La trajeron en una ambulancia al amanecer. Le limpiaron la sangre de la cara. Le quitaron los zapatos de altos tacones y la subieron a una sala del primer piso. Iba casi fláccida. Su prieta carne canela se distendía, palidecía. Olía mucho a alcohol.
Le cortaron parte de su pelo retinto y le extrajeron unos fragmentos de vidrio del cuero cabelludo. La desnudaron y le pusieron un camisón gris.
Yace inmóvil desde entonces en una estrecha cama de hierro. Ensangrentados los gruesos labios, morados como frutas tropicales. Revuelto el pelo. Desorbitados como los de un caballo loco sus bellos ojos negros.
Está sola la mulata. No tiene a nadie junto a la cabecera de su cama. Ninguna mano amiga refresca su frente calenturienta. Hay una toalla azul manchada de sangre sobre las sábanas. Tiene la mulata una gruesa sortija de oro, incaica, en el dedo anular de su mano izquierda, de palma rugosa y rosada.
La mulata, sola, sufre en silencio. Sin una queja. Resignada a su suerte como un perro callejero que agoniza en una cuneta, atropellado por un coche. Sola y estoica, la mulata.
¿Qué ideas golpearán al atardecer su pobre cabeza rota, cuando el sol se vaya, la habitación se quede en penumbra y le suba la fiebre? ¿A quién extrañará en la noche de luna blanca y silencio oscuro?
La mulata está sola. No tiene fuerzas ni para llorar. Le palpitan las sienes. Tiene un pañuelo amarillo, sucio, arrugado, apretado en un puño.
Huele a éter. Hace frío.
La mulata, inmóvil en la cama de hierro, siente cómo le suben por las duras piernas hasta la boca oleadas de sangre fría.
Está sola la mulata. A veces se estremece.
No hay nadie que le apriete su mano suave, de anchas uñas de celuloide rosa. Nadie que le dé un vaso de agua, le estire el embozo de la sábana o le diga que no se morirá mañana.
Poco antes de la media noche, una enfermera le dará un calmante, le tomará el pulso y le dejará una jarra de agua y un vaso sobre la mesilla de noche. Y se irá tan rápida y silenciosamente como vino.
La mulata volverá a quedarse sola en la habitación en penumbra, sólo con un piloto rojo encendido a la cabecera de la cama.
La mulata está sola. Suena un timbre. Unos pasos. Silencio, luego.
El tiempo parece haberse coagulado en el reloj eléctrico del vestíbulo, donde un enfermero lee un periódico y el gato del conserje duerme hecho un ovillo junto a una escupidera.
La mulata no duerme. ¿Qué piensa la mulata? La mulata sola, herida. En el Equipo Quirúrgico número dos.
Abelenda, el reportero de Cifra, llegó a primera hora de la mañana. Pidió el parte. Garrapateó unas palabras en unas hojas de papel que llevaba dobladas en el bolsillo interior de la chaqueta. Estuvo sólo unos minutos. Luego pasó por la comisaría de Cuatro Caminos. De regreso en la redacción escribió la crónica:
“La madrugada pasada se produjo un accidente de tráfico en la calle Francos Rodríguez, a la altura del número 96, que arrojó como balance un herido grave y tres contusos. Un automóvil MG, matrícula M-614296, que circulaba a gran velocidad por la citada calle, se salió de la calzada en un momento dado y chocó contra un poste del tendido eléctrico. Resultó herida de gravedad Christian Barreaux, venezolana, de 34 años, alternadora de cabaré, a quien se internó en el Equipo Quirúrgico número 2. El conductor del automóvil, Juan María López-Carmona y una pareja de amigos, Elena Márquez y Germán Collado, que viajaban con él y la cabaretera, resultaron con algunas contusiones que no obligaron a su internación. Las dos parejas venían de La Venta de la Peque, cerca de Peña Grande, donde habían permanecido hasta las 4 y media de la mañana. El conductor del vehículo, que al parecer se encontraba en estado de embriaguez -como el resto de sus ocupantes-, prestó declaración junto con sus acompañantes en la comisaría de Cuatro Caminos. Poco después se retiraron todos a sus domicilios, con la excepción de Christian Barreaux, que como quedó dicho fue internada”.
El periodista, concluída su jornada, se fue a su casa.
Llegó una ambulancia. Ruido de pasos. Una imprecación. Un gemido sordo. Trasiego de enfermeras. Chirrió una puerta. Tañó en la lejanía, con voluntad de lamento, una vieja campana. La mulata no podía dormirse.
Le cortaron parte de su pelo retinto y le extrajeron unos fragmentos de vidrio del cuero cabelludo. La desnudaron y le pusieron un camisón gris.
