Releo en estos días “El rostro en la noche”, no sé si la mejor novela de Edgar Wallace, pero sí la que más me gustó a mí y, por consiguiente, la que he leído más veces.
La leí por primera vez cuando tenía muy pocos años. La perdí, la encontré, la presté, no me la devolvieron –como es de rigor-, la volví a tener…; la tuve al fin por etapas, en varias ediciones y con distintos títulos, siempre traducida al español porque entonces yo no leía inglés. “El comprador de diamantes”, “La princesa andrajosa”, “El rostro en la noche”, “El hombre de Rhodesia”…
Recuerdo párrafos enteros. Me apropié –muchos años más tarde- del nombre de uno de sus personajes, Slick Smith, para utilizarlo ocasionalmente como “nom de plume” cuando trabajaba como corresponsal en el extranjero.
Su trama y sus personajes me sirvieron para montar en Madrid mis primeros… “espectáculos”, por así llamarlos, que disfrutaron como locos mi hermano Manolo y mi prima Mary y después, corregidos y aumentados, mis hijos, Juan Ignacio y María Soledad en Buenos Aires.
Una habitación a oscuras, una mesa con una pequeña lámpara con pantalla verde, Malpas, el villano, o sea, yo con una máscara sentado en una silla. Entraba uno de los chicos con una linterna en una mano y una pistola (de plástico) en la otra. Mi éxito fue enorme.
Ahora tengo una edición en inglés muy bien encuadernada, de tapa dura, editada por Doubleday, Doran and Company, Nueva York, 1929. La estoy releyendo poco a poco, como quien saborea una copa de coñac caliente después del almuerzo, un domingo de niebla: buen ambiente para leer una novela policíaca.
Edgar Wallace fue uno de los más eximios cultores del género policial que podríamos calificar de clásico y tuvo su auge en Inglaterra durante la época victoriana.
Wallace fue cocinero antes que fraile. Esto quiere decir que tuvo una vida agitada y aventurera, no muy diferente de la de algunos de sus personajes, que transcurrió en varios países, entre ellos Africa del Sur –donde trabajó como corresponsal de la agencia Reuters durante la Guerra de los Bóers (1899-1902)- y los Estados Unidos. En Hollywood escribió guiones de cine. Murió allí, a los 57 años, el 10 de febrero de 1932, precisamente cuando trabajaba en el guión de la película “King Kong” (la primera, estrenada en 1933).
Edgar Wallace nació cerca de Londres, el 1º de abril de 1875. Fue hijo natural de una actriz de reparto poco o nada conocida, quien lo dejó al cuidado de una pareja de humildes pescaderos que ya tenía 10 hijos.
Vendió diarios en las calles de Londres y trabajó en fábricas del East End londinense. Sirvió en el ejército británico, viajó a Africa, trabajó como periodista y por fin se dedicó a escribir novelas. Publicó 150 –vendió 20 millones de ejemplares- e infinidad de relatos breves. Muchas de sus obras fueron llevadas al teatro y al cine mudo y sonoro. El mismo puso en escena tres dramas en una temporada y fue crítico teatral del Morning Post. Presidió una empresa cinematográfica.
Alcanzó la plenitud de su fama después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Sus historias de misterio e intriga se difundieron por todo el mundo, traducidas a infinidad de idiomas, y deleitaron, apasionaron e hicieron soñar a varias generaciones de aficionados al género policial.
Fue un “gentleman” movedizo y pintoresco, imbuído a conciencia del espiritu de “los locos años 20”, que tripulaba un Rolls Royce amarillo y ofrecía recepciones impresionantes en las que corría el champán francés a raudales. Frecuentaba el Carlton y otros lujosos hoteles de Londres. Poseía un palco para asistir a las carreras de caballos de Ascot.
Era el prototipo del dandy. Vestía impecablemente y, cuando la ocasión lo requería, lucía el frac con esa naturalidad tranquila que exige la etiqueta.
Monóculo. Sombrero hongo, gabán, paraguas con puño de madera de ébano. Como marchamo, en la portada de innumerables volúmenes se reprodujo su rostro inconfundible y su mano izquierda, en la que sostenía un cigarrillo en una larga boquilla de ámbar.
El autor de “Los cuatro hombres justos” –que luego resultaron ser tres, como los tres mosqueteros resultaron ser cuatro- y creador del inefable personaje Mr. Reeder escribía a una velocidad increíble debido, seguramente, a la práctica del periodismo de agencia de noticias. Se encerraba en una habitación, bebía té, fumaba sin parar y dictaba a sus auxiliares, o grababa en los elementales dictáfonos de la época.
Dicen que era capaz de escribir una novela en cuatro días. Para su nuera, la novelista Margaret Lane, autora de su biografía en 1938, fue “un prodigio literario”. Dos años antes él había dado a la luz una excelente autobiografía titulada “People”.
Edgar Wallace representa mucho para mí. Fue el primer autor de novelas policíacas que yo empecé a leer, siendo muy chico. A partir de entonces creo que leí todas, o casi todas. Desgraciadamente ahora sólo tengo unas pocas, que releo cada tanto. Unas son mejores que otras, pero todas son entretenidas y están escritas con un estilo vigoroso y una prosa casi impecable.
También campea en todas ellas un sentido del humor muy británico que acompañó a Edgar Wallace toda su vida, llena de altibajos de fortuna, pues se enriqueció y se arruinó varias veces.
Cuando murió estaba en bacarrota y debía 150.000 libras. La deuda se saldó en dos años con las ganancias que siguió produciendo su obra literaria.
