Volvió el otoño, que había permanecido acantonado en un fuerte hecho de cumulunimbus –las nubes tan temidas por los parapentistas-.
Este año vino en un helicóptero de fuselaje ultraliviano y ultramoderno, como de película de ciencia ficción. Por eso no pudimos ver cómo viste, si va de traje piel de tiburón –al estilo Palm Beach-, o se arropa con un gabán más o menos tupido.
De manera que no se sabe si va ser caluroso como el verano que se prolonga cada vez más en Buenos Aires, hasta imprimirle carácter de ciudad tropical, o si lanzará de tanto en tanto puñados de granizo al aire, como quien tira arroz en una boda, y tendremos que sacar a relucir las chaquetas de “tweed” y algún abrigo, aunque no sea de invierno.
Las hojas comenzarán a desprenderse enseguida de los árboles y caerán en el pavimento y crujirán bajo las suelas de nuestros zapatos. Y habrá atardeceres de seda siena y rosa viejo.
Pero el otoño, este otoño no trae poesía, o trae muy poca. Si Verlaine viviera tendría que jubilarse y abrir una casa de cambio o una inmobiliaria. Su violín, el violín del otoño, estaría mudo, encerrado en su estuche y éste dentro de un armario ropero, al lado de unas botas de montar color corinto y medio envuelto entre los pliegues de una vieja capa negra con forro carmesí.
El otoño del año 2010 dista mucho de ser clásico. Es intemporal o, peor aún, posmoderno. Seguramente guarda en su mochila de tela de “jean” un IPod y un teléfono celular de última generación para comunicarse con el dios del algoritmo.
Esa sutil neblina azul gris que envolvía en otros otoños las plazas y los jardines a la caída de la tarde, no es ahora otra cosa que “smog” y las rosas de otoño no se desmayan en pétalos color limón, como de jazmín ruborizado. Ni siquiera languidecen hasta que se marchitan en floreros con agua y una aspirina en el fondo, ni exhalan perfume alguno, porque son de plástico. Creo que se hacen en laboratorios.
El otoño llega este año trazado por geómetras y tiene que reportarse con regularidad al Servicio Meteorológico Nacional, como un preso en libertad vigilada que tuviera que presentarse todas las semanas en la comisaría con un GPS arrollado a un tobillo.
El verano le habrá dejado una buena provisión de calor, para que lo distribuya con largueza y sigamos todos recalentados -o recalientes, con todo lo que está pasando…- con tardes sin brumas que borden arabescos plateados en el gran cañamazo del cielo anaranjado, ni amaneceres pintados a la acuarela.
Si llueve, que lloverá, no será la lluvia garúa acariciante, sino chubasco violento o turbonada tropical.
Ya nada, ni siquiera el otoño, es lo que tendría que ser.
Este año vino en un helicóptero de fuselaje ultraliviano y ultramoderno, como de película de ciencia ficción. Por eso no pudimos ver cómo viste, si va de traje piel de tiburón –al estilo Palm Beach-, o se arropa con un gabán más o menos tupido.
De manera que no se sabe si va ser caluroso como el verano que se prolonga cada vez más en Buenos Aires, hasta imprimirle carácter de ciudad tropical, o si lanzará de tanto en tanto puñados de granizo al aire, como quien tira arroz en una boda, y tendremos que sacar a relucir las chaquetas de “tweed” y algún abrigo, aunque no sea de invierno.
Las hojas comenzarán a desprenderse enseguida de los árboles y caerán en el pavimento y crujirán bajo las suelas de nuestros zapatos. Y habrá atardeceres de seda siena y rosa viejo.
Pero el otoño, este otoño no trae poesía, o trae muy poca. Si Verlaine viviera tendría que jubilarse y abrir una casa de cambio o una inmobiliaria. Su violín, el violín del otoño, estaría mudo, encerrado en su estuche y éste dentro de un armario ropero, al lado de unas botas de montar color corinto y medio envuelto entre los pliegues de una vieja capa negra con forro carmesí.
El otoño del año 2010 dista mucho de ser clásico. Es intemporal o, peor aún, posmoderno. Seguramente guarda en su mochila de tela de “jean” un IPod y un teléfono celular de última generación para comunicarse con el dios del algoritmo.
Esa sutil neblina azul gris que envolvía en otros otoños las plazas y los jardines a la caída de la tarde, no es ahora otra cosa que “smog” y las rosas de otoño no se desmayan en pétalos color limón, como de jazmín ruborizado. Ni siquiera languidecen hasta que se marchitan en floreros con agua y una aspirina en el fondo, ni exhalan perfume alguno, porque son de plástico. Creo que se hacen en laboratorios.
El otoño llega este año trazado por geómetras y tiene que reportarse con regularidad al Servicio Meteorológico Nacional, como un preso en libertad vigilada que tuviera que presentarse todas las semanas en la comisaría con un GPS arrollado a un tobillo.
El verano le habrá dejado una buena provisión de calor, para que lo distribuya con largueza y sigamos todos recalentados -o recalientes, con todo lo que está pasando…- con tardes sin brumas que borden arabescos plateados en el gran cañamazo del cielo anaranjado, ni amaneceres pintados a la acuarela.
Si llueve, que lloverá, no será la lluvia garúa acariciante, sino chubasco violento o turbonada tropical.
Ya nada, ni siquiera el otoño, es lo que tendría que ser.
© José Luis Alvarez Fermosel
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