos de cajas de cartón. Hombres, mujeres y niños con perros de todas las razas y colores.
A eso de las cuatro para en una esquina un autobús con niños de un colegio. Madres jóvenes, casi todas con el pelo largo y pantalones vaqueros, recogen a los suyos. A los niños se los ve alegres, porque ya pasaron las grises horas de clase y se reincorporan a su mundo de colores.
Justo enfrente de mi ventanal hay dos bloques rectangulares de cemento, uno junto al otro, que sirven de bancos. Alguien se sienta en uno de ellos, a veces. Niños saltan de uno a otro. Hace unos minutos se sentó en el de la izquierda una chica alta y rubia, con patines, uno de ellos desajustado. Su compañero, un muchacho de campera roja y aspecto extranjero, se arrodilló a sus pies y se lo arregló. Luego se fueron los dos patinando, calle arriba.
La pareja de ancianos de todos los días saluda siempre agitando una mano.
Cada dos o tres días pasan unos muchachos con una escalera metálica enorme, que llevan con soltura, no se sabe si es la misma u otra igual, ni de donde vienen con ella ni a donde van. Se los ve muy alegres.
Un joven loco manso de ojos tristes vino un día e hizo piruetas de Arlequín y luego se acostó boca abajo en uno de los duros mazacotes de piedra gris. Al poco tiempo llegó un patrullero de la policía y se lo llevó, pero con delicadeza, casi con ternura.
Pasa uno de los mateos de Plaza Italia tirado por un caballo blanco y flaco, conducido por un auriga maduro y orondo de chaqueta a cuadros y gorra de visera. Pasa un hombre joven con barba de marinero en abanico, sin bigote. Pasa un señor con un perro grande, con una de las patas traseras envuelta en un vendaje de plástico. Pasan ciclistas y los mozos y mozas de los tres cafés de las inmediaciones se despliegan por la calle con bandejas con tazas y vasos. Unos llevan unos largos delantales negros.
Pasa una viejecita humilde y vivaz, tocada con un gorrito de lana azul. Me tira un beso.
Se ven mujeres hermosas, casi todas jóvenes y alguna no tan joven, pero de belleza aún patente.
Cartoneras -no cartoneros- tirando de carros de mano llenos de cajas de cartón. Hombres, mujeres y niños con perros de todas las razas y colores.
A eso de las cuatro para en una esquina un autobús con niños de un colegio. Madres jóvenes, casi todas con el pelo largo y pantalones vaqueros, recogen a los suyos. A los niños se los ve alegres, porque ya pasaron las grises horas de clase y se reincorporan a su mundo de colores.
Justo enfrente de mi ventanal hay dos bloques rectangulares de cemento, uno junto al otro, que sirven de bancos. Alguien se sienta en uno de ellos, a veces. Niños saltan de uno a otro. Hace unos minutos se sentó en el de la izquierda una chica alta y rubia, con patines, uno de ellos desajustado. Su compañero, un muchacho de campera roja y aspecto extranjero, se arrodilló a sus pies y se lo arregló. Luego se fueron los dos patinando, calle arriba.
La pareja de ancianos de todos los días saluda siempre agitando una mano.
Cada dos o tres días pasan unos muchachos con una escalera metálica enorme, que llevan con soltura, no se sabe si es la misma u otra igual, ni de donde vienen con ella ni a donde van. Se los ve muy alegres.
Un joven loco manso de ojos tristes vino un día e hizo piruetas de Arlequín y luego se acostó boca abajo en uno de los duros mazacotes de piedra gris. Al poco tiempo llegó un patrullero de la policía y se lo llevó, pero con delicadeza, casi con ternura.
Pasa uno de los mateos de Plaza Italia tirado por un caballo blanco y flaco, conducido por un auriga maduro y orondo de chaqueta a cuadros y gorra de visera. Pasa un hombre joven con barba de marinero en abanico, sin bigote. Pasa un señor con un perro grande, con una de las patas traseras envuelta en un vendaje de plástico. Pasan ciclistas y los mozos y mozas de los tres cafés de las inmediaciones se despliegan por la calle con bandejas con tazas y vasos. Unos llevan unos largos delantales negros.
Pasa una viejecita humilde y vivaz, tocada con un gorrito de lana azul. Me tira un beso.
© José Luis Alvarez Fermosel
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“Un landó viejo y violeta de caballos canela” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/02/un-land-viejo-y-violeta-de-caballos.html
2 comentarios:
Es hermosisimo su blog¡¡
Sus vivencias se hacen tan palpables como que una las puede visualizar sentir y emocionarse.
Desearia que si tiene tiempo visite tambien mi blog... y me deje su comentario eso seria un honor para mi¡¡
Saludos ah tambien lo escucho en radio 10 mis cariños al equipo que integran y besos a Rolando.
Muchas gracias, Mary, por tu mensaje, tan generoso y tan gratificante. Me alegro que de que me escuches en la radio. Transmitiré tus saludos a Hanglin y al equipo. Ya veré tu blog un día de éstos. Cariños.
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