El otoño es una estación ideal para catalogar nostalgias. No con la impavidez burocrática y reseca del que pega estampillas en un álbum, o el que congela la poesía del movimiento clavando mariposas en hojas del llamado papel de barba, en el que se plasmaban en una época en España peticiones de cononjías.
El otoño es también una estación apropiada para leer a ciertos escritores golfos y decadentes, como Drieu La Rochelle, Francis Carco, Paul Morand, Arthur Cravan, Barbey D’Aurevilly, Scott Fitzgerald...
Un día, sin saber por qué, ni para qué, uno se viste elegantemente y se va a pasear solo por un barrio con árboles y edificios con bronces y mármoles, y tiendas de venta de ropa de lujo para caballeros, y acaba ineluctablemente comprándose una corbata que no se pondrá jamás.
La niebla del otoño tiene textura de tela de araña y color ginebra azulina, mientras que la del invierno es gris, plomiza y densa y hay que tener cuidado, porque uno puede entrar en ella, como quien entra en un espejo, y no salir jamás. Ha habido casos.
A las mujeres, en otoño, se les oscurecen los ojos y respiran una ansiedad que no saben definir y les lleva, a algunas, a cometer locuras que nunca pensaron que podrían cometer.
No es esa cosa pasional y urgente de la primavera, cuando todo se renueva y se despiertan pasiones que parecían dormidas.
Hay un tono y un tino despacioso y melancólico en otoño, que a pesar de que le recuerdan a uno que ya no es ningún chiquillo, le hacen bien, como la taza de té caliente y la gratitud que le ofrece a uno una vieja amiga a la que uno fue a visitar, porque sabe que está sola y los recuerdos le atacan en tropel, y ya no tiene ni fuerzas ni ganas como para seleccionar aquéllos con los que le gustaría quedarse.
En otoño hay que sentir la voluptuosidad de ir dejando atrás la juventud como a una sucia perra, que dijo César González-Ruano.
Los versos de Vallejo: “Moriré en París, con aguacero…”. El cuarteto para cuerdas de Borodin en Re.
Castañas asadas. Un vino blanco y ligero. Crema y canela. El reflejo de la luna en un martini...
No hay que preocuparse: el futuro es un simple objetivo mecánico-cuántico.
El otoño es estético. Hay que recordar a Niestzche: “Sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo”.
Venía yo de la calle de comprar el pan –las mujeres no saben ir por el pan-.
Se nubló el cielo. Un viento cálido hizo rodar por la acera restos de hojas de diarios y una flor azul pisoteada.
El otoño es también una estación apropiada para leer a ciertos escritores golfos y decadentes, como Drieu La Rochelle, Francis Carco, Paul Morand, Arthur Cravan, Barbey D’Aurevilly, Scott Fitzgerald...
Un día, sin saber por qué, ni para qué, uno se viste elegantemente y se va a pasear solo por un barrio con árboles y edificios con bronces y mármoles, y tiendas de venta de ropa de lujo para caballeros, y acaba ineluctablemente comprándose una corbata que no se pondrá jamás.
La niebla del otoño tiene textura de tela de araña y color ginebra azulina, mientras que la del invierno es gris, plomiza y densa y hay que tener cuidado, porque uno puede entrar en ella, como quien entra en un espejo, y no salir jamás. Ha habido casos.
A las mujeres, en otoño, se les oscurecen los ojos y respiran una ansiedad que no saben definir y les lleva, a algunas, a cometer locuras que nunca pensaron que podrían cometer.
No es esa cosa pasional y urgente de la primavera, cuando todo se renueva y se despiertan pasiones que parecían dormidas.
Hay un tono y un tino despacioso y melancólico en otoño, que a pesar de que le recuerdan a uno que ya no es ningún chiquillo, le hacen bien, como la taza de té caliente y la gratitud que le ofrece a uno una vieja amiga a la que uno fue a visitar, porque sabe que está sola y los recuerdos le atacan en tropel, y ya no tiene ni fuerzas ni ganas como para seleccionar aquéllos con los que le gustaría quedarse.
En otoño hay que sentir la voluptuosidad de ir dejando atrás la juventud como a una sucia perra, que dijo César González-Ruano.
Los versos de Vallejo: “Moriré en París, con aguacero…”. El cuarteto para cuerdas de Borodin en Re.
Castañas asadas. Un vino blanco y ligero. Crema y canela. El reflejo de la luna en un martini...
No hay que preocuparse: el futuro es un simple objetivo mecánico-cuántico.
El otoño es estético. Hay que recordar a Niestzche: “Sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo”.
Venía yo de la calle de comprar el pan –las mujeres no saben ir por el pan-.
Se nubló el cielo. Un viento cálido hizo rodar por la acera restos de hojas de diarios y una flor azul pisoteada.
© José Luis Alvarez Fermosel
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“Canción de setiembre”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/03/cancion-de-setiembre.html)
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