Fuimos otra vez al Museo del Transporte de Luján. Allí nos encontramos con el histórico Plus Ultra, de nombre tan apropiado (1). Estremece compararlo con los enormes aviones de hoy en día.
Agustín de Foxá me dijo -y lo escribió después en una de sus magníficas crónicas de viaje- que Pablo Ruíz de Alda, hermano de Julio, uno de los gloriosos tripulantes del entrañable hidroplano, le contó cómo en su casona de Estella, al borde del claro río Ega, en Navarra, toda la familia escuchaba en el salón de muebles isabelinos y turbios espejos dorados las noticias del vuelo junto a un viejo receptor de radio, todavía con bocina, que apenas emitía algunos ruidos de ondas y silbidos.
El heroísmo individual, la capacidad de acometer empresas casi disparatadas, el sentido deportivo de establecer, o batir récords aparentemente imposibles de mejorar se conjugaban antes para que, por ejemplo, hombres de la talla de los tripulantes del Plus Ultra superaran con su coraje las deficiencias de la tecnología de la época y volaran, de un tirón, de Palos de Moguer, en Huelva –una de las ocho provincias de Andalucía, en el sur de España, desde donde partió Colón con sus frágiles carabelas- a Buenos Aires, ¡en el año 1926!
El progreso de la aviación dorante el lapso comprendido entre 1918 y 1930 fue asombroso y los aviadores rivalizaron en alcanzar la máxima altura, unir destinos lejanísimos, permanecer en el aire el mayor tiempo sin abastecimiento, alcanzar la máxima velocidad y tener la mayor capacidad de carga.
El alemán Nevennoffen se elevó hasta la estratosfera (12.500 metros sobre el nivel del mar). Coste y Bellonte hicieron un recorrido, de cerca de 8.000 kilómetros sin abastecerse de combustible. Orlebar, al comando del hidroavión Supermarine, con motor Rolls Royce, efectuó un vuelo a 575 kilómetros por hora. Wendel, que alcanzó 755 kilómetros horarios, lo superó en 1939.
El glorioso Plus Ultra, con sus frágiles alas y su ingenuo parabrisas de celuloide, ameriza sobre un bloque de cemento en un museo y con el número 54 del catálogo, símbolo de una época de pobre tecnología pero en la que el hombre se atrevía a cualquier cosa, por difícil que fuera.
Alguien más pensó lo mismo. Virgil Gheorghiu, el autor de “La hora veinticinco”, dijo lo que sigue en la provincia argentina de Córdoba, en un congreso de filosofía cristiana:
“Desde el punto de vista terrestre, la humanidad ha hecho progresos que pueden calificarse de verdaderos milagros, pero desde la óptica espiritual, la humanidad se halla en las tinieblas. Yo pienso que precisamente a causa de ese formidable progreso técnico el hombre ha olvidada su propia naturaleza, su propia persona, que no es estrictamente terrenal, porque está a caballo de su yo terreno y su yo celestial, y cuando se ocupa sólo del primero se desagarra, se amputa la mejor parte, que es la celestial”.
(1) Expresión latina que significa Más Allá.
Agustín de Foxá me dijo -y lo escribió después en una de sus magníficas crónicas de viaje- que Pablo Ruíz de Alda, hermano de Julio, uno de los gloriosos tripulantes del entrañable hidroplano, le contó cómo en su casona de Estella, al borde del claro río Ega, en Navarra, toda la familia escuchaba en el salón de muebles isabelinos y turbios espejos dorados las noticias del vuelo junto a un viejo receptor de radio, todavía con bocina, que apenas emitía algunos ruidos de ondas y silbidos.
El heroísmo individual, la capacidad de acometer empresas casi disparatadas, el sentido deportivo de establecer, o batir récords aparentemente imposibles de mejorar se conjugaban antes para que, por ejemplo, hombres de la talla de los tripulantes del Plus Ultra superaran con su coraje las deficiencias de la tecnología de la época y volaran, de un tirón, de Palos de Moguer, en Huelva –una de las ocho provincias de Andalucía, en el sur de España, desde donde partió Colón con sus frágiles carabelas- a Buenos Aires, ¡en el año 1926!
El progreso de la aviación dorante el lapso comprendido entre 1918 y 1930 fue asombroso y los aviadores rivalizaron en alcanzar la máxima altura, unir destinos lejanísimos, permanecer en el aire el mayor tiempo sin abastecimiento, alcanzar la máxima velocidad y tener la mayor capacidad de carga.
El alemán Nevennoffen se elevó hasta la estratosfera (12.500 metros sobre el nivel del mar). Coste y Bellonte hicieron un recorrido, de cerca de 8.000 kilómetros sin abastecerse de combustible. Orlebar, al comando del hidroavión Supermarine, con motor Rolls Royce, efectuó un vuelo a 575 kilómetros por hora. Wendel, que alcanzó 755 kilómetros horarios, lo superó en 1939.
El glorioso Plus Ultra, con sus frágiles alas y su ingenuo parabrisas de celuloide, ameriza sobre un bloque de cemento en un museo y con el número 54 del catálogo, símbolo de una época de pobre tecnología pero en la que el hombre se atrevía a cualquier cosa, por difícil que fuera.
Alguien más pensó lo mismo. Virgil Gheorghiu, el autor de “La hora veinticinco”, dijo lo que sigue en la provincia argentina de Córdoba, en un congreso de filosofía cristiana:
“Desde el punto de vista terrestre, la humanidad ha hecho progresos que pueden calificarse de verdaderos milagros, pero desde la óptica espiritual, la humanidad se halla en las tinieblas. Yo pienso que precisamente a causa de ese formidable progreso técnico el hombre ha olvidada su propia naturaleza, su propia persona, que no es estrictamente terrenal, porque está a caballo de su yo terreno y su yo celestial, y cuando se ocupa sólo del primero se desagarra, se amputa la mejor parte, que es la celestial”.
(1) Expresión latina que significa Más Allá.
© José Luis Alvarez Fermosel
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