La leí por primera vez cuando tenía muy pocos años. La perdí, la encontré, la presté, no me la devolvieron –como es de rigor-, la volví a tener…; la tuve al fin por etapas, en varias ediciones y con distintos títulos, siempre traducida al español porque entonces yo no leía inglés. “El comprador de diamantes”, “La princesa andrajosa”, “El rostro en la noche”, “El hombre de Rhodesia”…
Recuerdo párrafos enteros. Me apropié –muchos años más tarde- del nombre de uno de sus personajes, Slick Smith, para utilizarlo ocasionalmente como “nom de plume” cuando trabajaba como corresponsal en el extranjero.
Su trama y sus personajes me sirvieron para montar en Madrid mis primeros… “espectáculos”, por así llamarlos, que disfrutaron como locos mi hermano Manolo y mi prima Mary y después, corregidos y aumentados, mis hijos, Juan Ignacio y María Soledad en Buenos Aires.
Una habitación a oscuras, una mesa con una pequeña lámpara con pantalla verde, Malpas, el villano, o sea, yo con una máscara sentado en una silla. Entraba uno de los chicos con una linterna en una mano y una pistola (de plástico) en la otra. Mi éxito fue enorme.
Ahora tengo una edición en inglés muy bien encuadernada, de tapa dura, editada por Doubleday, Doran and Company, Nueva York, 1929. La estoy releyendo poco a poco, como quien saborea una copa de coñac caliente después del almuerzo, un domingo de niebla: buen ambiente para leer una novela policíaca.
Edgar Wallace fue uno de los más eximios cultores del género policial que podríamos calificar de clásico y tuvo su auge en Inglaterra durante la época victoriana.
Wallace fue cocinero antes que fraile. Esto quiere decir que tuvo una vida agitada y aventurera, no muy diferente de la de algunos de sus personajes, que transcurrió en varios países, entre ellos Africa del Sur –donde trabajó como corresponsal de la agencia Reuters durante la Guerra de los Bóers (1899-1902)- y los Estados Unidos. En Hollywood escribió guiones de cine. Murió allí, a los 57 años, el 10 de febrero de 1932, precisamente cuando trabajaba en el guión de la película “King Kong” (la primera, estrenada en 1933).
Edgar Wallace nació cerca de Londres, el 1º de abril de 1875. Fue hijo natural de una actriz de reparto poco o nada conocida, quien lo dejó al cuidado de una pareja de humildes pescaderos que ya tenía 10 hijos.
Vendió diarios en las calles de Londres y trabajó en fábricas del East End londinense. Sirvió en el ejército británico, viajó a Africa, trabajó como periodista y por fin se dedicó a escribir novelas. Publicó 150 –vendió 20 millones de ejemplares- e infinidad de relatos breves. Muchas de sus obras fueron llevadas al teatro y al cine mudo y sonoro. El mismo puso en escena tres dramas en una temporada y fue crítico teatral del Morning Post. Presidió una empresa cinematográfica.
Alcanzó la plenitud de su fama después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Sus historias de misterio e intriga se difundieron por todo el mundo, traducidas a infinidad de idiomas, y deleitaron, apasionaron e hicieron soñar a varias generaciones de aficionados al género policial.
Fue un “gentleman” movedizo y pintoresco, imbuído a conciencia del espiritu de “los locos años 20”, que tripulaba un Rolls Royce amarillo y ofrecía recepciones impresionantes en las que corría el champán francés a raudales. Frecuentaba el Carlton y otros lujosos hoteles de Londres. Poseía un palco para asistir a las carreras de caballos de Ascot.
Era el prototipo del dandy. Vestía impecablemente y, cuando la ocasión lo requería, lucía el frac con esa naturalidad tranquila que exige la etiqueta.
Monóculo. Sombrero hongo, gabán, paraguas con puño de madera de ébano. Como marchamo, en la portada de innumerables volúmenes se reprodujo su rostro inconfundible y su mano izquierda, en la que sostenía un cigarrillo en una larga boquilla de ámbar.
El autor de “Los cuatro hombres justos” –que luego resultaron ser tres, como los tres mosqueteros resultaron ser cuatro- y creador del inefable personaje Mr. Reeder escribía a una velocidad increíble debido, seguramente, a la práctica del periodismo de agencia de noticias. Se encerraba en una habitación, bebía té, fumaba sin parar y dictaba a sus auxiliares, o grababa en los elementales dictáfonos de la época.
Dicen que era capaz de escribir una novela en cuatro días. Para su nuera, la novelista Margaret Lane, autora de su biografía en 1938, fue “un prodigio literario”. Dos años antes él había dado a la luz una excelente autobiografía titulada “People”.
Edgar Wallace representa mucho para mí. Fue el primer autor de novelas policíacas que yo empecé a leer, siendo muy chico. A partir de entonces creo que leí todas, o casi todas. Desgraciadamente ahora sólo tengo unas pocas, que releo cada tanto. Unas son mejores que otras, pero todas son entretenidas y están escritas con un estilo vigoroso y una prosa casi impecable.
También campea en todas ellas un sentido del humor muy británico que acompañó a Edgar Wallace toda su vida, llena de altibajos de fortuna, pues se enriqueció y se arruinó varias veces.
Cuando murió estaba en bacarrota y debía 150.000 libras. La deuda se saldó en dos años con las ganancias que siguió produciendo su obra literaria.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
Querido Caballero: yo también leí El rostro en la noche. Es un libro bellísimo y usted es un genio escribiendo. Un gran abrazo. Laura (de Río Negro)
El libro sí es bellísimo. Me alegro de que a ti también te haya gustado. En cuanto a mí, ¡qué más quisiera yo que ser un genio...! Pero agradezco igual tu calificativo tan halagador. Un beso grande.
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