Mi abuelo Pedro (1) fue un gran pintor que expuso en Madrid con Zuloaga (2). Lo saco a colación en este blog a cuento de una de las características de su naturaleza: tenía un increíble aguante para la bebida. No bebía, sin embargo, o bebía como todo el mundo: un vaso de vino en la comida, no todos los días, y de tanto en tanto, una copa aquí o allí.
Era tan buen pintor que incluso tuvo en una época escuela de pintura en El Escorial -donde está el célebre Monasterio, considerado como la octava maravilla del mundo, que mandó edificar Felipe II-.
Por la escuela de pintura de mi abuelo desfiló una parte de la aristocracia española, incluído José de Yanguas Messía, vizconde de Santa Clara de Avedillo, que pretendió a mi tía Anita sin ningún éxito porque ella se casó con Francisco Gugel, quien sería mi tío Paco, padre de mis primos hermanos Paco y Carmina.
Mi primo Paco, que por cierto era el ojo derecho de mi abuelo, es un librero de fuste. Fue durante muchos años, hasta la reciente disolución de la firma, Consejero Delegado de H. F. Martínez Murguía –fundada en 1925-, empresa editora, importadora y exportadora de libros. Ha sido presidente del gremio de libreros de Madrid. Actualmente es miembro del Comité Ejecutivo de la Cámara del Libro de Madrid y del prestigioso club de libreros Don Quijote.
Mi abuelo era un hombre alto y esbelto, de acerados ojos azules y bigote blanco, recortado. Siempre llevaba un bastón de madera de cerezo –que había medido varias costillas…- y cuando vivía en El Escorial le acompañaba invariablemente su fiel perro Tim, raza perro, blanco y negro.
Mi abuelo podía beber hasta límites asombrosos, fuera lo que fuera y tuviera la graduación alcohólica que tuviera, sin que le hiciera el menor efecto, lo que despertaba la admiración, y también la envidia de todos sus conocidos y discípulos.
Un grupo de amigos se propuso bajarle el copete y se lo llevó un día a Toledo (3), donde él había nacido, a visitar una destilería de aguardiente.
Excusado es decir que sus anfitriones le hicieron los honores a conciencia. Y, naturalmente, le ofrecían a cada paso una copa de tal o cual aguardiente para que lo probara y diera su opinión.
Mi abuelo, que era muy listo y ya se había dado cuenta de las intenciones de sus amigos, embaulaba la copa de un trago y decía tres o cuatro palabras referentes a la destilación, o el aroma del aguardiente que acababa de beber. Al final, como colofón, aseguraba con imperio: “¡Pero no es fuerte!”. Los amigos, a los que se habían unido algunos técnicos y catadores de la destilería, no daban crédito a sus ojos. Cada vez le ofrecían un aguardiente más fuerte. Y mi abuelo, ¡dale!, un trago y una exclamación, siempre la misma: “¡Pero no es fuerte!”.
Fueron cayendo varios, que tuvieron que ser llevados en andas. Mi abuelo, impasible, erguido en toda su imponente estatura, con su bastón en la diestra y la copa en la siniestra, sus claros ojos completamente límpidos, sin ninguna irritación, caminaba abriendo del todo el compás de sus largas piernas, de manera tal que quienes iban a su lado no tenían más remedio que ir a paso de marcha.
Aquello no podía quedar así. Porque para mayor inri para los conjurados, mi abuelo identificaba a la perfección todos los aguardientes y no se equivocaba al determinar el origen, calidad y graduación. La bronca era tan fenomenal que los pocos que permanecían en pie, aunque muy... “tocados”, decidieron que como fuera, incluso con malas artes, era necesario abatir a semejante energúmeno.
En un momento del recorrido por aquella cava que adivino sombría, con botellas por todas partes y mesas como las de los laboratorios, con retortas y alambiques, uno de los circunstantes, enfundado en una bata blanca, le acercó a mi abuelo una copa llena de un líquido incoloro. Mi abuelo la tomó, la olisqueó apenas y se la mandó al pecho de un trago. Paladeó el líquido como si fuera leche y a renglón seguido espetó: “Es alcohol, alcohol puro... de unos 96 grados; ¡pero no es fuerte!”. Y se fue tal como había venido, fresco como una lechuga.
Mi primo Paco me contó este sucedido con lujo de detalles muchos años después de que muriera mi abuelo.
Era tan buen pintor que incluso tuvo en una época escuela de pintura en El Escorial -donde está el célebre Monasterio, considerado como la octava maravilla del mundo, que mandó edificar Felipe II-.
Por la escuela de pintura de mi abuelo desfiló una parte de la aristocracia española, incluído José de Yanguas Messía, vizconde de Santa Clara de Avedillo, que pretendió a mi tía Anita sin ningún éxito porque ella se casó con Francisco Gugel, quien sería mi tío Paco, padre de mis primos hermanos Paco y Carmina.
