sábado, 28 de marzo de 2009

Canción de setiembre

¡Qué imborrables en el recuerdo aquellas lluviosas tardes de setiembre en el campo, en Madrid, cuando empezaba a correr la cuenta regresiva de las vacaciones de verano...!
Si llovía mucho teníamos que quedarnos en el chalé. Desde los balcones que daban al jardín veíamos caer la lluvia. La calle desempedrada, que primero se llamó pretenciosamente Avenida de Trajano y luego Pasaje de Bellas Vistas, se convertía en un lodazal.
Algún perro vagabundo pasaba corriendo con el rabo entre las patas, en pos de un refugio.
Nos acometía una pereza intranquila, un desasosiego indefinible. La merienda no sabía a nada. Las conversaciones de los mayores nos resultaban aburridísimas, cuando no incomprensibles.
De pronto, tal como había empezado, dejaba de llover. Y después de pedir y obtener el permiso correspondiente para salir otra vez, abandonábamos rápidamente la tediosa tibieza del cuarto de estar y nos lanzábamos de nuevo al campo, no sin que antes nos endosaran un suéter, que no queríamos ponernos, pero que no nos pesaba a la intemperie.
El otoño estaba ya al acecho y había destacado a sus batidores, que horadaban el terso celofán de la tarde caliginosa con sus agudos picos de zapador, y por los agujeros penetraba un viento fresco que agitaba las ramas de los árboles y revolvía el pelo dulcemente, como lo hacen los dedos de una novia.
El cielo nublado se desplomaba ominosamente sobre el campo. La tierra estaba mojada, pero se secaba a ojos vistas y nuestras zapatillas –no tan sofisticadas ni tan caras como las de ahora-, apenas se hundían en ella.
A lo lejos, la sierra negruzca, imprecisa entre nubes plateadas.
Paseábamos, solos. Sentíamos que se nos iban las vacaciones, como el pedazo de hielo que se funde dentro del puño, escurriéndose el agua fría por entre los dedos cerrados.
Todavía nos quedaba poco más de una semana, pero ya no nos daba tiempo de hacernos novios de Amparito, aquella chica muda de ojos de jade, melena trigueña y piernas de corza.
No podríamos terminar el diario de vacaciones que habíamos empezado a escribir en los primeros días del dorado estío, ya lejanos. Tampoco ese año pasaríamos de la sexta página.
Culminaba setiembre. Muy pronto empezarían a ponerse cobrizas las hojas de los árboles y a florecer las rosas de otoño, que como dijo el poeta son el símbolo de la mujer del último amor, y no son duras ni enjutas como ese puño de perfume que es la rosa de abril, sino que se desmayan en pétalos de color limón con el peso de una gota de rocío o de una abeja, o rozada por la más dulce y ceremoniosa brisa de la tarde.
Nos acechaban ya el principio de las clases -¡qué desangeladas las aulas con luz eléctrica al atardecer, sabiendo que fuera se estaba muriendo el paisaje...!-, los nuevos libros de texto, con sus enigmáticos grabados y el esoterismo de las ecuaciones algebraicas, y las páginas satinadas; la lluvia en la ciudad, aburrida, mo­lesta, el frío y la niebla, las blancas luces de neón...
Un nuevo curso. Otro año. Un paso más. Ella, lejana en el recuerdo. El cine de barrio. La voz cálida de un Frank Sinatra muy joven. “September song”…


© José Luis Alvarez Fermosel

2 comentarios:

Susan.B dijo...

Una preciosura, algo romántico y exquisitamente poético.Esta me fascinó .Casi un cuadro pintado al detalle.Un abrazo.Susan4

Caballero Español dijo...

Muchas gracias, Susan. Siempre tan gentil. Cariños.