He confesado públicamente, y me atengo a las consecuencias, que ya no voy a los desayunos de trabajo, que son un bodrio y en ellos no se desayuna, o por lo menos no se desayuna bien, ni se trabaja. Además, para asistir a los desayunos de trabajo hay que levantarse al amanecer.
Invitarle a uno -una persona que tiene ganas de decirle cosas, sus cosas a otro- a levantarse al amanecer para trabajar, antes de que empiece a trabajar en su lugar de trabajo y amargarle así el desayuno, de paso, es una cabronada como la copa de un pino.
¡Como si tuviéramos poco con los almuerzos de trabajo, en los que tampoco se almuerza ni se trabaja, pero se da pábulo a que nos torture la dispepsia en estrecha colaboración con los anfitriones, los mozos y otros torturadores de los que abundan en esos condumios!
Debemos resistirnos a ser torturados, al mediodía y mucho menos al amanecer, por oscuras -aunque en su medio sean muy brillantes- gentes que pretenden imponernos sus ideas, que por otra parte no suelen interesar a nadie más que a ellos.
Nuestro tiempo también vale, así como nuestro humor. Debemos defenderlos como a nuestro derecho a desayunar y almorzar con quien nos dé la gana y a la hora que nos dé la gana.
Bastante tenemos que sufrir en nuestro trabajo como para que en nuestro tiempo libre tengamos también que hacer algo en contra de nuestra voluntad, sin que nos paguen por ello, además. Así que nada de almuerzos ni desayunos de trabajo.
Pero están los cócteles, y otras reuniones parecidas, con orador u oradores, las conferencias de prensa -donde todos los periodistas se enteran de todo lo que se pregunta y se les responde a sus colegas, y los menos capaces no preguntan nada y nada se les contesta, y luego escriben lo que les oyeron decir a los otros-, y hay otros actos similares en los que también se habla.
A la gente, en general, le gusta mucho hablar; y, sobre todo, que se la escuche. La gente se muere por hablar y la que menos tiene que decir es la que más habla, y la que más exige que se la escuche.
Es muy poco común ir a un cóctel o una recepción en un hotel de más o menos estrellas, o a un salón cualquiera y encontrar gente que hable poco y lo que habla sea interesante, o por lo menos divertido.
La ominosa presencia en esos lugares de una mesa con tres o cuatro sillas, lo que significa que van a hacer uso de la palabra -y generalmente abuso- otros tantos oradores, cada uno de los cuales hablará por lo menos media hora, o más, nos pone los pelos de punta, nada mas entrar y enredarnos con los cables de las cámaras de televisión que hay en el suelo, y tropezar con los agentes de relaciones públicas, y descubrir que no hay guardarropa y tenemos que estar todo el tiempo con el abrigo puesto y el portafolios en la mano, y a ver cómo nos las arreglamos para tener la copa y el canapé que vendrán después con una sola mano.
Un señor de gris empuña un micrófono como quien esgrime un revólver. Presenta a los oradores, a quienes se ve contentísimos, pues que van hablar. Y los oradores comienzan a hablar en seguida, y hablan con fruición, con pasión, con ferocidad, sin piedad, sin pudor, y hay que ver cómo les rinde. Y uno, que ha cometido la imprudencia de adentrarse en el salón y no puede huir honrosamente, siente que se le cae el mundo encima.
Cuando los oradores terminan de perorar y entran los mozos con al whisky, el vino, los jugos de frutas y los bocaditos, uno es dolorosamente consciente de que ha pagado un precio exorbitante por esas menudas delikatessen que apenas le confortan del mal rato sufrido.
Se necesitan, ciertamente, menos ruido, menos palabras y más nueces.
Invitarle a uno -una persona que tiene ganas de decirle cosas, sus cosas a otro- a levantarse al amanecer para trabajar, antes de que empiece a trabajar en su lugar de trabajo y amargarle así el desayuno, de paso, es una cabronada como la copa de un pino.
¡Como si tuviéramos poco con los almuerzos de trabajo, en los que tampoco se almuerza ni se trabaja, pero se da pábulo a que nos torture la dispepsia en estrecha colaboración con los anfitriones, los mozos y otros torturadores de los que abundan en esos condumios!
Debemos resistirnos a ser torturados, al mediodía y mucho menos al amanecer, por oscuras -aunque en su medio sean muy brillantes- gentes que pretenden imponernos sus ideas, que por otra parte no suelen interesar a nadie más que a ellos.
Nuestro tiempo también vale, así como nuestro humor. Debemos defenderlos como a nuestro derecho a desayunar y almorzar con quien nos dé la gana y a la hora que nos dé la gana.
Bastante tenemos que sufrir en nuestro trabajo como para que en nuestro tiempo libre tengamos también que hacer algo en contra de nuestra voluntad, sin que nos paguen por ello, además. Así que nada de almuerzos ni desayunos de trabajo.
Pero están los cócteles, y otras reuniones parecidas, con orador u oradores, las conferencias de prensa -donde todos los periodistas se enteran de todo lo que se pregunta y se les responde a sus colegas, y los menos capaces no preguntan nada y nada se les contesta, y luego escriben lo que les oyeron decir a los otros-, y hay otros actos similares en los que también se habla.
A la gente, en general, le gusta mucho hablar; y, sobre todo, que se la escuche. La gente se muere por hablar y la que menos tiene que decir es la que más habla, y la que más exige que se la escuche.
Es muy poco común ir a un cóctel o una recepción en un hotel de más o menos estrellas, o a un salón cualquiera y encontrar gente que hable poco y lo que habla sea interesante, o por lo menos divertido.
La ominosa presencia en esos lugares de una mesa con tres o cuatro sillas, lo que significa que van a hacer uso de la palabra -y generalmente abuso- otros tantos oradores, cada uno de los cuales hablará por lo menos media hora, o más, nos pone los pelos de punta, nada mas entrar y enredarnos con los cables de las cámaras de televisión que hay en el suelo, y tropezar con los agentes de relaciones públicas, y descubrir que no hay guardarropa y tenemos que estar todo el tiempo con el abrigo puesto y el portafolios en la mano, y a ver cómo nos las arreglamos para tener la copa y el canapé que vendrán después con una sola mano.
Un señor de gris empuña un micrófono como quien esgrime un revólver. Presenta a los oradores, a quienes se ve contentísimos, pues que van hablar. Y los oradores comienzan a hablar en seguida, y hablan con fruición, con pasión, con ferocidad, sin piedad, sin pudor, y hay que ver cómo les rinde. Y uno, que ha cometido la imprudencia de adentrarse en el salón y no puede huir honrosamente, siente que se le cae el mundo encima.
Cuando los oradores terminan de perorar y entran los mozos con al whisky, el vino, los jugos de frutas y los bocaditos, uno es dolorosamente consciente de que ha pagado un precio exorbitante por esas menudas delikatessen que apenas le confortan del mal rato sufrido.
Se necesitan, ciertamente, menos ruido, menos palabras y más nueces.
© José Luis Alvarez Fermosel
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