Siempre que se dice cerdo en España se añade inmediatamente después: “¡Con perdón!”. No se sabe, o por lo menos no lo sé yo, a quién se pide perdón, ni por qué.
Es como si se dijera una palabrota y uno quisiera excusarse por haberla dicho. O como si se llamara a alguien cerdo para insultarle, lo cual es muy común, y en todos los idiomas, y a continuación uno quisiera presentarle sus excusas.
Pero vamos al tema, antes de que esto se parezca a un ejercicio de asociación libre. El cerdo –dicho sea por una vez sin pedir perdón a nadie-, es un maravilloso y generosísimo animal, que después de ser degollado cruelmente nos ofrece, para que nos las comamos, todas y cada una de las partes de su cuerpo, desde el hocico hasta rabo. Su sangre es fluido imprescindible para la elaboración de chorizos y morcillas, que son sabrosas “delikatessen”. ¡Ni qué hablar del jamón ibérico, suprema exquisitez si las hay!
Al cerdo, la verdad, se lo desconsidera, incluso después de haber caído bajo la cuchilla del matarife y pasar por un proceso de laboratorio que lo convierte a todo él, repitámoslo, en un majar delicioso.
Ahora, por ejemplo, hay muchos que dicen que la grasa del cerdo ibérico es perjudicial para la salud, porque aumenta la acumulación de colesterol en la sangre. Pero no es así, ya que las grasas del cerdo ibérico son monoinsaturadas y contienen un 50 por ciento del mismo ácido oléico presente en el aceite de oliva, tan beneficioso para la salud.
El médico y nutricionista español Francisco Grande Covián, descubridor de las virtudes de la dieta mediterránea, denominó al cerdo “El olivo de cuatro patas”, definición que el profesional estableció cuando desempeñó el cargo de coordinador del Comité de Salud Alimentaria de los Estados Unidos.
Cambiando de tema, e instalándonos en el contexto de la característica crueldad española, atestiguemos que la matanza del cerdo es desde tiempo inmemorial una tradición, todavía más, un festejo.
En Andalucía, en el sur de la Península, la matanza del cerdo en noviembre, en pleno otoño del hemisferio norte, constituye una verdadero acontecimiento, que se celebra con características casi de feria popular.
El hecho gravita positivamente sobre la gastronomía y el desarrollo económico de una región que produce el mejor jamón del mundo y, a mayor abundancia, el mejor aceite de oliva y los mejores vinos de jerez.
La época de la matanza del cerdo está signada por la alegría y el bullicio del pueblo, que se regocija de antemano pensando en los jamones, morcillas, chorizos, chuletas, lomos y “ainda mais” que comerá a dos carillos a lo largo de todo el año.
El sibarita escritor español José María Castroviejo sostiene, refiriéndose a este acontecimiento, que “(…) en transmutación maravillosa, el cerdo, en los umbrales del invierno, nos reconcilia con la áspera existencia y nos hace a todos inocentemente felices, como monigotes bondadosos de un viejo cuadro flamenco, donde hasta el perro sonríe moviendo el rabo, que no le cortan, como al cerdo. Tal vez sea la alegría inconsciente del ‘primun vivere’, frente a tantos casos y cosas que hoy se empeñan en negarlo…”.
Es como si se dijera una palabrota y uno quisiera excusarse por haberla dicho. O como si se llamara a alguien cerdo para insultarle, lo cual es muy común, y en todos los idiomas, y a continuación uno quisiera presentarle sus excusas.
Pero vamos al tema, antes de que esto se parezca a un ejercicio de asociación libre. El cerdo –dicho sea por una vez sin pedir perdón a nadie-, es un maravilloso y generosísimo animal, que después de ser degollado cruelmente nos ofrece, para que nos las comamos, todas y cada una de las partes de su cuerpo, desde el hocico hasta rabo. Su sangre es fluido imprescindible para la elaboración de chorizos y morcillas, que son sabrosas “delikatessen”. ¡Ni qué hablar del jamón ibérico, suprema exquisitez si las hay!
Al cerdo, la verdad, se lo desconsidera, incluso después de haber caído bajo la cuchilla del matarife y pasar por un proceso de laboratorio que lo convierte a todo él, repitámoslo, en un majar delicioso.
Ahora, por ejemplo, hay muchos que dicen que la grasa del cerdo ibérico es perjudicial para la salud, porque aumenta la acumulación de colesterol en la sangre. Pero no es así, ya que las grasas del cerdo ibérico son monoinsaturadas y contienen un 50 por ciento del mismo ácido oléico presente en el aceite de oliva, tan beneficioso para la salud.
El médico y nutricionista español Francisco Grande Covián, descubridor de las virtudes de la dieta mediterránea, denominó al cerdo “El olivo de cuatro patas”, definición que el profesional estableció cuando desempeñó el cargo de coordinador del Comité de Salud Alimentaria de los Estados Unidos.
Cambiando de tema, e instalándonos en el contexto de la característica crueldad española, atestiguemos que la matanza del cerdo es desde tiempo inmemorial una tradición, todavía más, un festejo.
En Andalucía, en el sur de la Península, la matanza del cerdo en noviembre, en pleno otoño del hemisferio norte, constituye una verdadero acontecimiento, que se celebra con características casi de feria popular.
El hecho gravita positivamente sobre la gastronomía y el desarrollo económico de una región que produce el mejor jamón del mundo y, a mayor abundancia, el mejor aceite de oliva y los mejores vinos de jerez.
La época de la matanza del cerdo está signada por la alegría y el bullicio del pueblo, que se regocija de antemano pensando en los jamones, morcillas, chorizos, chuletas, lomos y “ainda mais” que comerá a dos carillos a lo largo de todo el año.
El sibarita escritor español José María Castroviejo sostiene, refiriéndose a este acontecimiento, que “(…) en transmutación maravillosa, el cerdo, en los umbrales del invierno, nos reconcilia con la áspera existencia y nos hace a todos inocentemente felices, como monigotes bondadosos de un viejo cuadro flamenco, donde hasta el perro sonríe moviendo el rabo, que no le cortan, como al cerdo. Tal vez sea la alegría inconsciente del ‘primun vivere’, frente a tantos casos y cosas que hoy se empeñan en negarlo…”.
© José Luis Alvarez Fermosel
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