domingo, 28 de marzo de 2010

Nombres que denigran la condición humana

La Dirección del Registro Civil de la provincia ecuatoriana de Manabi había prohibido a finales del siglo pasado la imposición de nombres extravagantes y ridículos que denigraran la condición humana. No sé si esa prohibición se levantó o sigue vigente.
El caso es que la medida permitió salvar entonces a tres niñas de pasar a la historia de Ecuador con los nombres de Sirena Ventisca Mendoza, Cacerola Adams Molina y Trifulca Diostedé Tinoco, según se informó en Portoviejo, otra ciudad de Ecuador.
En Uruguay regía una ley -no sé si continuará rigiendo- que prohibía a los padres inscribir a sus hijos en el Registro Civil con nombres estrafalarios o inmorales. Un artículo de esa ley autorizaba a cambiarse el nombre a personas que no estuvieran conformes con el que les habían impuesto sus progenitores. Eso ocurrió con Prostituta Fernández, que pasó a llamarse simplemente María: María Fernández.
(Ahora bien, y entre paréntesis: ¡hay que tener mala leche para ponerle Prostituta de nombre a una hija!).
Antes de que se sancionara esa ley, como consta en la Dirección General del Registro Civil de Montevideo, algunos de nuestros hermanos uruguayos -¡pobrecillos!- recibían nombres como Pepa Colorada, Juanito Preso, Aguinaldo Acosta, Adomicilio Fernández, Ataúd Velázquez, Fertilizante Sosa, Glóbulo Rojo, Pura Pinta, Máximo Pequeño, Masa de Papa, Murmuración Rodríguez, Potranca Barrete, Modesto Tamaño, Mi Papito, Excremento Martínez, Blanca Pintada de Amarillo, Viva Alemania…
En Argentina nos da por la grandilocuencia, por la megalomanía. Y en vez de llamar a nuestros hijos Fernando, José María o Pedro los anotamos como Dante, Víctor Hugo, Julio César, Rubén Darío… Los homónimos de esos personajes históricos no suelen mostrarse a la altura de ninguno de ellos.
Víctor Hugo Pérez, un suponer, se dedica a la venta de ropas hechas y quincalla en un barrio suburbano de una ciudad de provincias; Dante Extremeras es empleado de una oficina pública y no ha escrito en toda su vida más que expedientes y cartas a su padre, pidiéndole dinero; y Julio César Cagancho carece por completo de genio político y militar y no cruzó ningún río (1).
Se dan en estas playas, también, las combinaciones de nombres tilingos –por utilizar la terminología local-, como Eduardo Carlos, Roberto Pedro, Jaime Jorge, Juan Hermógenes, Mario Luis y un largo etcétera. Gente que, por ahí, sale de armas tomar y tiene que soportar, en Argentina, donde no se usa el apellido del padre y de la madre, sino dos nombres de pila combinados y el apellido paterno, patronímicos que no condicen con su reciedumbre.
De cualquier manera, peores son los uruguayos -ojo: en eso de los nombres raros, nada más-. ¡No se le puede poner de nombre a nadie Sapo, Yegua, Aspirina, Fertilizante o Ataúd! Eso es condenar al portador a una constante tomadura de pelo, al ridículo más espantoso.
Personas con semejantes nombres, hasta que se los puedan cambiar, tendrán lógicamente una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
Lo que no se comprende es cómo los padres -no sólo el padre, quien es el que, por lo general, va al Registro Civil a anotar al hijo, sino la madre, porque los nombres se los ponen a los hijos el padre y la madre de común acuerdo-, lo que no se entiende es que algunos sean tan cabrones como para poner, por las razones que ellos crean tener, o sin ninguna, nombres no ya raros, o disparatados, sino denigrantes a sus hijos, como Sapo –por más que el sapo sea en realidad un animal muy simpático-, Sin Nombre o Prostituta.
Por muy amargo que uno sea -o por muy amargado que esté-, por muy mal que la vaya en la vida, por muy resentido que esté, no puede llamarle ramera a su hija a las primeras de cambio, y en los papeles, para toda la vida o por una parte de ella. Entre otras cosas porque quizá, por esos tejes y manejes del subconsciente, eso le obligue a dedicarse a la prostitución en contra de su voluntad.
Las mujeres que se dedican al segundo oficio más antiguo del mundo –el primero es el de madre- han gozado siempre de nuestra comprensión, nuestro respeto y nuestra solidaridad -¡que no se escandalicen los puritanos!-. Un día contaré alguna de las muchas y entrañables historias protagonizadas por esas mujeres aquí y en Pekín.
A lo mejor, los padres que les ponen esos nombres a sus hijos no están bien, o bebieron antes de ponérselos y se los pusieron bajo la influencia del alcohol.
No tiene nada de particular que uno, cuando va a registrar legalmente a su hijo, se tome una o dos copas por el camino, porque se encuentra con un amigo o por las suyas, porque no le basta la alegría que tiene y quiere tener más, por el hecho de haber sido padre.
Pero, ¡hombre!, con dos copas, o aunque sea con tres, a uno lo que le pasa, por lo general, es que se le viene a las mientes la sonrisa del sol a la amanecida. O advierte que los atlantes y las cariátides que sostienen fachadas de antañones edificios en sus hombros de piedra, las sueltan los fines de semana, las fachadas se quedan suspendidas en el aire y unos y otras se van de juerga, mientras los porteros duermen la siesta.
Con un whisky, o un gin tonic de más uno se da cuenta de que los jazmines, en las noches de verano, les roban el perfume a las muchachas colándose por las ventanas abiertas de sus alcobas, después de trepar por paredes con hiedra, como quería hacer el protagonista de aquella jota navarra
inolvidable. Todos los espantapájaros se entonan, madrugada tras madrugada, ingurgitando el rocío que se deposita sobre las plantas y las flores. Uno lo descubre –aunque lo había intuído siempre-, cuando está ligeramente achispado.
Uno puede beber hasta emborracharse porque tiene un problema, o varios, aunque tal cosa no es aconsejable en ese estado de ánimo. O porque padece en su trabajo a un jefe que no es que sepa mucho menos que uno, sino que es un gilipollas. Uno puede emborracharse por mil razones. O pura y llanamente porque quiere, puede y le da la gana.
Pero ni borracho, aunque sea de negras broncas con mucho fundamento, de desesperadas penas de amor o de celos, de amargas flemas que no sabes si te suben a la garganta desde los cuarteados bronquios o del loco corazón -más cuarteado todavía-, de ningún modo puede acercarse uno dando tumbos al Registro Civil e inscribir a su hijo con el nombre de pila de Excremento o a su hija con el de Puta.

(1) Referencia a Julio César cuando, al regresar de las Galias, se detuvo unos segundos a la orilla del río Rubicón, cuyo cruce había sido decretado como sacrílego por el Senado. César dijo Alea jacta est (La suerte está echada), pasó esa estrecha barrera de agua con sus legiones y marchó triunfalmente sobre Roma.


© José Luis Alvarez Fermosel

Ver:

http://www.svcommunity.org/forum/chat-general/nombres-raros/10/
http://onomastica.mailcatala.com/viewtopic.php?t=25

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