Mi primo Paco, que por cierto era el ojo derecho de mi abuelo, es un librero de fuste. Fue durante muchos años, hasta la reciente disolución de la firma, Consejero Delegado de H. F. Martínez Murguía –fundada en 1925-, empresa editora, importadora y exportadora de libros. Ha sido presidente del gremio de libreros de Madrid. Actualmente es miembro del Comité Ejecutivo de la Cámara del Libro de Madrid y del prestigioso club de libreros Don Quijote.
Mi abuelo era un hombre alto y esbelto, de acerados ojos azules y bigote blanco, recortado. Siempre llevaba un bastón de madera de cerezo –que había medido varias costillas…- y cuando vivía en El Escorial le acompañaba invariablemente su fiel perro Tim, raza perro, blanco y negro.
Mi abuelo podía beber hasta límites asombrosos, fuera lo que fuera y tuviera la graduación alcohólica que tuviera, sin que le hiciera el menor efecto, lo que despertaba la admiración, y también la envidia de todos sus conocidos y discípulos.
Un grupo de amigos se propuso bajarle el copete y se lo llevó un día a Toledo (3), donde él había nacido, a visitar una destilería de aguardiente.
Excusado es decir que sus anfitriones le hicieron los honores a conciencia. Y, naturalmente, le ofrecían a cada paso una copa de tal o cual aguardiente para que lo probara y diera su opinión.
Mi abuelo, que era muy listo y ya se había dado cuenta de las intenciones de sus amigos, embaulaba la copa de un trago y decía tres o cuatro palabras referentes a la destilación, o el aroma del aguardiente que acababa de beber. Al final, como colofón, aseguraba con imperio: “¡Pero no es fuerte!”. Los amigos, a los que se habían unido algunos técnicos y catadores de la destilería, no daban crédito a sus ojos. Cada vez le ofrecían un aguardiente más fuerte. Y mi abuelo, ¡dale!, un trago y una exclamación, siempre la misma: “¡Pero no es fuerte!”.
Fueron cayendo varios, que tuvieron que ser llevados en andas. Mi abuelo, impasible, erguido en toda su imponente estatura, con su bastón en la diestra y la copa en la siniestra, sus claros ojos completamente límpidos, sin ninguna irritación, caminaba abriendo del todo el compás de sus largas piernas, de manera tal que quienes iban a su lado no tenían más remedio que ir a paso de marcha.
Aquello no podía quedar así. Porque para mayor inri para los conjurados, mi abuelo identificaba a la perfección todos los aguardientes y no se equivocaba al determinar el origen, calidad y graduación. La bronca era tan fenomenal que los pocos que permanecían en pie, aunque muy... “tocados”, decidieron que como fuera, incluso con malas artes, era necesario abatir a semejante energúmeno.
En un momento del recorrido por aquella cava que adivino sombría, con botellas por todas partes y mesas como las de los laboratorios, con retortas y alambiques, uno de los circunstantes, enfundado en una bata blanca, le acercó a mi abuelo una copa llena de un líquido incoloro. Mi abuelo la tomó, la olisqueó apenas y se la mandó al pecho de un trago. Paladeó el líquido como si fuera leche y a renglón seguido espetó: “Es alcohol, alcohol puro... de unos 96 grados; ¡pero no es fuerte!”. Y se fue tal como había venido, fresco como una lechuga.
Mi primo Paco me contó este sucedido con lujo de detalles muchos años después de que muriera mi abuelo.
(1) Pedro Alvarez Díaz, director artístico -hasta que cedió el cargo a su hijo Faustino- de la Real Fábrica de Tapices y Alfombras de Madrid, para la que Goya pintó varios cartones para tapices, recomendado por Bayeu cuando Mengs era director, durante el reinado de Carlos III. Pedro Alvarez Díaz restauró, pintando al fresco como Miguel Angel, los techos del Monasterio de El Escorial.
(2) Ignacio Zuloaga (1870-1945) fue un magnífico pintor español, creador de un nuevo tipo de retrato de gran tamaño con fondo paisajístico.
(3) Provincia de España, en Castilla. Su río principal es el Tajo, que la atraviesa de Este a Oeste. Industria eléctrica, alimentaria, joyería y material quirúrgico. Fábrica de armas. Cerámica. Importante centro turístico, cuenta con notables monumentos como la catedral, varias iglesias y antiguas sinagogas. Ciudad judaica por excelencia -así como Granada y Córdoba, en Andalucía, son completamente árabes- albergó al Greco y se hizo célebre por la defensa que las tropas nacionalistas hicieron de su alcázar durante la Guerra Civil española.
© José Luis Alvarez Fermosel
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