Los compromisos son una pejiguera. No nos referimos, naturalmente, a los grandes compromisos: con la patria, con la familia, con el prójimo, con nosotros mismos. Bueno, el prójimo suele crearnos responsabilidades u obligaciones que más que pejigueras se constituyen, en muchas ocasiones, en quebraderos de cabeza o por lo menos en incomodidades que la mayoría de las veces uno no prevé.
Trataré de explicarme. Uno se ha convertido, con el paso de los años, en un ser más o menos independiente, que no tiene que darle explicaciones a nadie y que casi le da ya lo mismo ocho que ochenta.
Así que, por ejemplo, decide quedarse un domingo en casa ordenando papeles, o viejas cartas, o no menos antañones álbumes de fotografías –actividades muy propias de los domingos-, y no se afeita ni se viste: conserva con voluptuosidad, bajo una bata, el mismo pijama con el que se irá a dormir tardísimo porque, ¡felizmente!, el lunes no tiene que madrugar.
De pronto, suena el teléfono, uno comete el desatino de atender y se encuentra con la voz jovial y apresurada de un viejo conocido que le dice que acaba de llegar de Badajoz, o de Salta, o de donde sea, y que va a pasar por casa a visitarle –si uno no tiene inconveniente- porque va a estar muy poco tiempo en Buenos Aires y no quiere perderse la oportunidad de saludarle, al cabo de tanto tiempo.
Uno siente que se le viene el mundo encima, el pequeño mundo de paz, sosiego y recuento de recuerdos que se había sacado de la manga. Como está bien educado y poco hecho a la mentira, por añadidura, accede a que le rompan su equilibrio, como la piedra que choca contra el estanque y forma círculos concéntricos que van ensanchándose hasta que desaparecen y el agua remansada recobra su tersura.
Esto es, no pone pretextos, ni objeciones y se prepara para recibir la visita. Se afeita –ya se había bañado-, se viste, verifica que la casa esté odenada, se asegura de que haya café, té, bebidas espirituosas suficientes y algunas municiones de boca, por si se tercia “improvisar” algo, y se dispone a esperar la visita, que en muchos casos no aparece, dejándole a uno hecho la santísima puñeta –lo de puñeta en sentido español, no en argentino-, como decía don Claudio Sánchez Albornoz.
¡Ah, el compromiso…! El pequeño compromiso social de circunstancias, casual, secundario, de coyuntura, que nos produce un sarpullido en el alma. La visita inoportuna, la invitación de un día para otro, el favor al pariente lejano, al amigo de un amigo, el artículo que tiene uno que escribir para que lo firme otro…
Lo mejor es eludir el compromiso, lo cual es una cobardía, ya lo sabemos. Pues nada, nada, hay que caer sobre la cobardía como en un sillón cómodo después de un día agitado y cansador. Es una trampa que se hace uno a sí mismo, que no le gusta porque tiene alto su nivel de autoexigencia, pero a veces hay que buscarse una excusa y quedar por una vez mal con los demás y bien con uno. Puede atenerse al empirismo moral de David Hume, que niega que haya deberes que se impongan por sí mismos, y a Auguste Comte, quien recogió parte de la doctrina de Hume y formuló el positivismo que sostiene que la única ética son las costumbres.
Pero eso es muy rebuscado, y ya mismo me arrepiento de haberlo escrito. Además, esas teorías de los filósofos citados, hasta donde están expuestas, constituyen otros tantos sofismas.
Sencillamente, hagámonos una trampa cuando no merezca la pena que cumplamos un compromiso que nos va a causar un perjuicio, un problema o simplemente una incomodidad.
Trataré de explicarme. Uno se ha convertido, con el paso de los años, en un ser más o menos independiente, que no tiene que darle explicaciones a nadie y que casi le da ya lo mismo ocho que ochenta.
Así que, por ejemplo, decide quedarse un domingo en casa ordenando papeles, o viejas cartas, o no menos antañones álbumes de fotografías –actividades muy propias de los domingos-, y no se afeita ni se viste: conserva con voluptuosidad, bajo una bata, el mismo pijama con el que se irá a dormir tardísimo porque, ¡felizmente!, el lunes no tiene que madrugar.
De pronto, suena el teléfono, uno comete el desatino de atender y se encuentra con la voz jovial y apresurada de un viejo conocido que le dice que acaba de llegar de Badajoz, o de Salta, o de donde sea, y que va a pasar por casa a visitarle –si uno no tiene inconveniente- porque va a estar muy poco tiempo en Buenos Aires y no quiere perderse la oportunidad de saludarle, al cabo de tanto tiempo.
Uno siente que se le viene el mundo encima, el pequeño mundo de paz, sosiego y recuento de recuerdos que se había sacado de la manga. Como está bien educado y poco hecho a la mentira, por añadidura, accede a que le rompan su equilibrio, como la piedra que choca contra el estanque y forma círculos concéntricos que van ensanchándose hasta que desaparecen y el agua remansada recobra su tersura.
Esto es, no pone pretextos, ni objeciones y se prepara para recibir la visita. Se afeita –ya se había bañado-, se viste, verifica que la casa esté odenada, se asegura de que haya café, té, bebidas espirituosas suficientes y algunas municiones de boca, por si se tercia “improvisar” algo, y se dispone a esperar la visita, que en muchos casos no aparece, dejándole a uno hecho la santísima puñeta –lo de puñeta en sentido español, no en argentino-, como decía don Claudio Sánchez Albornoz.
¡Ah, el compromiso…! El pequeño compromiso social de circunstancias, casual, secundario, de coyuntura, que nos produce un sarpullido en el alma. La visita inoportuna, la invitación de un día para otro, el favor al pariente lejano, al amigo de un amigo, el artículo que tiene uno que escribir para que lo firme otro…
Lo mejor es eludir el compromiso, lo cual es una cobardía, ya lo sabemos. Pues nada, nada, hay que caer sobre la cobardía como en un sillón cómodo después de un día agitado y cansador. Es una trampa que se hace uno a sí mismo, que no le gusta porque tiene alto su nivel de autoexigencia, pero a veces hay que buscarse una excusa y quedar por una vez mal con los demás y bien con uno. Puede atenerse al empirismo moral de David Hume, que niega que haya deberes que se impongan por sí mismos, y a Auguste Comte, quien recogió parte de la doctrina de Hume y formuló el positivismo que sostiene que la única ética son las costumbres.
Pero eso es muy rebuscado, y ya mismo me arrepiento de haberlo escrito. Además, esas teorías de los filósofos citados, hasta donde están expuestas, constituyen otros tantos sofismas.
Sencillamente, hagámonos una trampa cuando no merezca la pena que cumplamos un compromiso que nos va a causar un perjuicio, un problema o simplemente una incomodidad.
© José Luis Alvarez Fermosel
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¡Menos ruido y más nueces!
Decisión irrevocable.
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