Yace inmóvil desde entonces en una estrecha cama de hierro. Ensangrentados los gruesos labios, morados como frutas tropicales. Revuelto el pelo. Desorbitados como los de un caballo loco sus bellos ojos negros.
Está sola la mulata. No tiene a nadie junto a la cabecera de su cama. Ninguna mano amiga refresca su frente calenturienta. Hay una toalla azul manchada de sangre sobre las sábanas. Tiene la mulata una gruesa sortija de oro, incaica, en el dedo anular de su mano izquierda, de palma rugosa y rosada.
La mulata, sola, sufre en silencio. Sin una queja. Resignada a su suerte como un perro callejero que agoniza en una cuneta, atropellado por un coche. Sola y estoica, la mulata.
¿Qué ideas golpearán al atardecer su pobre cabeza rota, cuando el sol se vaya, la habitación se quede en penumbra y le suba la fiebre? ¿A quién extrañará en la noche de luna blanca y silencio oscuro?
La mulata está sola. No tiene fuerzas ni para llorar. Le palpitan las sienes. Tiene un pañuelo amarillo, sucio, arrugado, apretado en un puño.
Huele a éter. Hace frío.
La mulata, inmóvil en la cama de hierro, siente cómo le suben por las duras piernas hasta la boca oleadas de sangre fría.
Está sola la mulata. A veces se estremece.
No hay nadie que le apriete su mano suave, de anchas uñas de celuloide rosa. Nadie que le dé un vaso de agua, le estire el embozo de la sábana o le diga que no se morirá mañana.
Poco antes de la media noche, una enfermera le dará un calmante, le tomará el pulso y le dejará una jarra de agua y un vaso sobre la mesilla de noche. Y se irá tan rápida y silenciosamente como vino.
La mulata volverá a quedarse sola en la habitación en penumbra, sólo con un piloto rojo encendido a la cabecera de la cama.
La mulata está sola. Suena un timbre. Unos pasos. Silencio, luego.
El tiempo parece haberse coagulado en el reloj eléctrico del vestíbulo, donde un enfermero lee un periódico y el gato del conserje duerme hecho un ovillo junto a una escupidera.
La mulata no duerme. ¿Qué piensa la mulata? La mulata sola, herida. En el Equipo Quirúrgico número dos.
Abelenda, el reportero de Cifra, llegó a primera hora de la mañana. Pidió el parte. Garrapateó unas palabras en unas hojas de papel que llevaba dobladas en el bolsillo interior de la chaqueta. Estuvo sólo unos minutos. Luego pasó por la comisaría de Cuatro Caminos. De regreso en la redacción escribió la crónica:
“La madrugada pasada se produjo un accidente de tráfico en la calle Francos Rodríguez, a la altura del número 96, que arrojó como balance un herido grave y tres contusos. Un automóvil MG, matrícula M-614296, que circulaba a gran velocidad por la citada calle, se salió de la calzada en un momento dado y chocó contra un poste del tendido eléctrico. Resultó herida de gravedad Christian Barreaux, venezolana, de 34 años, alternadora de cabaré, a quien se internó en el Equipo Quirúrgico número 2. El conductor del automóvil, Juan María López-Carmona y una pareja de amigos, Elena Márquez y Germán Collado, que viajaban con él y la cabaretera, resultaron con algunas contusiones que no obligaron a su internación. Las dos parejas venían de La Venta de la Peque, cerca de Peña Grande, donde habían permanecido hasta las 4 y media de la mañana. El conductor del vehículo, que al parecer se encontraba en estado de embriaguez -como el resto de sus ocupantes-, prestó declaración junto con sus acompañantes en la comisaría de Cuatro Caminos. Poco después se retiraron todos a sus domicilios, con la excepción de Christian Barreaux, que como quedó dicho fue internada”.
El periodista, concluída su jornada, se fue a su casa.
Llegó una ambulancia. Ruido de pasos. Una imprecación. Un gemido sordo. Trasiego de enfermeras. Chirrió una puerta. Tañó en la lejanía, con voluntad de lamento, una vieja campana. La mulata no podía dormirse.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
Estimado Caballero Español: tengo la sensación y ud. me lo confirmará, que esta nota es un relato suyo, personal. ¡Es extraordinario! Ud. es un profesional sorprendente. Lo escucho siempre, también, por la radio. Besos. Maruja (de Caballito)
Maruja: ¡Qué buen olfato el tuyo! En efecto: ella era venezolana y se llamaba Christian. Sobrevivió. Muchísimas gracias por esos calificativos tan halagadores. Un beso grande.
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